Cómo aceptar las decisiones de los demás cuando nos afectan directamente

Todos formamos parte de círculos sociales que influyen en nuestra vida. [Foto: Getty Images]
Todos formamos parte de círculos sociales que influyen en nuestra vida. [Foto: Getty Images]

 

Nadie es una isla, completo en sí mismo”, escribió hace siglos el poeta John Donne. Ya sea nuestra familia, el grupo de amigos o la comunidad, formamos parte de círculos sociales más grandes que influyen en nuestra vida.

Muchas veces esas personas toman decisiones con las que no estamos de acuerdo, pero que terminan afectándonos directa o indirectamente. Cuando nos vemos obligados a asumir las consecuencias de decisiones que no hemos tomado y que desestabilizan nuestro mundo, solemos sentirnos extremadamente frustrados y enfadados.

Es una respuesta natural y comprensible. Pero no nos llevará a ninguna parte. Al contrario, es probable que nos condene a una espiral de angustia e insatisfacción en la que nos resignamos a seguir soportando y sufriendo. Por eso es fundamental aprender a lidiar con las decisiones ajenas que nos afectan directamente.

Cuando nuestras razones se estrellan contra oídos sordos

Las decisiones de las personas más cercanas tienen el potencial de poner del revés nuestro mundo. [Foto: Getty Images]
Las decisiones de las personas más cercanas tienen el potencial de poner del revés nuestro mundo. [Foto: Getty Images]

En un mundo ideal, la libertad y la responsabilidad van de la mano. Si elegimos con total libertad, debemos estar dispuestos a asumir todas las consecuencias. En cambio, si nuestras decisiones pueden afectar a los demás, es justo que les consultemos y tengamos en cuenta sus opiniones.

En el mundo real, las cosas no suelen seguir esos derroteros. A menudo las personas toman decisiones libremente, pero luego los demás pagan las consecuencias. Así se genera una especie de “estafa social” en la que uno decide y otros asumen las responsabilidades derivadas de esos actos.

A veces, ya sea porque podemos ver más lejos, tenemos más experiencia o somos más conscientes de los riesgos, nos damos cuenta de antemano de que determinadas elecciones no son las más adecuadas o inteligentes.

Cuando alguien nos importa, se activa nuestro instinto protector. Si queremos a una persona, deseamos evitar que se equivoque o sufra. Por eso intentamos convencerle de que no debe tomar esa decisión. Pero a veces nuestras razones caen en saco roto.

Esperamos que nos escuchen, pero nuestras palabras se estrellan contra unos oídos sordos. Por mucho que hablemos, no conseguimos que recapacite. Obviamente, cuando vemos que alguien se encamina hacia un precipicio y no podemos hacer nada para detenerle, nos sentimos frustrados e impotentes.

Cuando finalmente se cumplen nuestros peores presagios y las consecuencias de esas decisiones nos salpican, es normal que nos embarguen la decepción y la ira. Nos sentimos enfadados porque nos vemos obligados a lidiar con un problema que se podía haber evitado. Nos enojamos con esa persona por no habernos escuchado y con nosotros mismos por no haber insistido más o haber sido más categóricos.

Ese tsunami emocional se amplifica cuando se trata de una persona cercana a la que queremos porque sus decisiones nos afectan mucho más y tienen el potencial de poner del revés nuestro mundo. Esas situaciones son particularmente peligrosas porque podemos vernos arrastrados a un drama que no nos pertenece, cargando una cruz ajena, solo porque nos sentimos comprometidos emocional y/o socialmente.

No tenemos que compartir las decisiones de los demás, solo respetarlas

No tenemos que aceptar, aprobar, comprender o estar de acuerdo con las elecciones de los demás, tan solo respetarlas. [Foto: Getty Images]
No tenemos que aceptar, aprobar, comprender o estar de acuerdo con las elecciones de los demás, tan solo respetarlas. [Foto: Getty Images]

Cuando alguien cercano toma una decisión con la que no estamos de acuerdo, a menudo nuestra primera reacción es regañarle, sermonearle, criticarle o juzgarle. Sin embargo, no es la mejor estrategia pues de esa manera solo lograremos que se ponga a la defensiva y se reafirme en su postura.

Aunque por naturaleza tendemos a advertir a quienes amamos cuando vemos que toman un mal camino, eso no significa que debemos esperar que nos hagan caso. A fin de cuentas, todos somos libres para decidir y todos podemos equivocarnos. No siempre podemos evitar que las personas que amamos cometan un error. Como dice el viejo refrán, es difícil escarmentar en cabeza ajena.

