Un lugar donde el desamor sienta bien

MI NOVIO ME INCULCÓ UNA PASIÓN POR EL CINE. Y PARA SANAR, AHÍ ES A DONDE VOY AHÍ.

Cam y yo no habíamos hablado en más de un año cuando me mandó un mensaje: “Oye, ¿acabas de seguirme en Letterboxd?”.

Así era.

Ver su nombre en mi teléfono electrificó algo debajo de mi esternón, una marquesina parpadeante de la vida después de años de desuso. “Sí, ¿no te molesta?”, le contesté. “Necesitaba saber qué te había parecido la última de Nolan”.

Letterboxd es una plataforma social para amantes del cine, un lugar donde registrar lo que ves (con opciones para valorar, criticar y dar like), estar al tanto de lo que ven los amigos y llevar una lista de lo que quieres ver.

Había seguido a Cam en Letterboxd en un arranque de optimismo, pensando que, a pesar de nuestra desgarradora ruptura, había un lugar donde podíamos seguir conectados, un plano por encima de la gravedad egoísta de la Tierra. En Letterboxd no hay fotos nuevas, actualizaciones personales ni estados de relación. Esos pequeños espacios donde los celos acechan y el desamor domina.

“TikTok me dijo que esto pasaría”, escribió. “Mercurio está retrógrado y una ex aparecería de la nada”.

“Bueno, yo culparía a Christopher Nolan antes que a la astrología”, le respondí.

“Christopher Nolan es astrología para chicos”.

Sonreí mientras tecleaba. “Concepto elevado con detalles que pasan desapercibidos”.

“Lo suficientemente amplio como para tratarse de cualquier cosa”, respondió.

Enamorarse de Cam fue una experiencia salpicada de películas. Nos conocimos en la Warner Bros., donde ambos estábamos haciendo prácticas. En nuestros primeros meses juntos, fuimos al cine todas las semanas y vimos “Dulzura americana”, “La llegada”, “Luz de Luna” y “La La Land: Una historia de amor”.

La primera vez que nos acostamos, Cam había venido a ver “Reina de la Tierra” en el televisor de 24 pulgadas de mi compañera de departamento. A mitad de la película, apoyé los pies en su regazo. Más tarde me dijo que fue entonces cuando supo que estaríamos juntos.

Pronto me enteraría de que, para Cam, ver aquella película a pequeña escala era como ver un Van Gogh a través de un plexiglás agrietado y manchado de grasa: una vergüenza. Pero estaba haciendo lo que todos hacemos cuando intentamos conquistar a alguien: hacerse el interesante, eludir partes esenciales de nosotros mismos por miedo al rechazo.

Lo irónico es que, si se les da oxígeno, esas características espinosas son las que hacen que te enamores de alguien. Las listas recitadas de las comedias románticas —a menudo pronunciadas con urgencia y en fiestas navideñas— lo demuestran una y otra vez: el amor vive en las peculiaridades.

Dos semanas después de ver “Reina de la Tierra”, Cam me llevó al reestreno de “Interestelar”. Cuando empezó la película, apoyé la cabeza en su hombro. Cam se acercó y, suavemente, me levantó el cráneo. “Christopher Nolan no dirigió esta película de lado”, susurró. Tres semanas y cuatro películas después, le dije que lo amaba.

Durante los cinco años que estuvimos juntos, Cam y yo fuimos grandes compañeros. Cuando rompimos hace dos años, fue porque nuestras vidas se habían distanciado drásticamente; nuestra coincidencia personal y profesional se desintegró mientras estábamos ocupados encontrándonos a nosotros mismos.

Intentamos que funcionara: terapia de pareja, abrir la relación, habitaciones de hotel pintorescas. Nada ayudó.

Ahora, cuando miro las redes sociales de Cam, la persona que veo es casi irreconocible. Su aspecto físico se ha transformado, desde el color de su pelo hasta la cadencia de su andar. Tiene un vestuario diferente y un trabajo diferente en un estado diferente; las piezas de nuestras vidas ya no son intercambiables.

Pero en Letterboxd, Cam no ha cambiado; en su perfil me recibe el diligente registro que hace de las películas que ve, igual que siempre. Y quien las reseña es aquella persona con la que compartí mi vida durante cinco brillantes años.

“Oppenheimer” era la primera película de Christopher Nolan que se estrenaba desde que Cam y yo rompimos, y mi interés por verla era neutro. Veía a mis amigos ir de dos en dos y de tres en tres, contándome experiencias buenas, malas y aburridas. Con la presión de los amigos en aumento, decidí que ver “Oppenheimer” dependía de la opinión de Cam. Mientras tanto, vi “Barbie”, “Ensayo general” y “Barbie” otra vez.

A partir del fin de semana de “Barbenheimer”, empecé a consultar el perfil de Cam en Letterboxd. Vi cómo registraba “Barbie” (cuatro estrellas y media sobre cinco), “Transformers: El despertar de las bestias” (dos estrellas) y “Háblame” (tres estrellas y media). Leí sus críticas y me sentí reconfortada. En su página, experimenté la probadita de un viaje en el tiempo: puede que Cam y yo no existamos juntos en la actualidad, pero la relación que compartimos nunca desaparecerá.

