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David Cronenberg: por qué sus films plantean una lucha cuerpo a cuerpo por ver quién domina nuestro interior

David Cronenberg en la presentación de Crímenes del futuro, actualmente en cartel en nuestro país, en el Festival de Cine de Cannes, en mayo último
David Cronenberg en la presentación de Crímenes del futuro, actualmente en cartel en nuestro país, en el Festival de Cine de Cannes, en mayo último - Créditos: @VALERY HACHE

El cuerpo es una frontera tras otra. Tenemos una epidermis, un esqueleto, una barrera de sangre en el cerebro y un sistema inmunológico para resguardar aquello que llevamos en el interior. El tema del cine gore, con el que David Cronenberg es ocasional y erróneamente asociado, es la subversión de tales fronteras biológicas: el gore se empaca en poner afuera del cuerpo todo lo que debería estar adentro. Las formas habituales del subgénero para alcanzar la interioridad de las víctimas, generalmente mujeres, son el empalamiento, la evisceración, las incontables puñaladas. La metáfora que se despliega es la de una violación, que en la teoría feminista es una forma de disciplinamiento de la víctima y una afirmación del poder del agresor. Las películas de Cronenberg presentan coordenadas muy distintas. También tratan acerca de la creación de nuevas formas de acceso al interior del organismo pero, a diferencia del gore, las interacciones por estas vías de entrada alternativas al cuerpo no son violentas sino eróticas. “La cirugía es el nuevo sexo” dice Timlin (Kristen Stewart) en Crímenes del futuro (2022), a modo de resumen del programa estético del realizador.

En su obra, el ingreso no convencional al propio cuerpo o al de otros no es solo una forma de reinventar el erotismo sino también, y sobre todo, un programa político. “De la piel para adentro mando yo”, reza un conocido eslogan antiprohibicionista acuñado por el filósofo español Antonio Escohotado. El cine de Cronenberg cuestiona ampliamente este axioma porque, como un aventajado discípulo de William Burroughs, el realizador sabe que las formas más efectivas de control no son las coercitivas sino otras más sutiles que operan de la piel para adentro. En sus películas no está claro quién manda en el interior del cuerpo humano. Más bien suelen presentar una larga disputa entre diversas entidades (desde virus a telépatas) por este territorio.

Ya en su primera obra comercial, Shivers o Escalofríos (1975), un parásito de inocultables dimensiones fálicas se esparce entre los inquilinos de un moderno complejo habitacional y los transforma en caníbales hipersexuales. Como en una versión apócrifa de la novela Rascacielos de J.G. Ballard, en la película se revierten las restricciones civilizatorias cuando los humanos ceden al instinto de las criaturas que los habitan. En su segundo largometraje, Rabia (1977), una accidentada llamada Rose (la estrella porno Marilyn Chambers) es sometida por el doctor Dan Keloid a una cirugía radical de emergencia que desencadena una inesperada mutación: en su axila aparece una abertura indistinguible de una vagina, de la que a su vez surge un aguijón que exige ser nutrido con sangre humana. Rose se convierte en un vampiro sexual –qué otra cosa podría ser– rendida a los requerimientos implacables de sus nuevos órganos.

En películas sucesivas, cuando el realizador empezó a alejarse de las exigencias de la exploitation, los símbolos genitales se volvieron un poco menos gráficos y la sexualidad se desplazó, aunque no demasiado, hacia algunas formas alusivas. El cuerpo humano, sin embargo, continuaba en guerra y era regularmente domado por otro organismo (ya sea en el sentido corporal o de corporación). En eXistenZ (1999), los usuarios de un nuevo juego de realidad virtual deben perforar, en la base de su columna vertebral, un orificio que demanda continua lubricación (todo sirve, desde WD40 a saliva) para abrirse a la conexión de una consola y, por qué no, también a dedos, lenguas y hasta algunos objetos plásticos. Como suele suceder en el rubro de los mundos virtuales, nunca está claro el nivel de realidad en el que se encuentran los personajes, ni quien tiene el control. En Videodrome (1983), el ejecutivo de TV Max Renn (James Woods) resignifica la expresión “la boca del estómago” cuando se encuentra con una enorme hendidura vertical sobre su vientre por la que entran y salen desde un arma de fuego hasta un cassette VHS, que es usado para programarlo como un robot humano.

Una entrada parecida, aunque horizontal, luce, en este último film, el artista performático Saul Tenser (Viggo Mortensen), quien se hace instalar un cierre relámpago sobre la cicatriz que le dejó en el torso una de sus cirugías para que el acceso a sus vísceras sea más inmediata. “No derrames nada” le advierte a Caprice (Léa Seydoux), su pareja, cuando ella abre el cierre para introducir la lengua. Esta escena, que remite a otra protagonizada por Debbie Harry y Woods en Videodrome y a una más, entre Jude Law y Jennifer Jason Leigh en eXistenZ, clarifica que Crímenes del futuro es un reenvío a otros momentos, en particular del comienzo, de la obra del realizador, una circularidad que hace pensar que se trata de un cierre (aunque no uno relámpago) para su carrera.

