CORRECCIÓN: Desplacé a los hombres, pero desplazar mi deseo por ellos es más difícil
ORGANIZAR MI VIDA EN TORNO A UN FUTURO MARIDO IDÍLICO SIEMPRE ME HA PARECIDO MAL.
“¿No quieres casarte?”, dijo Roy.
Esa pregunta siempre me erizaba la piel. “No”, respondía con una sonrisa tímida y un modesto encogimiento de hombros. He aprendido a hacer que la gente, sobre todo los hombres, se sienta cómoda con mi respuesta severa a través de un humilde lenguaje corporal. “Querer eso es una carga demasiado grande cuando también quiero vivir una gran vida”.
Roy arrugó el ceño mientras jugaba con las papas fritas tibias de su plato. Esta soleada cafetería me recordaba a la cocina de mi tía sureña favorita. Quizá por eso me sentía tan a gusto sentada aquí con él. O quizá era él.
“Creo que entiendo lo que dices”, dijo con su acento tejano. Pasó un largo rato. Era una de las muchas cosas que me gustaban de él: su relación coqueta con los silencios medidos. Finalmente, dijo: “Quiero casarme algún día. ¿Quieres saber por qué? Sé que mi gran vida será aún más grande con ella”.
Conocí a Roy en un bar de Dallas el 19 de junio de 2022, uno de los mejores momentos y lugares para ser negra, joven y orgullosa. Recién llegada en avión desde Chicago, estaba calientita, borracha y feliz mientras seguía a mis amigas entre una multitud de juerguistas. Al sentir un tirón en la trabilla trasera de mis pantalones de mezclilla, volteé y vi a Roy ahí parado, alto, moreno y sonriente.
“¿Puedo ayudarte en algo?”, pregunté.
“Sí, creo que puedes”, respondió.
Acabamos bailando, bromeando y tocándonos el tiempo suficiente para que mis amigas tuvieran que venir a buscarme entre la multitud para comunicarme que se iban al siguiente bar. Antes de seguirlas afuera, Roy y yo intercambiamos números. No esperaba volver a saber de él, como con la mayoría de los contactos coquetos que había tenido con hombres a lo largo de los años. No podría haberme importado menos.
A los 32 años, hacía tiempo que me había dado permiso para alcanzar la autorrealización con o sin encontrar nunca el amor romántico eterno. Tenía amor de familia. Amor de amigos. A diferencia de algunas de mis amigas, cuya felicidad absoluta dependía de su futuro marido e hijos sin nombre ni rostro, a mí a menudo me aterraba la idea de atarme a esas cosas.
“¡La vida es mucho más que eso!”, pensaba mientras mis amigas hablaban del vestido de sus sueños o del corte de diamante ideal para el anillo que llevarían con orgullo el resto de sus vidas. Cómo serían la matriarca en su versión moderna de los Huxtable: el epítome de la estructura familiar nuclear negra y excelente.
Todo eso me daba náuseas solo de pensarlo.
Me gustaría pensar que mi desconexión de la vida doméstica se debió a una serie de desamores adolescentes y veinteañeros causados por relaciones y situaciones que salieron mal, pero todo empezó mucho antes. En el segundo año de la escuela primaria, me di cuenta de lo serias que se ponían las chicas con sus enamoramientos. Y cómo cambiaban sus pequeñas personalidades incipientes para adaptarse a lo que creían que llamaría la atención de los chicos.
Incluso entonces, a los 6 años, pensaba: “Qué asco”.
Leí que a muchas adolescentes las inundan durante sus años de formación con imágenes que moldean sus expectativas del amor, en lo que se basa la mayoría de sus decisiones más importantes en la vida, y que la mayoría de los anhelos que tendrán más tarde de ser esposas son la manifestación del condicionamiento temprano de las películas de cuentos de hadas de Disney que veían mientras crecían.
Precisamente por eso no me permití esperar demasiado de Roy aquella primera noche que nos conocimos. Sí, el coqueteo fue delicioso, y él mostró las clásicas señales de que yo también le gustaba. Pero, ¿y qué? No tenía visión de lo que vendría después y me pareció bien dejarlo donde lo conocí.
En ese momento llevaba casi un año sin salir con nadie, y era maravilloso, algo un poco raro. Así que recurrí a internet para investigar, y encontré el término que se proponía en TikTok para lo que había estado sintiendo durante la mayor parte de mi vida: oficialmente había “desplazado a los hombres”.
