Cris Miró: desde su arribo en jogging a su audición en el Maipo hasta la pregunta de Mirtha con la que “hizo escuela”
Cuando Gerardo Elías tenía ocho años, su madre lo descubrió enfundado con un vestido suyo y una peluca bailando un tema de Raffaella Carrà. Hilda, su madre, creyó que aquello era algo aislado. Corrían los años duros de dictadura militar, “el gobierno de machos uniformados”, como describe el libro Hembra, la exhaustiva y apasionante investigación de Carlos Sanzol, periodista de LA NACION, basada en la vida de Cris Miró, aquella mujer de impactante estampa devenida en vedette. Por entonces se hablaba de ella (o de él) como “transformista”; con los años, se convirtió en un símbolo de la comunidad trans más allá de su corta trayectoria artística. Aunque murió muy joven, a los 33 años, en 1999, esta impactante mujer dejó una marca al saber moverse con suma inteligencia en un campo minado de micrófonos indiscretos y preguntas imposibles de formular hoy. Cris Miró (Ella), la bioserie de ocho episodios basada en su biografía, que dirigieron Martín Vatenberg y Javier Van de Couter, podrá verse en junio por TNT y Flow.
El adolescente Gerardo fue dando varios pasos en su compleja construcción de mujer mucho antes de su llegada al teatro Maipo, en donde pasó a ser Cris Miró (el apellido se lo puso un representante pensando en el pintor, referente del arte abstracto). En la llamada primavera alfonsinista, solía recorrer los típicos lugares de la comunidad gay en los que sonaba Madonna y se presentaban números en vivo. Allí nadie lo llamaba como decía su DNI. Era Cris, a secas, ese ser de aspecto andrógino que, de mujer, se vestía de negro, pollera entabladas y zapatos chatos porque altura no le hacía falta (1,85 metros). Alternaba su estudio de teatro (talleres con Alejandra Boero y Mónica Cabrera) con su paso por la Facultad de Odontología, el impactante edificio de art déco ubicado en la misma zona de los boliches y antros claves de la cultura gay. En los escenarios minúsculos del barrio en los que los transformistas solían hacer playback de canciones interpretadas por las divas del pop.
Uno de los visitantes frecuentes de esos lugares era Juanito Belmonte, representante de Palito Ortega, Cacho Castaña, Sandro y Antonio Gasalla, entre muchos otros. En la inauguración de una peluquería de Barrio Norte –suena muy almodovariano– conoció a esa mujer de cuerpo escultural. Se le acercó a hablar. Cris sintió que tocaba el cielo con las manos (o la bola de espejos de Bunker, la disco gay del momento). “Estoy trabajando en algunas obritas del under. Intento bailar y cantar, pero lo hago mal”, le confesó al representante, según reconstruye el libro Hembra.
Ese encuentro clave entre dos personas de considerable estatura se convirtió en la primera puerta que se le abría. Un semana después, Belmonte se reunió con su amigo Lino Patalano, quien acababa de comprar el Maipo y quería abrir su gestión con un gran espectáculo de revista que renovara al género. Juanito le dijo que tenía en mente a una transformista impactante a la que imaginaba bajando la gran escalera del escenario del Maipo.
En verdad, Patalano ya conocía a Cris. La había visto en un pub gay. La misma página del Maipo cuenta la impresión que le dejó esa “sensualidad repartida en ese 1,80 metros de estatura, el pelo de odalisca en cascada y los ojos cristalinos custodiados por cejas fuertes, de guerrera”. En medio de su asombro, le dijo a un amigo: “Ah, ¡qué linda mina!”. Su amigo lo corrigió: “Es un hombre”.
A la guerrera de cejas fuertes la esperaban el dueño del teatro y el representante junto a los coreógrafos Ricky Pashkus y Oscar Araiz, a quienes el empresario había sumado al equipo. Gerardo Elías llegó en bicicleta y la entró en la sala para sorpresa de todos. Vestía un jogging gris y una remera blanca. “Yo vi entrar a un muchacho de una belleza pocas veces vista y con un chico atrás, Pablo, que era Brad Pitt”, recordó Pashkus recientemente en una entrevista que le hizo Florencia de la V. Pablo era Pablo Marcos, bailarín y pareja de Cris Miró. En los camarines del Maipo se sacó la ropa de Gerardo y se puso una bata blanca y una toalla a modo de turbante. Salió al escenario al compás de Madonna, develando, muy de a poco, su propia identidad.
