El diario de un niñero

CAPÍTULO UNO: ESTE TRABAJO ES DIFÍCIL. CAPÍTULO DOS: DEJARLO ES MÁS DIFÍCIL.

Tenía 24 años, llevaba relativamente poco tiempo viviendo en la ciudad de Nueva York, durante el día tenía un trabajo que odiaba, de noche era mesero y en todo momento que me quedaba libre escribía obras en mi recámara. Pero ya no me quedaba dinero, ni tampoco mis pantalones de mezclilla, pues terminaba mis turnos de mesero devorando las altas calorías de la comida del bar. Como me quedaban pocas opciones, decidí regresar al único trabajo que sabía hacer a la perfección: niñero.

Mientras estuve en la ciudad donde crecí, New Albany, Indiana, la mayoría de mis empleos tenían que ver con niños, entre ellos los 7 años que trabajé de supervisor en el campamento “Kinder Camp” en el centro local de la YMCA y un verano como maestro de artes. Todos me decían que ser niñero era uno de los mejores trabajos para un artista muerto de hambre: jugar a fingir que eres alguien más, sumergirte en la imaginación de un niño, la risa, la alegría… hasta que el niño tiene hambre, se enoja y le da un arrebato.

Sin embargo, la cuestión no era si iba a ser un buen niñero, sino si alguien me iba a dejar serlo, como un hombre negro de más 1,80 metros de estatura.

Los padres de Lucas aceptaron. Cuando entré a su apartamento ese primer día, me recibió el inesperado abrazo de un pequeño niño blanco de 4 años con una sonrisa de oreja a oreja y el pelo largo amarrado con un nudo.

Sus padres, John y Mark, tendrían poco más de 50 años, eran delgados y estaban tatuados (uno tenía toda la manga), ambos trabajaban en un salón de belleza del barrio de SoHo (uno era colorista, el otro peluquero) y se pasaban los días cortando, pintando, mimando y peinando las cabelleras y los egos de empresarias, amas de casa acaudaladas y actores de Hollywood. Eran relajados, estaban a la moda y me demostraron que era posible que yo también tuviera todo eso algún día.

Siempre me había imaginado la idea de tener hijos, incluso más que tener una pareja. Hasta ese momento, había estado soltero toda mi vida adulta (¡seis años enteros!), nunca me había esforzado mucho en encontrar el amor y usaba las aplicaciones de citas más para encontrar colaboradores artísticos que romance.

Tan solo había tenido dos citas reales en la ciudad. Una fue una cena con un tipo que no parecía entender el concepto de comer con la boca cerrada. En la otra fuimos por un café y ese hombre se pasó la tarde hablando sobre sus hábitos en las aplicaciones de citas más populares, los altibajos de sus muchas experiencias.

En el tema del sexo y las relaciones, llegué tarde a esa cita. Mientras mis amigos de la universidad estaban ocupados emborrachándose en fiestas caseras, yo ensayaba para una obra de Tarell Alvin McCraney y me besaba por primera vez, así es, con una mujer. Más que nada porque lo decía el guion. Esa cita se retrasó durante todo mi paso por la universidad en Indiana y mis primeros años en Nueva York.

Con Lucas, casi sentí como si estuviéramos creciendo juntos. Durante dos años, hasta que la pandemia interrumpió nuestra rutina, recorrimos los mismos pasos todos los días: lo recogía de la escuela, le ayudaba con su tarea, le daba un tentempié, lo llevaba al parque, luego a taekwondo, a cenar, a bañarse, a la cama.

No siempre salía todo perfecto. Un día, mientras nos íbamos del patio de juegos, Lucas tuvo uno de sus arranques de “la hora bruja”, con llanto y empujones, y la gente comenzó a notarlo, en particular una mujer blanca de mediana edad que intentó intervenir.

Con calma le expliqué que era su niñero, que todo estaba bajo control. Pero no dio su brazo a torcer, pues creía que lo estaba secuestrando o algo por el estilo. Finalmente, me dijo: “¿Debería llamar a la policía?”.

Entre su amenaza, la rabieta de Lucas y la gente que empezaba a rodearnos, perdí la calma y le respondí: “Hazlo. Te reto”.

Todo mundo quedó congelado y me llevé rápido a Lucas de ahí, mientras intentaba contener mis propias lágrimas.

Pronto, pasó otro año, y Lucas tenía 5 años cuando nos encontramos con una segunda mujer blanca que se sintió con el derecho de jugarle al héroe, todo porque estaba tomando a Lucas de la mano mientras buscaba en mi teléfono cómo llegar al museo.

Se le acercó y le dijo: “¿Estás bien, mi vida?”. Luego, se volteó hacia mí con una mirada de preocupación y agregó: “¿Qué está pasando aquí? ¿Tengo que llamar a alguien?”.

No obstante, a diferencia de nuestro último encuentro, esta vez fue Lucas quien —sin duda tras haber recordado ese momento estresante del año anterior— la volteó a ver y le dijo: “Hazlo. Te reto”.

