“¡Que destierren al ‘Matador’!”: la emoción -y decepción- de Don Porfirio Díaz durante el Mundial de Francia 98

Nunca fue un hombre de futbol. Pero su espíritu fue todo lo contrario. Después de no saber nada de México por casi 85 años que llevaba bajo tierra, sólo de oídas por los paisanos que visitan su tumba en el cementerio Montparnasse, Don Porfirio Díaz dejó la rectitud que mantenía aún sin vida, con el impecable traje militar, al saber que la Selección Mexicana jugaría el Mundial en Francia ese año de 1998. Colgó entonces una bandera tricolor en la verde y oxidada puerta de su sepulcro, ante el estupor de los vecinos de aquel panteón.

—El alboroto es en la tumba del mexicano— cuchicheaban Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir por el ruido en el arbolado camposanto. —¡Deja dormir, Porfirio! Habrá mucha gente mañana domingo— gritó casi al unísono la pareja de escritores desde su tumba compartida.

El general Díaz, obstinado, continuó con la preparación festiva de su espacio para disfrutar del Mundial, una semana antes del debut de México frente a Corea del Sur. Parecía ser el único emocionado por el acontecimiento deportivo. Sólo Julio Cortázar, más apegado en vida al boxeo, acompañaba al alma mexicana en su furor por el campeonato mundial de futbol.

—Yo ega más o menos hincha de Bangfield —contaba el cronopio mayor al general mexicano, con su banderita argentina en la mano y esa insuperable ‘ge’ atragantada. —¿Y usteg?

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—Estimado y buen amigo, yo prefería el rugby, el golf, cricket y equitación, pero al igual que usted, vi un poco de futbol. Mi hijo Deodato, en cambio, sí pateó la pelota en la inauguración del Mexican Athletic Club. Mire aquí este recorte —presumía como padre orgulloso el talento de su hijo, Porfirito, mientras mostraba un pedazo del periódico El Universal de octubre de 1892.

“Terminadas las carreras, se inauguró el divertido y difícil juego de Foot Ball. Ese juego consiste en la disputa de una pelota, por dos partidos contrarios, que se dividen el campo. (…) Formaban el partido rojo los Señores: Fhillips, Lauzon, Zaldívar, Schiemidlin, Márquez, Gibbons, Porfirio Díaz (hijo), Chite, Braniff, Elcoro y Nickol”, se enlistaba en la crónica firmada por Claudio Frollo, uno de los diez seudónimos de Ignacio M. Luchini.

—¡Integesante! —soltó el escritor argentino, abriendo aún más esos ojos saltones, los mismos que días después verían la eliminación de la Albiceleste contra Inglaterra, el 30 de junio de aquel 1998, un día después de que México jugara contra Alemania en la misma ronda.

Don Porfirio se entregaba en cada partido de la Selección Mexicana, en cada jugada, frente al televisor del velador. Se dejaba el alma (porque en cuerpo ya no andaba) al juego de la pelota por las alfombras verdes de los estadios galos. En el México frente a Corea del Sur, el general lanzó contra el suelo su quepí, la gorra militar de su atuendo, cuando al minuto 28 los asiáticos abrieron el marcador.

—¿A eso vienen? Ni porque ya viajan en avión. Uno atravesando el océano 24 días en barco, y estos, con todas las comodidades, vienen para hacer tremendo papelón— soltó Díaz en su rabieta, ante la figura estoica de Cortázar con su pipa, acariciando un gato para controlar los nervios que su compañero de panteón ya había perdido. Pero todo cambió en el segundo tiempo, cuando cayeron los tres goles mexicanos para firmar la victoria en Lyon.

Esa noche el general durmió en paz, y dejó dormir a los Sartre y Beauvoir, a Susan Sontag, Guy de Maupassant, Julio Vallejo, Samuel Becket y Piere Larousse entre otros intelectuales que pedían tregua ante el fanatismo del espíritu de Díaz.

Una semana después, el general volvió a hacer corajes frente al televisor, ahora porque Bélgica le ganaba 2-0 a México apenas al primer tiempo. La impotencia se apoderó de él y lo mandó a su sepultura con la mirada al suelo y las manos atrás sin decir palabra. Pero Cortázar lo regresó al segundo tiempo para que viera las cabriolas de Jesús Arellano y el penal que cobraría Alberto García Aspe.

La esperanza le volvió al militar que dejó el enojo cuando un tal Cuauhtémoc Blanco se lanzó con los pies por delante, para salvar al Tricolor anotando el gol del empate. Con los gritos de Don Porfirio y su amigo argentino no pudieron ni todas las almas del Montparnasse. Y lo que faltaba.

Ante Holanda México se jugaba la vida, como en aquellos tiempos de guerra que vivió Porfírio Díaz.

