Dahmer: un retrato brutal y algo caótico del “Caníbal de Milwaukee” que busca ir más allá del golpe de efecto
Dahmer- Monstruo: La historia de Jeffrey Dahmer (Dahmer – Monster: The Jeffery Dahmer Story, Estados Unidos, 2022). Creadores: Ryan Murphy, Ian Brenan. Elenco: Evan Peters, Richard Jenkins, Molly Ringwald, Niecy Nash, Michael Beach, Colby French, Michael Learned. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: buena.
Ya resulta viejo hablar de la moda del true crime porque hoy estamos sumergidos en ella. Semana tras semana todas las plataformas estrenan algún documental o docuserie, aparecen podcasts o artículos periodísticos que analizan crímenes célebres. La marea es infinita. Pero estable ese filón, en el último tiempo surgió una nueva gallina de los huevos de oro: las versiones de ficción de esos crímenes reales, que apelan no solo a brindar una dramatización de cada caso –ya sea mediático o escondido- sino a capturar espectadores reacios al rigor documental con el manto espectacular de la recreación . Así se hicieron películas y series sobre Ted Bundy, Elizabeth Holmes, Anna Delvey y muchos otros, modelando en nuevas narrativas crímenes brutales, estafas demenciales, imposturas rocambolescas. A diferencia de las estrategias documentales, que siempre ofrecen la distancia de la mirada y el valor de los testimonios, la ficción camina por un límite delgado a la hora de concebir el entretenimiento sin apelar a la empatía con el criminal. ¿Es posible seguir el derrotero de crímenes espeluznantes sin que me interese el asesino que los comete?
En ese baile se mete Ryan Murphy a la hora de gestar una ficción sobre Jeffrey Dahmer, conocido como el caníbal de Milwaukee. El horror alrededor del personaje escandalizó a Estados Unidos en el tiempo de su encarcelamiento, a comienzos de los años 90. Un joven rubio, delgado y de apariencia desvalida, era un brutal predador de hombres jóvenes a los que cazaba, asesinaba y luego desmembraba para conservar partes de sus cuerpos e ingerir otras. En su departamento de un barrio pobre de Milwaukee se encontraron torsos sumergidos en ácido, cráneos pulidos, corazones congelados. Un espectáculo macabro. El desafío de Murphy consistía en construir un relato sobre la vida de ese personaje con la conciencia de que era el autor de esa masacre, pero quien también había sido un adolescente despreciado en el colegio, afectado por el divorcio de sus padres, reprimido por su homosexualidad, frustrado por sus reiterados fracasos académicos y laborales . ¿Presentar ese cuadro completo suponía justificar sus actos delictivos?
Murphy, que viene de capa caída desde su paso millonario a Netflix, intenta hacer algo diferente con el personaje –un poco comido por la culpa de caer en el exploitation-, y entonces eludir el derrotero tradicional del biopic. También evade la estructura del relato a dos tiempos –pasado y presente como un péndulo de causas y consecuencias- para elaborar un entramado más anárquico, que combina tiempos pero también puntos de vista. Los primeros cinco episodios se construyen desde la cercanía del personaje, guiados por una premisa que verbaliza uno de los policías que lo interroga durante su detención: “Jeff, ayúdanos a entender. ¿Por qué crees que intentaste desenterrar un cadáver?”. Ese porqué destinado a comprender uno de los actos fallidos de necrofilia en las vísperas de sus crímenes en serie se extiende a toda la galería de sus actos espeluznantes. Y es entonces la miniserie la que, antes de dar respuesta a ello, nos descubre que quizás es allí donde la razón encuentra su límite. Hay actos que no pueden ser explicados.
La inquietante interpretación de Evan Peters encarna esa idea. Su expresión banal y algo estúpida nunca expone la esencia del Mal que representa; su furia ante la frustración o su perplejidad ante el peligro de ser descubierto son apenas un atisbo de esa conciencia impenetrable. La cámara solo puede registrar su fenomenología. Y la consciente estilización de Murphy, que siempre agrega una pátina de glamour o de ironía al horror, aquí permite convertir ese suceso localizado en un tiempo y en un lugar en algo universal. Algo terrible late bajo esa anodina forma que asume. Y por ello, quizás el mejor hallazgo sea el gesto de partir del personaje para arribar a los vértices de su accionar: las víctimas que lo padecieron; el sistema que hizo oídos sordos a los indicios de esas aberraciones.
A partir del sexto episodio, Dahmer profundiza la dimensión del crimen desde cada víctima, ya no un número más en la galería de cadáveres. Ese giro en el punto de vista permite volver a Dahmer de otra manera, quizás con un aire culposo pero sin convertirlo en la rock star de su ficción. Mirar a esas víctimas también implica exponer al sistema que las ignoró, las desatendió, las dejó libradas a su suerte. La mayoría de los hombres asesinados por Dahmer eran jóvenes, negros o asiáticos, de comunidades inmigrantes, de origen pobre. No tanto por una predilección personal sino por la evidencia de que, a los ojos de la autoridad, ellos resultaban invisibles . A contrapelo de Mindhunter, que buscaba el lazo invisible que unía asesinos y detectives como parte de una cultura cincelada sobre el mismo gesto de fetichización, Dahmer ensaya un revés posible, caótico y brutal, en el que los por qué de esos actos resultan tan inexplicables como aquellos entramados sistémicos que facilitaron su emergencia.