¡Estaba creciendo frente a mis ojos! Al poco tiempo, pasó de los 5 a los 6 años, de “Plaza Sésamo” a “La guerra de las galaxias”, de los símbolos a las afirmaciones, del parloteo a las conversaciones.

La mayoría de los días, hacía todo lo posible por ser un amigo comprensivo mientras intentaba mantener una figura acechante de “supervisión parental”. Ya tenía suficiente de eso en casa, un entorno ambivalente con la laxitud exhausta de Mark y las expectativas nerviosas de perfección de John. Para ellos, yo ya no era solo un niñero; era parte de la familia: regalos de Navidad, invitaciones a cenas dominicales, cumpleaños, bautizos y más.

No obstante, esto era un problema porque mientras más se acercaba la hora de alejarme de Lucas, más difícil me iba ser partir. Estaba esperando una oportunidad para salir de ahí, un momento que sabía que nunca iba a llegar, así que tuve que dar el paso.

Mientras estábamos sentados en una banca del parque J. Hood Wright, hice lo mejor que pude para decirle la verdad. Le compré un helado para amortiguar el golpe, con el temor de que, cuando le dijera: “Ya no seré tu niñero”, se le iba a romper el corazón.

Sin embargo, cuando lo dije, él estaba llamando a las palomas más cercanas: “Oye, palomita. Ven acá, palomita”.

Apenas me estaba escuchando, o es lo que yo pensaba. Lucas sabía que me iría de Nueva York durante el verano, que viajaría para seguir trabajando en mis obras y comenzaría el verano más importante de mi carrera hasta ese momento, con residencias consecutivas e incluso un nuevo festival de teatro a nivel nacional, pero no sabía que ya no iba a regresar.

Le prometí que siempre me tendría cerca, que siempre sería su amigo. Y, entonces, por primera vez, le dije que lo quería.

Le pregunté qué sentía, lo distrajeron dos chicos que andaban en una motocicleta para niños. “Me tienes que regalar eso de cumpleaños”, me dijo.

“No estaré aquí para tu cumpleaños”, le respondí.

“Creo que ya lo sabía”.

“¿Ah, sí?”.

“Sí”, me dijo. “Tengo buena memoria, viejo”.

Me reí, pero pronto me quedé quieto, ahí sentado con el corazón roto, pues me di cuenta de que simplemente quería decirme lo que deseaba en el fondo: la motocicleta y a mí.

A nivel emocional, había mantenido la compostura. Los meses se convirtieron en días y los días en horas, en el conteo regresivo de mis últimos momentos con Lucas.

Me llegaban destellos de recuerdos, provocados por lo que me acostumbré a ver y escuchar durante los últimos dos años y medio: sándwiches de crema de cacahuate y mermelada para el almuerzo, los audiocuentos de Disney que escuchábamos como sustituto de la televisión, los viajes al Museo Nacional de Historia Natural de Estados Unidos, el espagueti con albóndigas para la cena acompañado de la música de Sammy Davis Jr., Dinah Washington, Louis Prima y su favorito, Dean Martin.

Además: cuando le enseñé a jugar ajedrez. El espectáculo navideño del tren en el Jardín Botánico de Nueva York. La vez que vio un letrero de “Black Lives Matter” colgado afuera de una iglesia y me dijo: “Tu vida importa”. Cuando le enseñé la señal universal de ahogamiento, la cual luego le salvaría la vida cuando se le atoró una golosina en la garganta, me hizo la señal y le hice la maniobra de Heimlich.

Había tantas cosas que aún quería enseñarle, pero su edad era un impedimento. Busqué cómo explicarle lo que me había enseñado Nueva York: mientras pasa el tiempo y la vida sigue, a menudo te encontrarás perdido, inseguro de dónde están tus cimientos.

En esos momentos oscuros, debes encontrar el goce en este concepto ridículo que llamamos vida. Todos tenemos tanto que ofrecerle al mundo y tan poco tiempo. Encuentra la forma de reír frente a los obstáculos inesperados que te encontrarás a lo largo del camino.

En mi último día, me despedí definitivamente de John y Mark y le hice a Lucas mi pregunta rutinaria antes de partir: “¿Qué vas a hacer mientras no esté?”.

“Hacerles caso a mis padres”, respondió.

Nos habíamos enseñado tanto, habíamos crecido juntos, reído, luchado y aprendido a defendernos en contra de extraños y sus suposiciones. Me dio un fuerte abrazo y luego me fui.

Esa tarde, mientras caminaba por Washington Heights hacia mi casa, comencé a llorar, pues ya extrañaba su gran sonrisa mientras me veía, su diminuta mano en la mía.

Recuérdame, Lucas. Prometo recordarte. Y no olvides mantener tu corazón tan abierto como está en este momento. Hazlo. Te reto.

© 2021 The New York Times Company