Al terminar, el productor les pidió opinión a los coreógrafos. Para Araiz, según el recuerdo de Pashkus, era una genialidad. Pero a él, “no le cerró”. Lino Patalano no dudó. Luego de haber buscado vedettes en Europa y Cuba tuvo en claro que Cris (que todavía no era Miró) iba a estar en elenco. No solamente eso, sino que iba a ocupar un lugar central. “Qué estúpido que fui al no haber visto la confianza que se tenía ella”, se reprocha Pashkus al recordar la audición.
A partir de ese momento, Viva la revista –así se llamó el espectáculo– fue definiendo sus formas y su gran escala de producción: 16 cuadros, 12 artistas en escena, dos ascensores, dos pasarelas móviles, dos escenarios deslizantes, 876 metros de tela, 13.500 piedras y strass y 3500 piezas de faisán, gallo y avestruz. Renata Schussheim realizó vestuario y la dirección general junto a José María Paolantonio, Para el armado, el equipo creativo se permitió varias transgresiones. Por lo pronto, no habría capocómicos. Hubo otro “detalle” por fuera del manual: la participación de Gustavo, que en verdad era Cris, como vedette. Ese secreto se guardó bajo siete llaves hasta la noche del estreno.
Para sentirse segura, Cris empezó a tomar clases en la escuela de Ricky Pashkus que tenía junto a Julio Bocca. Por las dudas, consultó si debía usar el baño de hombres o el de mujeres. “Ella no bailaba, no cantaba; pero en la medida que empezabas a conocerla veías un alma elevada. No apelaba a la pose de diva, era la transparencia de una persona que estaba por arriba de todos”, reconoció el coreógrafo. Quien se encargó de marcar los cuadros de ella fue Jean-François Casanovas, creador de amplia trayectoria en el mapa del transformismo (aunque él odiaba esa clasificación).
En el mismo escenario que marcaron a fuego divas como Nélida Roca y Nélida Lobato, ella terminó dejando su impronta (y su legado). “Debutó sin hacer explícito que era travesti. Era gracioso ver si la descubrían. Cris nunca fue obvia, como un montón de gente que conocemos hoy –dispara Patalano en un testimonio publicado en la página del Maipo–. Cuando empezó, no usaba tetas. Y eso le daba el triple de valor, porque ese es el verdadero transformismo (...) Tenía nivel y sofisticación. Era una señora”. Una señora que, a partir de ese espectáculo y la conmoción que generó su participación, llegó a las tapas de las revistas y a todos los programas de TV.
Hay que aclarar que en su debut teatral, Cris Miró aparecía solamente en tres escenas. En la primera, estaba rodeada de tres bailarines de cuerpos musculosos que ella iba desvistiendo. La segunda transcurría en un fumadero de opio; ella estaba vestida por una túnica azabache y con apliques dorados. La tercera era el número final, musicalizada con un tema de Eladia Blázquez. Mientras el elenco bajaba por la escalera, Cecilia Narova, la primera vedette, no lo hacía. En plan de tomarse libertades, Cris Miró, a contramano de la tradición, subía la enorme escalera con una gran capa de plumas que cubría todo el escenario.
De la noche del estreno, Renata Schussheim recuerda poco. “Pero sí recuerdo la belleza impresionante de Cris, era muy perturbadora. Era una persona encantadora y pegamos muy buena onda”, apunta en diálogo con LA NACION. Le viene a su mente un momento de uno de los tantos ensayos en el cual Patalano propuso que se colgara, imitando a un famoso vuelo que había hecho Nélida Lobato en ese escenario. “No podés colgar a Cris, ¡con el tamaño que tiene!”, intentó frenar al productor, pero no hubo forma de convencerlo. “Y Cris se colgó sin ningún problema, todo resultó bien”, agrega Schussheim.