Es un movimiento que deja espacio para que las mujeres se pongan a sí mismas en primer lugar en vez de enfocarlo todo, se den cuenta o no, en las opiniones y la influencia de los hombres. Después de caer en el agujero negro de TikTok, me di cuenta de que una de las cosas que más me gustaba del fenómeno era que el movimiento no consistía en rechazar tu feminidad. Tampoco se trataba de odiar, repeler intencionadamente o eliminar a los hombres. Simplemente preocuparse por los hombres requería mucha energía —al menos en mi caso—, y se trataba de que las mujeres no pusieran a los hombres en el centro de sus vidas.
No es un concepto nuevo en absoluto. Al menos cuatro olas de feminismo implicaron alguna forma de centrarse en las mujeres por encima de los hombres en sus vidas, incluso las mujeres cishetero. Por fin. Sentí que no estaba sola en mi desinterés por el concepto de conseguir y conservar a un hombre como validación de mi existencia como mujer.
Y, sin embargo, el corazón me dio un vuelco cuando Roy me envió un mensaje de texto dos días después. Y me dolía la cara de tanto sonreír cuando tuvimos nuestra primera cita perfecta la noche siguiente. Me dolía el estómago de las carcajadas que me arrancaba con sus bromas oportunas.
Acabamos pasando toda la noche juntos, estrechando lazos como no lo había hecho con un chico desde antes de reconocer el tipo de daño que podían hacer los hombres si no cuidaba mi corazón. Dios, ¿en quién me estaba convirtiendo?
Durante los siguientes meses, cada vez que estaba en Dallas por trabajo o para visitar a amigos, Roy era prioridad. Cuando estaba allí, era suya.
Lo irónico es que estuve mucho tiempo sin hablar con él. Sin mensajes. Ni llamadas. Nada de nada. Era una forma estupenda de afirmarme a mí misma que yo era lo primero. Para no perderme demasiado en la florida naturaleza poética de toda la situación. Mi vida seguía siendo mía. Mis pies seguían en el suelo. No habría planificación familiar, ni ilusiones, ni fantasías ni ensoñaciones flotantes sobre cómo sería un hogar si los dos lo creáramos juntos.
No, pensaría. Los hombres no son mi prioridad. Roy no es mi prioridad.
Y eso funcionó bien hasta que hice planes para verlo durante un viaje a Dallas con motivo del cumpleaños de mi mejor amiga. Le envié un itinerario, planeé una cena, compré ropa cara, me peiné, me depilé y me preparé para el tiempo que pasaríamos juntos.
Al aterrizar, le envié un mensaje sencillo: “¿Todavía tienes tiempo para mí? Acabo de llegar a tu ciudad”.
“Por supuesto”, respondió.
Le envié un mensaje con la dirección del restaurante que había elegido laboriosamente para cenar esa noche. No respondió. Le envié otro mensaje unas horas más tarde para asegurarme de que la hora que había elegido le venía bien.
Las horas pasaban. Nada.
Al día siguiente, me alarmó que no me hubiera respondido, así que volví a escribirle para asegurarme de que estaba bien.
“Lo siento, estaba ocupado con algunas cosas”, escribió. “No puedo esperar a verte hoy”.
No pasa nada, le dije. Podíamos repetirlo ese mismo día en el almuerzo o esa noche en el bar al que mis amigas y yo planeábamos ir.
Estuvo de acuerdo.
Compartí todos los detalles del encuentro. Cautelosamente alegre de nuevo, imaginé cómo se desarrollaría la noche: si la gente comentaría lo bien que se veía la versión que Roy y yo teníamos del amor negro cuando entráramos en el local tomados de la mano.
Pero nunca apareció.
Al día siguiente, en el avión de vuelta a casa, tuve tiempo para reflexionar sobre cuánto espacio ocupaba Roy en mi vida, y cómo su ausencia lo reforzaba. Por mucho que quisiera creer que la carrera de mis sueños, las amistades sanas y las aficiones autocomplacientes ocupaban todo el espacio de mi corazón, aún quedaba suficiente margen para que algo más entrara.
El amor, ¿no?
Al final, al llegar a Chicago, Roy me envió un breve y vago mensaje de disculpa por su falta de respuesta. Evidentemente, no dio más explicaciones sobre la causa. En ese momento, me daba igual. Tenía que darme prisa y llegar a casa para planchar el vestido sexy que pensaba ponerme para la cena que tenía reservada para dentro de unas horas.
Tenía una cita muy esperada... conmigo misma.
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