Cam vio por fin “Oppenheimer” casi un mes después de su estreno. Condujo seis horas, cruzando fronteras estatales, porque quería una sala (IMAX), el formato (70 mm) y el asiento (H8) perfectos. Su paciencia por lo que le importaba profundamente era inmensa. Cam calificó “Oppenheimer” con tres estrellas, “técnicamente increíble, pero en su mayor parte hueca”.

Estaba decidido: yo no la vería.

Enamorarse consiste en ver lo bueno que puede ser algo. Y con Cam aprendí a ir al cine: las palomitas grandes son imprescindibles, la importancia de una máquina Coca-Cola Freestyle es exponencial y, si existe la opción de ver algo en un sillón reclinable, la aceptas. Bajo la influencia de Cam, mi afición al cine pasó de pasatiempo a culto.

Cuando se cerró el telón de nuestra fase de luna de miel, las preferencias particulares de Cam se convirtieron en una prueba de fuego para nuestra relación. Al cabo de unos años, me resultaban irritantes y estaba desesperada por variar. Quería ir a los pequeños cines independientes de los alrededores, probar nuevos restaurantes, tener una cita por la noche. En lugar de eso, era AMC Burbank, siempre AMC Burbank.

Cuando salió “Dunkerque”, Cam insistió en verla en una sala IMAX. A mí no me interesaban las películas bélicas, pero era su eterna acompañante. Los empinados asientos de estadio del cine me dieron náuseas. Lo único que recuerdo de “Dunkerque” es que tenía mucho frío. Y la preocupación de que, si intentaba levantarme y salir, podría caer al abismo.

Yo tenía mis propias preferencias cascarrabias, la mayoría de las cuales Cam aceptaba con amabilidad. Cuando nos fuimos a vivir juntos, adoptó mi hora de acostarme a las 10 de la noche. Cuando el mundo me parecía demasiado abrumador y me negaba a ver nada nuevo, se quedaba en la cama conmigo y veía “Las chicas Gilmore”, prestándole la misma atención que a “El árbol de la vida”. Confiaba en que Cam sabía cuándo presionar y cuándo retirarse; sin duda, dejar que me llevara fuera de mi zona de confort era bueno.

A los tres años de relación, adoptamos un gatito que encontraron en el hueco de la rueda de un carrito de golf en el complejo de Sony. Cam llevaba pidiendo un gato desde que nos fuimos a vivir juntos; yo quería esperar a tener un departamento más grande. Un día, sin preguntarme, Cam condujo hasta el complejo y volvió con el gatito acurrucado en su regazo. Entonces tuvimos una mascota de 1,9 kilos con orejas negras alzadas, y fue la felicidad.

Las mismas peculiaridades que significan adoración son también las primeras que te alertan cuando te estás desenamorando. En nuestro último mes juntos, Cam y yo vimos una serie de películas que a él le encantaban y yo odiaba: “Annette”, “Maligno” y, en nuestro quinto aniversario, “Titane”. Historias agresivas con una fría visión del mundo.

Cuando pasaron los créditos, me puse furiosa, no con la placentera ira de odiar el mal contenido, sino con una indignación más profunda. Me horrorizaba que mi compañero me hiciera perder el tiempo o, peor aún, que me malinterpretara hasta el punto de creer que esas películas me iban a aportar algo. La prueba estaba en la pantalla: nos habíamos distanciado.

Cuando Cam y yo rompimos por primera vez, lo único que podía ver eran series de televisión que ya había visto antes; solo soportaba las narraciones cuando sabía cómo acababan.

Pasaron los meses. Empecé poco a poco, con cines independientes. Vi “Licorice Pizza” y “La peor persona del mundo”. Cuando volvía al cine, una memoria muscular recién descubierta se apoderaba de mí y me adentraba en el mundo. Gracias a Cam, ir al cine se convirtió en algo natural. Tenía los amortiguadores necesarios para pasar tiempo a solas: citas interminables conmigo misma a las que acudir cuando nada me parecía factible.

Minutos después de preguntarme si lo había seguido en Letterboxd, Cam volvió a enviarme un mensaje de texto para decirme que yo aún le importaba y que ver mi nombre aparecer de esa manera era doloroso. Me pidió amablemente que dejara de seguirlo.

Con eso, la marquesina iluminada de mi pecho se apagó. Para Cam, seguir adelante requiere desprenderse. Pero yo no quiero dejarlo ir.

Para curarme, voy al cine. En la fría oscuridad, me reencuentro conmigo misma y con las relaciones que me amoldaron.

En “Interestelar”, la quinta dimensión es donde la gravedad puede trascender el tiempo, permitiendo la comunicación entre épocas. Cam no me quiere en su vida, pero yo lo quiero en la mía. Así que me suscribo al servicio AMC A-list. Llego antes de tiempo y compro unas palomitas grandes. Me siento en el centro. Me refugio.

En AMC Burbank, Nicole Kidman mira desde la pantalla grande y dice: “El desamor sienta bien en un lugar como este”.

No se equivoca.

c.2024 The New York Times Company