Algunas críticas no fueron buenas (en una de ellas, ni se la nombra); tampoco la boletería logró el impacto de otros grandes títulos. De todos modos, la maquinaria mediática ya se había encendido. Como era típico en este tipo de propuestas escénicas hubo cambios en el elenco, peleas reales o inventadas, renuncias, rumores de consumo de droga y muchos flashes: “Escándalo, es un escándalo”, cantaría Raphael. María José Gabin, Cutuli (dos figuras claves del Parakultural), Aldo y José Pereda y Eduardo Poli fueron reemplazados por Edda Díaz (figura clave del café concert); Cecilia Narova renunció y la reemplazaron Sandra Brandauer y Monika Despradel. Entró el mago Emanuel. Para la temporada siguiente, Viva la revista ya había bajado de cartel.
Cris Miró pensó que le llegaría un gran papel como primera vedette, pero el que le ofreció trabajo fue el productor Carlos Rottemberg para hacer de mucama en una obra de Hugo Sofovich. Su territorio pasó a ser el de las comedia picaresca. Primero, Potras, con Darío Vittori, Camila Perissé y Mimí Pons. Luego vino Mas pinas que la gallutas, otra producción de Sofovich, con Emilio Disi y Tristán. En ambas, no ocupó un papel central. Por problemas de salud –que su entorno trató con hermetismo– la reemplazó Flor de la V, quien la recordó en una nota publicada en Página 12. “Cris tenía una pequeñísima participación en Viva la revista, pero los medios pusieron inmediatamente el foco en ella. Obvio: ¡su cuadro era estupendo! Hacia un striptease que dejaba a la platea más caliente que pava en la hornalla (...). Cris se convirtió en “la vedette” del Maipo, vedette con mayúsculas. Fue la primera trans que el público reconoció como artista. Ella dio el paso más difícil, abrió la puerta mejor cerrada de la sociedad conservadora. Se ganó su lugar a puro talento y carisma”, aseguró.
Cris Miró fue tapa de revistas y la invitaron a todos los programas imaginables. La escritora Camila Sosa Villada fue testigo de esa explosión mediática. “Yo tenía 13 años apenas, todavía no comprendía lo que pasaba dentro de mí, no podía ponerle palabras a nada de eso. Y entonces apareció Cris Miró en la televisión. En los programas más importantes de esos años. Cris se sentó en los sillones más caros de la pantalla, con las conductoras más rubias, más bobas, más conservadoras del momento. Y era la más bella. (...) Yo asistí a su aparición siendo un niño todavía y pensé: ´Yo también quiero ser así´”, escribió en su libro Las malas.
La actriz española Mina Serrano tenía apenas dos años cuando Cris Miró murió en Buenos Aires. Descubrió a la primer vedette trans argentina leyendo justamente Las malas. Aquello la marcó. En algún sentido, era su vida o la vida que quería vivir. Apenas supo del casting para la serie Cris Miró (ella) se anotó. Y quedó. “Lo que vi en ella es a una persona que tenía una esencia y una forma de entenderse y de entender su contexto, que coincidía con la mía en algunos puntos”, apuntó recientemente en un reportaje a LA NACION.
Cris Miró murió 1° de junio de 1999. Los ecos de su paso fugaz por el espectáculo argentino continúan sintiéndose hasta hoy, con el estreno de esta serie basada en su vida. En 2017, en el Cultural Recoleta, Renata Schussheim hizo la curación de una muestra llamada Íconos argentinos que planteaba un recorrido por más de 50 años de carrera del gran fotógrafo Gianni Mestichelli. Aparecían Jorge Luz a Batato Barea, María Elena Walsh, Ringo Bonavena, Alfredo Alcón, Alberto Olmedo Isabel Sarli y Cris Miró, entre otras figuras. Cada foto iba acompañado por un texto. La maravillosa foto de ella decía: “Al jugar a Tarzán, ya era Juana”. Solo vale agregar un “detalle”, su jungla fueron las plumas, su ropa ajustada y su cabellera a lo Rita Hayworth.
Así como su gran debut en un escenario fueron apenas tres escenas de Viva la revista, hay otro momento clave en su corta trayectoria. En aquella temporada de 1995 fue invitada al programa de Mirtha Legrand. Ante una serie de preguntas que podrían incomodar a cualquiera, ella, sin cambiar nunca su rostro angelical y seductor, cuando la conductora le preguntó por su verdadero nombre, dijo: “Mi verdadero nombre es el que siento. Y el que quiero es Cris Miró”.