El diablo en la señorita Jones: el verdadero clásico de sexo explícito del director de Garganta profunda inspirado por Sartre

El diablo en la señora Jones, con Georgina Spelvin
El diablo en la señora Jones, con Georgina Spelvin - Créditos: @Captura

Toda clase de cine tiene su obra maestra. Una película que define las constantes del género o el modo en que se inscribe y que lo trasciende, que dice en cada visión algo sobre el cine y el mundo. Que deja vibrando algo en nuestra memoria y se inscribe casi como modelo. El cine con sexo explícito (dejemos de lado el término que a Google no le gusta y empieza con “p”) logró su cima temprano, en 1973, con El diablo en Miss Jones, o El diablo en la señorita Jones, la única película que se puede recomendar al cinéfilo alérgico al género.

Esa película, de poco más de una hora (las copias que circulan en DVD e incluso Blu-ray marcan 67 minutos; debe aclararse que no está disponible en streaming) es al mismo tiempo una fábula moral, un ejercicio experimental sobre los sentidos, un monumento hardcore, una clase de actuación para la cámara y un ejemplo de cómo hacer rendir los pocos dólares que se tienen a mano. También es fiel reflejo de una época. Estamos hablando de ese 1973 donde todo pareció cambiar para el cine y para los Estados Unidos, el año posterior a Watergate, a la retirada definitiva (a la derrota) de Vietnam. El año en el que Satán se instaló en Washington D.C y poseyó a una nena de 13 años llamada Regan (en El exorcista). El año en el que estalló una película llamada Garganta profunda, en la que, en tono de comedia fantástica, se nos mostraba cómo una joven insatisfecha alcanzaba satisfacción erótica. Esa película era especial porque se estrenó como cualquier otra. Las masas iban a verla y su nombre terminó siendo tan célebre que fue el apodo del informante de la corrupción de Nixon.

Garganta profunda llevó a prohibiciones y a encarcelamientos, a secuestros de copias y, finalmente, a la legalización del “cine para adultos”. Pero en ese mismo año, el director de ese film -Gerard Damiano- realizó El diablo en Miss Jones. Que es definitivamente otra cosa: también es una película fantástica desde su premisa, pero su desenlace es una ironía trágica. La señorita Justine Jones, virtuosa pero también hastiada de la falta de estímulos en una Nueva York gris, decide suicidarse. Llega al limbo (un cuarto soleado cerca de un parque, amoblado con un escritorio) donde un tal Abaca -un ángel, quizás- le dice que estaba destinada al cielo, pero su suicidio la condena irremediablemente al infierno. Justine está desesperada, pero pide una favor: volver por un tiempo a la vida para dar rienda suelta a la lujuria, y así “ganarse” su lugar en el infierno. Abaca acepta. Lo que sigue, casi sin palabras, es el recorrido cada vez más intenso y surrealista de la señorita Jones a través de los placeres de la carne. Hasta que, finalmente, su tiempo termina: su castigo en el infierno (inspirado por A puertas cerradas, de Sartre) es convivir en un cuarto con un hombre impotente mientras la consume el deseo.

El diablo y la señora Jones
El diablo y la señora Jones - Créditos: @Captura

Pero lo que importa aquí es la forma. Narrativamente, la película es un gran flashback cuyo prólogo anterior a los títulos es exactamente el final. Las secuencias sexuales están tomadas con una cámara voyeur que, en ocasiones, encuadra espejos, vanos de escaleras, primeros planos que se vuelven abstractos, pieles, pliegues, sudores y, sobre todo, el rostro de Justine. La actriz es Georgina Spelvin, una bailarina de 37 años cuyo cuerpo es armónico pero está lejos de la hipertrofia artificial del porno actual. Realmente transmite el placer y el dolor tanto con el rostro y el gesto como con la palabra. De hecho, hay secuencias que no parecen diseñadas para excitar sino para transmitir la sensación de plenitud, de felicidad o de goce de la protagonista. La metamorfosis de la Justine del inicio (narrada en una serie de planos mudos, perfectamente musicalizados, elegantes, que muestran su recorrido desapasionado hacia la muerte) hacia la desatada diosa de la lujuria del final es mucho más que el ejercicio mecánico de penetraciones y libaciones: realmente Spelvin interpreta emociones desatadas por el cuerpo, realmente convierte el cuerpo en traductor de emociones intensas ante las cuales el espectador no es indiferente.

El recorrido de Justine es omnívoro: con un hombre (en una secuencia notable que transforma lo explícito en un documental poético sobre el cambio en el tiempo), con otra mujer, con frutas, con una serpiente -imposible filmar eso hoy-, con una pareja, con el agua, con dos hombres. Hay mucho riesgo en esas escenas que siempre duran lo justo, planos que se cortan antes de perder su efectividad emocional y erótica. Sospechamos, siempre, que la cámara es ese ángel que le concedió esa gracia temporal para ser él mismo un experimentador del placer ajeno, como el mismísimo espectador.

El diablo y la señora Jones no tuvo el éxito instantáneo de su predecesora, Garganta profunda
El diablo y la señora Jones no tuvo el éxito instantáneo de su predecesora, Garganta profunda - Créditos: @Captura

La película no tuvo el arrollador éxito de Garganta profunda pero se convirtió en un clásico instantáneo. La crítica vio que allí sí había una película: cine con intención de ser cine que no buscaba por medios perezosos la excitación hormonal del espectador, sino llevarlo más allá de eso. El crítico Roger Ebert, uno de los más influyentes de los Estados Unidos, escribió a su favor: “Si películas como Último tango en París y Gritos y susurros demuestran que el sexo explícito es una posibilidad para el cine, no hay razón para que el porno esté mal hecho, sea corrupto o inhumano. El diablo en la señora Jones demuestra que tales características no son propias del género”.

El cine “adulto” en realidad duró muy poco: desde ese 1973 hasta que llegó el VHS. El video, contemporáneo al reflujo conservador del reaganismo, hizo que las masas que podían ver un film adulto en pantalla grande lo volvieran a convertir en consumo vergonzante. El VHS permitía disfrutarlo en casa sin que se enterasen los vecinos. Y porque, digamos todo, en 1977 llegó La guerra de las galaxias: la industria descubrió que la fantasía ATP era mucho más rentable que la triple equis. El maridaje entre el sexo explícito y el cine mainstream quedó en esos escarceos primaverales.