Lo que ’Demon Slayer’ y Tanjiro Kamado nos dicen sobre la compasión

Se dice que las personas malas no existen, sólo las heridas. La generalización es controversial y apresurada, pero si en algo coinciden una buena parte de tradiciones espirituales y filosóficas del mundo es en que, para que una persona adquiera las características que atribuimos a la maldad (violencia, falta de empatía, egoísmo, búsqueda del poder absoluto, etc) tuvo que haber sufrido mucho antes.

Las personas no nacemos malas sino que nos hacemos de esa forma, sea por un encuentro con el diablo, un trauma iniciático, los efectos de la violencia estructural del contexto, un sith invitándonos al lado oscuro, o una cabra preguntándonos si queremos vivir deliciosamente.

Si la maldad no es algo inherente a lo que somos sino algo en lo que nos convertimos, entonces el camino siempre puede revertirse y, con ello, aparecen las posibilidades de la redención, la justicia y el perdón.

Estas posibilidades son mediadas por diversas perspectivas e instituciones, como la justicia legal, la moral religiosa o, recientemente, la terapia psicológica.

Recurrir a estos servicios o instituciones es una forma de evitar el hacer justicia por mano propia, un acto polémico debido a que existe fuera de los márgenes de los organismos que nos regulan.

Si bien, estas instituciones tienen su funcionalidad, muchas veces fallan en considerar algo: un golpe duele igual sin importar si es intencionado o no; las vidas que se pierden no regresan, sin importar las intenciones o dolores de las personas que las tomó.

¿Qué se hace con eso? ¿Qué se hace con las emociones ambivalentes que suelen existir tanto en la persona víctima como en la victimaria? ¿Qué hacemos con el tiempo que transcurre entre que sucede la herida y alcanzamos el perdón, la redención o la venganza? ¿Qué hacemos cuando no podemos perdonar aunque lo deseemos, incluso cuando sufrimos por no poder hacerlo? ¿Qué somos si nuestro corazón implora venganza y por mucho que frenemos el impulso no dejamos de desearla?

Entra aquí Tanjiro Kamado, el protagonista de ‘Kimetsu no Yaiba’, también conocida como ‘Demon Slayer’.

El resumen del anime es: en el Japón de la era Taishō (1912 – 1926) existen demonios. Los demonios comen gente. No sólo eso: los demonios alguna vez fueron personas, pero ahora son monstruosidades malignas que tienen un insaciable apetito por la carne humana. Si bien, estas criaturas son una amenaza constante para la seguridad pública, el gobierno ha decidido ignorarlas, lo que ha llevado a la aparición de un grupo externo y secreto que han asumido la tarea de extinguirlos: los cazadores de demonios.

Tanjiro es un cazador de demonios. Joven y de buen corazón, un día regresó a su casa después de hacer sus labores del día para descubrir que toda su familia había sido asesinada por un demonio, dejando sólo una sobreviviente: Nezuko, su hermana menor. Sin embargo, a pesar de estar viva, Nezuko ya no es humana, sino demonia.

Al estar recién convertida, no ha probado la carne humana, por lo que aunque su tendencia será desearla, todavía no puede ser considerada un ser maligno y, por lo tanto, no puede ser castigada por ningún crimen contra la humanidad. Su apetito es voraz, pero al no haber cometido todavía ninguna trasgresión, es inocente. Su maldad está en lo que ‘hace‘ no en lo que ‘es.

Tanjiro se une (junto a Nezuko) a los cazadores de demonios y con eso, se convierte en un procurador de justicia.

En este rol, Tanjiro se encarga de buscar demonios para cortarles la cabeza. Lo que lo diferencia de otros cazadores es su empatía: Tanjiro es capaz de ver la humanidad (y, por lo tanto, el dolor) que existe detrás de la maldad de los demonios. Sí, les corta la cabeza porque ese es su rol, pero también les sostiene la mano para que no mueran solos mientras la vida desaparece de su cuerpo.

A pesar de ser sus enemigos, Tanjiro incluso les llega a conceder algún gesto empático: “tu técnica fue admirable”, “en otras circunstancias podría haber sido como tú”, “descansa en paz y deja de sufrir”.

Tanjiro es impasible en su misión, pero su contraste con el resto de los cazadores es que mientras ellos se definen a sí mismos como personas que cazan demonios, Tanjiro tiene otra motivación: que Nezuko regrese a ser humana. Su punto de partida no es el odio, sino la compasión y la posibilidad de la redención.

En cierto modo, la mirada de Tanjiro hacia el dolor y la violencia ofrece una ventana interesante para preguntarse por el significado de la compasión, sobre todo en tiempos en que se exige que todas las personas tengamos visiones definidas, personales, críticas y absolutas sobre cómo deberíamos reaccionar ante la violencia que se ejerce a nuestro alrededor.

No es nada fácil hacer esto. El dolor a veces es demasiado grande como para permitirse tocar la empatía, porque un golpe no hiere menos por ser accidental y lo que la violencia nos quita de nuestras vidas no siempre regresa. Pero también es cierto que la maldad absoluta rara vez existe en este mundo y, más veces de las que no, vamos a alcanzar a ver ápices de humanidad en las personas que nos lastimaron, incluso cuando es contra nuestra voluntad. ¿Qué hacer con esta paradoja?

No existe una única respuesta, sino distintos modelos que aproximan a resolverla: venganza, poner la otra mejilla, delegar a la institución correspondiente, hacer justicia por propia mano. A veces, estos modelos son suficientes, a veces no alcanzan para saber qué hacer con el dolor. Y creo que Demon Slayer ofrece una propuesta interesante para algunas situaciones.

Al partir de una mirada compasiva hacia su hermana, Tanjiro explora una posibilidad: la gente no es mala hasta que se demuestre lo contrario, incluso si se asemeja a las personas que alguna vez te lastimaron, incluso si sus circunstancias son aquellas que invitan al dolor.

En el mundo de Demon Slayer, la redención no existe de forma absoluta: un demonio que prueba carne humana no podrá dar vuelta atrás y deberá ser exterminado.

Sin embargo, incluso en ese caso, la impartición de justicia no está peleada con el hecho de que pueda existir la posibilidad, si así se desea, de mirar con compasión su vida y las circunstancias que le llevaron a ese punto, extendiéndole un reconocimiento final a la humanidad que todavía existe dentro de sí.

La paz, según el personaje Tanjiro, no viene sólo cuando se elimina el mal, sino cuando se reconoce como una posibilidad humana que salió mal y, por lo tanto, que se debe mirar compasivamente para prevenir ese desenlace en circunstancias futuras.

Con esto no quiero sugerir que Demon Slayer es una reflexión muy compleja sobre la justicia restaurativa o el antipunitivismo o algo por el estilo. Lo contrario: sigue siendo una historia relativamente simple sobre el bien vs el mal. Sin embargo, creo que ver en pantalla la compasión infinita de Tanjiro funciona como un pequeño bálsamo para el incómodo conflicto que surge de no poder conciliar la paradoja antes mencionada dentro de uno.

Porque quizás para resolverla podemos partir de un primer punto: que lo “humano” y lo “malvado” pueden coexistir en las personas que nos dañan y que el objetivo de la mirada compasiva, cuando se quiera y pueda ejercer, es otorgarle paz a la persona que la habita.