Cada quien debe sentirse libre para seguir su camino, lo cual a menudo significa cometer errores y aprender de ellos. Por eso, una de las primeras cosas que debemos comprender es que en realidad no tenemos que aceptar, aprobar, comprender o estar de acuerdo con las elecciones de otra persona.

No podemos tomar las decisiones de los demás en su lugar. Podemos ofrecerles consejos e intentar que valoren los riesgos, pero cada quien debe tomar sus propias decisiones. Ser conscientes de esa diferencia nos brinda la posibilidad de distanciarnos emocionalmente de las decisiones que no compartimos. Cuando reconocemos que esas decisiones no nos pertenecen, es más fácil respetarlas y distanciarnos de sus consecuencias.

La libertad para negarnos a cargar una cruz ajena

Dar libertad para elegir también implica darnos libertad para negarnos a asumir responsabilidades que no nos corresponden. [Foto: Getty Images]
Dar libertad para elegir también implica darnos libertad para negarnos a asumir responsabilidades que no nos corresponden. [Foto: Getty Images]

La libertad de elección tiene un precio. La persona que decide sin consultarnos, muchas veces en contra de nuestros intereses o valores, no puede esperar que paguemos los platos rotos.

Dar libertad para elegir también significa darnos libertad para tomar distancia y negarnos a asumir responsabilidades que no nos corresponden por elecciones que no compartimos. El amor y el cariño no pueden convertirse en una excusa para que los demás reclamen constantemente nuestra ayuda e intervención, muchas veces a costa de sacrificar nuestro bienestar. Cuando eso sucede se instaura una relación tóxica en la que uno decide y actúa de manera egoísta e irresponsable esperando que el otro le saque las castañas del fuego continuamente.

Si una persona toma decisiones que pueden afectarnos sin tener en cuenta nuestra opinión, disponibilidad o sufrimiento, no puede esperar que solucionemos sus problemas. Cuando las cosas salen mal, no tenemos la obligación de intervenir y asumir la responsabilidad por el desastre. Enfrentar las consecuencias es parte del proceso de aprendizaje de quien tomó la decisión.

Asumir sus responsabilidades a menudo solo sirve para reforzar el comportamiento irresponsable. Es probable que esa persona siga actuando impulsivamente, dejándose llevar por sus deseos sin tener en cuenta a los demás, porque sabe que siempre podrá contar con nosotros para solucionar los problemas. Así no aprenderá.

En cambio, algunas personas necesitan aprender a través de los golpes de la vida, enfrentándose a las consecuencias de sus actos. Si alguien que nos importa toma una decisión con la que no coincidimos, a veces simplemente hay que dejarle espacio para que experimente los resultados. Puede ser difícil, pero las caídas son necesarias.

El arte de poner límites y defender nuestro equilibrio emocional

Para protegernos de las “estafas sociales” es fundamental aprender a poner banderas rojas. [Foto: Getty Images]
Para protegernos de las “estafas sociales” es fundamental aprender a poner banderas rojas. [Foto: Getty Images]

Tan importante como aceptar que no siempre podemos influir sobre las decisiones de los demás, es comprender que no tenemos la obligación de asumir las consecuencias. Eso implica ejercer nuestra libertad para protegernos de un sufrimiento que no hemos elegido. Aunque a veces eso implique no ayudar al otro.

Para protegernos de las “estafas sociales” es fundamental aprender a poner banderas rojas. Decir “no” más a menudo. Para ello, podemos explicar a esa persona qué líneas rojas no estamos dispuestos a cruzar, para que sepa de antemano que no podrá contar con nuestra ayuda si las cosas se tuercen.

Si alguien no quiere cambiar, no podemos obligarle. Pero podemos cambiar nosotros. Podemos decir “no”, aunque nos duela o sintamos que estamos defraudando a esa persona, porque es el único escudo que tenemos a nuestra disposición para protegernos del sufrimiento. Ese “no” actúa como una red de contención para evitar que caigamos al abismo al que nos pueden arrastrar las decisiones ajenas.

Por último, es importante ser capaces de desconectar y seguir con nuestra vida. No debemos dejar que una decisión desafortunada se convierta en el centro de nuestro universo, un drama que ocupe nuestra mente a todas horas y drene nuestra energía.

A fin de cuentas, esa decisión forma parte de la vida de otra persona, alguien que tiene derecho a elegir cómo vivirla. Así como nosotros tenemos derecho a no implicarnos en su drama, sobre todo si pone en peligro nuestro equilibrio emocional.

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