Visiones del futuro

Cronenberg se cruzó con la frase “crímenes del futuro” en una película danesa de 1966 llamada Hambre, basada en la novela del premio Nobel Knut Hamsun. Esta expresión tuvo tal pregnancia en él que se forzó a imaginar una historia que pudiera titular de ese modo. Así surgió su segundo mediometraje, llamado acorde al plan, Crímenes del futuro y filmado en 1970. Esta es una película estudiantil de 63 minutos y de corte “experimental” como suelen ser las películas de estudiantes.

El film es muy similar a su trabajo anterior, titulado Stereo, rodado en las mismas condiciones, locaciones y con el mismo equipo técnico de allegados. Un tenue precursor de Scanners (1981), este primer mediometraje de 1969 narra el intento de desarrollar la telepatía en una pequeña comunidad que explora diferentes vínculos sexuales y busca alternativas a la configuración social tradicional. Esa imperceptible trama es explicada en una densa jerga pseudocientífica por una voz en off mientras los únicos cuatro personajes del film caminan en silencio por pasillos de arquitectura brutalista o se entregan a intercambios eróticos. No hace falta aclarar que, al menos en términos narrativos, comparado con Stereo, un video de TikTok parece Los cazadores del arca perdida.

Crímenes del futuro, que forma una especie de díptico con ese otro film, es un poco más elaborado, aunque resulta una experiencia igualmente ardua (se proyecta en la sala Lugones del Teatro San Martín y, a partir del viernes 29, estará disponible en la plataforma Mubi). Tampoco se usa sonido sincronizado: en este caso, la voz en off explica que en 1997 una pandemia provocada por el dermatólogo demente Antoine Rouge, quien tiene la capacidad de generar órganos supernumerarios, terminó con todas las mujeres adultas del planeta. Un discípulo de Rouge, llamado Adrian Tripod (Ronald Mlodzik, el mismo protagonista de Stereo), director de la clínica House of Skin, busca rastros de su mentor también deambulando en silencio por ambientes brutalistas al tiempo que tiene encuentros con integrantes de diferentes organizaciones clandestinas como el Grupo de Podología Oceánica, integrado por fetichistas de los pies, que intenta prevenir el desarrollo de tentáculos en las extremidades humanas. Finalmente, Tripod percibe que Rouge se reencarnó en el cuerpo de una niña secuestrada por un grupo de pedófilos, que pretende acelerar químicamente su pubertad para embarazarla y así evitar el fin de la humanidad.

Nada de este argumento entre deliberadamente provocativo y perversamente cómico llegó al film homónimo de 2022. Sin embargo, sí se preservan algunos de los temas y algunas ideas. En su libro de entrevistas con Chris Rodley, editado en 1992, Cronenberg afirma que en los dos mediometrajes “el medio ambiente puso en cortocircuito el concepto de la evolución”. “La supervivencia del más apto ya no funciona –explica– y las instituciones intentan, aunque de un modo demencial, devolver a la humanidad el control de su propio destino”. Todo esto puede aplicarse, palabra por palabra, al nuevo film.

Al igual que el dermatólogo genocida Antoine Rouge, aquí el artista Saul Tenser, siempre vestido con la capucha negra de un monje de novela gótica, espontáneamente genera órganos vestigiales sin función aparente. Como enseñan los formalistas, cuando un objeto carece de función práctica, aparece su potencial estético. Tenser y su pareja Caprice organizan performances en las que extirpan y exponen públicamente las vísceras renegadas del artista. Tal cosa es una literalización jocosa del lugar común acerca del trabajo de un artista: muestra lo que tiene en su interior. Estos eventos los ubican en la mira del Registro Nacional de Órganos, una institución regenteada por los burócratas Wippet y Timlin (dos nombres y cargos que parecen tomados de Samuel Beckett) cuya finalidad es imponer la regulación estatal sobre la evolución humana, que parece haberse acelerado y salido de cauce. Tenser, a la vez, es contactado por la Unidad de Nuevos Vicios (este título, en cambio, parece salido de Burroughs), que pretende que se infiltre en un grupo de evolucionistas radicales. El grito de guerra de Videodrome, “¡Larga vida a la nueva carne!”, también podría ser el de esos re-evolucionarios, que aceptan y estimulan la aparición de órganos autogestionados como una respuesta evolutiva a la catástrofe ecológica del planeta. Para no incomodar a los espoilerfóbicos, no se revelará más sobre este grupo y sus fines, solo que tienen que ver con la capacidad de digerir el plástico, algo que para 1998, cuando fue escrito este guión, resultaba abiertamente profético: recién hace un par de años un estudio global reveló que, debido a la cantidad de microplásticos que contiene el agua, la mayor parte nosotros ingerimos involuntariamente el equivalente a una tarjeta de crédito por semana.