Ahí volvió a escuchar de un tal Luis Matador Hernández al que quería ponerle una rotonda entera en el Paseo de la Reforma, como el monumento a Cuauhtémoc, pero no al del gol contra Bélgica, sino al emperador del penacho, que engalanaba la vista de aquella calzada que llegaba hasta su entrañable Chapultepec. El gol de último minuto de ese soldado de cabello largo lo convirtió en un fan recalcitrante del delantero mexicano de moda.

La imaginación del general empezó a volar. Y cierta envidia sintió tan sólo de pensar que, en caso de ganarle a Alemania en octavos de final, aquellos jovencitos que le pegaban a la pelota se podían convertir en héroes nacionales, queridos e idolatrados por un pueblo que conocía bien. Eran sentimientos encontrados. Deseaba que, si algún día repatriaban su cuerpo, lo recibieran igual, con un desfile, papelitos de colores, vítores y banderas de su México. Pero sabía que era casi imposible. Cuatro años antes, Emilio Azcárraga Milmo intentó llevarlo de regreso y se lo pidió a Ernesto Zedillo, quien se limitó a decir: “No es el momento”.

Díaz enloquecía en su tumba, pero su amor a la representación nacional pudo más que el deseo personal, así que como en cada partido se vistió de gala, tomó su bandera y se sentó frente al televisor del velador para ver el partido contra Alemania. Todo el cementerio Montparnasse estaba atento al encuentro porque, decían, “ahora sí se venía lo bueno”. Y así fue.

Nunca se le había visto gritar tanto a Don Porfirio como en aquel gol del Matador Hernández para darle ventaja al Tricolor. La compostura se perdió por completo para el general.

—¡Gooooool! Eso señores. Así se hace Luisito. Vamos mi México —decía el ex presidente ante la mirada absorta de quienes siempre tuvieron la pulcra e intachable imagen del aristócrata mexicano. “Tu tu tututu, Tu tu tututu”, Julio Cortázar se unió a su amigo latinoamericano y provocó un boom de alegría, otra vez, y se puso a tocar la trompeta para apoyar a los mexicanos, en tono de corneta que suena en las tribunas de los estadio. Julio Vallejo se inspiró en esa algarabía para empezar un nuevo poema. El gusto duraría poco.

Mala señal fue ese gol fallado por Matador Hernández de lo que vendría en los últimos 15 minutos de partido, una desgracia provocada por los tales Klinsmann y Bierhoff.

De nuevo la quepí de Díaz voló por los aires hasta tirarle el vaso con agua al guardia del cementerio, acostumbrado a que esas cosas pasaran durante su turno. Y terminó el partido. La trompeta de Julio se quedó en silencio. Vallejo volvió un drama lo que parecían versos heróicos y Díaz, más triste que aquella mañana del 31 de mayo de 1911, cuando se despedía para siempre de su patria sobre el buque de vapor Ypiranga, curiosamente de origen alemán.

—¡No es posible! —decía Don Porfirio con esa voz ahogada, con la frustración que probó en otros tiempos, pasando de la tristeza al coraje que recordaba a la versión del hombre que más tiempo estuvo en el poder —¡Al Matador Hernández sí deberían exiliarlo! ¡También a Raúl Rodrigo Lara! Caramba, ya eran nuestros esos alemanes —vociferó en una línea más parecida a una novela histórica de guerra que a un final de partido de futbol.

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Tganquilo, Don Pogfigio. Esas cosas pasan. Le hagá daño el cogaje, no se me vaya a mogig otga vez —dijo preocupado Cortázar, extendiéndole la mano para irse de nuevo cada quien a su tumba.

Don Porfirio, dispuesto a quitar la bandera de su oxidada puerta, aún con el coraje en la garganta, decidió no ver un partido de futbol en toda la eternidad. Recordó ahí sus últimas palabras, cuando dejó la presidencia del país.

“Espero, señores diputados, que calmadas las pasiones que acompañan a toda revolución, un estudio más concienzudo y comprobado haga surgir en la conciencia nacional, un juicio correcto que me permita morir, llevando en el fondo de mi alma una justa correspondencia de la estimación que en toda mi vida he consagrado y consagraré a mis patriotas”.

Dejó todo en su lugar. Se acomodó debajo de su espada y volvió a descansar en paz. El hombre que nunca había sido de futbol, en Francia 98 fue revolucionado por la pelota.

Alineación de México vs Holanda (y de cómo imaginamos que el general Porfirio Díaz experimentó el Mundial Francia 98 desde su tumba)

(29 de junio de 1998)

  • Titulares

Jorge Campos

Claudio Suárez

Duilio Davino

Pavel Pardo

Germán Villa

Marcelino Bernal

Alberto García Aspe

Raúl Rodrigo Lara

Cuauhtémoc Blanco

Luis Hernández

Francisco Palencia

  • Suplentes

Joel Sánchez

Ricardo Peláez

Luis García

Oswaldo Sánchez

Salvador Carmona

Isaac Terrazas

Ramón Ramírez

Braulio Luna

Jaime Ordiales

Jesús Arellano

Óscar Pérez

  • Entrenador

Manuel Lapuente