Viggo Mortensen y Léa Seydoux en la segunda versión de Crímenes del futuro
Viggo Mortensen y Léa Seydoux en la segunda versión de Crímenes del futuro - Créditos: @Photo Credit: Nikos Nikolopoulos

Un cambio notable entre la primera Crímenes del futuro y ésta es, precisamente, su visión del futuro. En 1970, el porvenir diseñado por Cronenberg era un signo de su época: desolado, robótico, formateado por la arquitectura minimalista de la posguerra, es decir, frío y yermo. En cambio, desde eXistenZ, la configuración del porvenir resulta mucho más novedosa y personal: la realidad virtual de ese film es un original paisaje bucólico sin tecnología a la vista, lo opuesto de la consabida megalópolis de neón del cyberpunk.

En lugar de la postal última del capitalismo tardío que terminó de deshumanizar al mundo de los primeros films, el futuro cronenbergiano se volvió, en la segunda parte de su carrera, una distopía poscapitalista, con ciudades irreparablemente raídas y énclaves rurales en los que apenas se vislumbra alguna actividad. Los mercados globales parecen haber colapsado para siempre y la fantasía del crecimiento irrestricto del capital llegó a su fin. Sabemos que estamos en el futuro porque así se nos dice, pero este mundo del mañana es mucho más parecido a La Matanza que a Dubai. De hecho, Crímenes… fue filmada en una Atenas nocturna y abandonada, no casualmente la capital del país que tuvo la mayor debacle económica y la mayor recesión de Europa tras la crisis de deuda de 2009, que llevó a un desastre humanitario como no se había visto desde hacía décadas en el hemisferio norte (o desde cualquier otro día de la semana en la Argentina).

Del mismo modo, la tecnología futura en la obra reciente del director ya no es maquínica o electrónica sino plenamente orgánica. Las “máquinas” de este film -un sarcófago para hacer autopsias, una cama/orquídea que requiere periódicas actualizaciones de software, una silla móvil para optimizar la deglución- hacen pensar en esqueletos de seres extraterrestres o bulbos de una botánica imaginaria. No hay un límite entre lo natural y lo manufacturado: las maquinarias parecen formaciones orgánicas y el cuerpo humano es tomado como una tecnología o como una expresión artística. La película presenta las dos posturas: la utilitaria de los evolucionistas radicales, para quienes los nuevos órganos tienen una función específica y el cuerpo, entonces, es una tecnología a conquistar, y la de Tenser, que resiste esta posición y considera sus órganos una obra de arte, a las que su trabajo no les otorga una función, sino un sentido. La idea de la contemplación de las vísceras como una de las bellas artes recuerda una boutade de Pacto de amor (1988), la obra maestra de Cronenberg, en la que uno de los ginecólogos gemelos interpretados por Jeremy Irons se pregunta, al mirar el útero de una paciente, porqué no hay concursos de belleza interior. Ese chiste es reutilizado acaso más de la cuenta en este film.

David Cronenberg, a tono con sus 79 años, repasa en su último film los temas que marcaron su carrera
David Cronenberg, a tono con sus 79 años, repasa en su último film los temas que marcaron su carrera

Crímenes…, en suma, es un repaso detallado por los temas de la carrera de este realizador de 79 años. Teniendo en cuenta su edad, no se puede dejar de notar que el cuerpo díscolo de Saul Tenser remite al de Seth Brundle, el gelatinoso protagonista de La mosca (1986), cuyo organismo se degrada y transforma aceleradamente tras fusionarse a nivel genético con el insecto del título. El horror de aquel film reside en que su tragedia nos interpela directamente: con la llegada de la vejez, nuestro cuerpo nos traicionará y todos seremos Seth Brundle. La rebelión interna de Tenser es también la que experimenta un hombre que se siente cerca del final de su vida. Este es el tema central de la obra de Cronenberg: el cuerpo como campo de batalla, tensionado entre las fuerzas del control y la libertad, del orden y el caos. En diferentes films del director, el resultado de esa batalla cambia. En éste, Tenser decide justamente abandonar esa tensión y ceder a las demandas de su organismo. Al comienzo de la carrera de Cronenberg, esa rendición llevaba al caos. Ahora, acaso para cerrar su obra con una nota optimista, el resultado es el opuesto. El último plano del film recuerda el éxtasis en el rostro de Juana de Arco cuando habla con Dios en el clásico de Carl Dreyer. Pero Cronenberg se define como ateo, de modo que en su film el éxtasis no proviene de la trascendencia, ni de un gesto espiritual, sino del acto material de entrar en comunión con el propio cuerpo.