“Difíciles de olvidar”: películas en la que el cine y la arquitectura se encuentran (y consiguen maravillar)
El cine, arte necesariamente épico, no ha recurrido con suficiente frecuencia a otra arte épica, la arquitectura. Es probable que los elogios unánimes que recibe El Brutalista, estreno reciente en nuestro país y una de las películas más nominadas a los premios Oscar, provengan de la concreción de ese matrimonio. Construir un edificio es algo emocionante en sí mismo, una de las raras acciones monumentales que aún podemos ver en el mundo real, y sin embargo, quizás porque se trata de un proceso arduo y largo, apenas vertiginoso, está lejos de las pantallas. Sin embargo, como cuando se cruzan dos gigantes, el encuentro entre cine y arquitectura redunda en películas difíciles de olvidar , aunque no todas “tematizan” el espacio ocupado por las laboriosas hormigas humanas.
Tenemos películas que han hecho de los edificios y la arquitectura un tema aunque esto no esté precisamente declarado, aunque no tengamos realmente arquitectos en la pantalla. En este apartado es necesario contar con cuatro clásicos no casualmente parte del cine fantástico. En todos ellos la monumentalidad vertical de las ciudades es un tema en sí, una herramienta imprescindible de la trama. También es sintomático que, en las cuatro, el poder se representa a partir de esos paisajes alucinantes.
La primera es quizás el primer manifiesto político-arquitectónico que dio el cine: Metrópolis (1927, YouTube), el clásico de Fritz Lang. La película se inicia con el paisaje de una enorme ciudad vertical, futurista, donde las clases privilegiadas viven en el “arriba” y los obreros que los sostienen, “abajo”, en los subsuelos. Uno de los personajes centrales es el hombre que ha planeado este lugar, y que, en una última toma de conciencia, conmovido por el amor entre su hijo y la obrera María, establece un nuevo orden donde las clases se encuentran. Por supuesto, pasan más cosas (por ejemplo, la aparición de la “falsa” María, un robot, una inteligencia artificial) y el guion estuvo a cargo de la entonces esposa de Lang, Thea Von Harbou, seducida por las ideas del nazismo. De hecho, aunque la película supera con creces el contexto histórico e ideológico, Von Harbou la pensó como un manifiesto de la utopía nazi. Pero estaba Lang: lo que tematiza es la simetría, la monumentalidad sostenida por despojos subterráneos, el derroche de una arquitectura que busca un cielo imposible . Justamente, Lang había estudiado arquitectura y en Metrópolis hace que sea el espacio el que narre.
La segunda es quizás la aventura más simbólica que produjo -seguramente de modo no consciente- Hollywood en los años ’30, King Kong (hay copia en castellano en Archive.org, puede encontrarse en YouTube, va y viene de Max). No sólo volvió mito al simio enorme, todavía habitante periódico de nuestras pantallas, sino que el film de Ernest Schoesdak y Merian C. Cooper trabaja la monumentalidad de la construcción humana como pocas películas. En principio, la famosa muralla de la Isla Calavera, “más antigua que las Pirámides”, al decir de uno de los personajes, que es violentada por el simio. Y luego, la Manhattan transformada por los rascacielos. Es interesante sobre todo porque la metáfora de “jungla de cemento” es exacta en el contraste entre el universo agreste y exuberante del hogar de Kong y en la hostil, fría metrópolis estadounidense. Y porque es la película que transformó en icono al Empire State, ese edificio que fue por muchas décadas el más alto del mundo. Acababa de inaugurarse, de hecho, cuando se lo eligió como escenario de la película. Con los años, el film generó una enorme multiplicidad de interpretaciones, desde las sexuales o la más evidente de reflexión sobre el propio cine, hasta la que realiza Quentin Tarantino por boca de un oficial nazi en Bastardos sin Gloria. Pero el tronco principal es el desconcierto aterrado del simio en un laberinto de concreto.
Tercera, obviamente Blade Runner (Max), de 1982. Como en Metrópolis, el poder económico se representa a través de un edificio enorme, piramidal (el Tyrrell), pero es la jungla vertical vestida de avisos de neón gigantescos, la ciudad iluminada básicamente por la publicidad, lo que representa la opresión tanto sobre el detective Rick Deckard (Harrison Ford) como sobre esos androides que sólo quieren vivir. Si se la mira con atención, se comprenderá cómo la arquitectura de esa Los Angeles perpetuamente oscura es una cáscara vacía. Cómo los brillantes anuncios ocultan edificios descascarados, semi abandonados y decadentes . Y es notable que, en la persecución final entre Deckard y el replicante interpretado por Rutger Hauer (el del bello monólogo de las lágrimas en la lluvia), las paredes de un edificio sucumban ante la pelea de los protagonistas. Otra vez es el espacio creado por el hombre y su decadencia lo que pauta la acción de los personajes.
Y la cuarta en esta lista es Batman (Max), la versión de Tim Burton de 1989, cuya Ciudad Gótica homenajea casi literalmente a la Metrópolis de Lang (curiosidad: Metrópolis se llama en realidad la ciudad de Superman) en el diseño alucinante de Anton Furst, y que hace de las alturas -hay muchos travellings hacia arriba, hay muchos momentos en los que el peligro de una caída fatal amenaza a los protagonistas hasta que uno se vuelve realidad- un tema constante . Es la única película de Tim Burton en la que el espacio urbano y sus edificios son personajes de la trama (de hecho, esto no ocurre de la misma manera en su secuela, Batman Vuelve) porque subrayan la idea de supervisión “desde arriba” del Murciélago. El final, que homenajea a la Vértigo hitchcockiana (y también, por qué no, a King Kong), con un Jack Nicholson desatado, es confirmación del uso de la arquitectura como personaje.
Para completar este repaso sobre la arquitectura como protagonista, hay un documental que recomendamos calurosamente: Los Angeles Plays Itself, de Thom Andersen (suele reaparecer en MUBI, pero hay copia en YouTube) donde se pasa revista a cómo edificios, calles y monumentos de LA se convirtieron en lugares icónicos de muchas películas . Y es, además, un film sobre la arquitectura, su uso y su significado: descubrir que el cuartel de policía de un policial fue, en realidad, un hotel abandonado, habla de la historia de un lugar y de cómo el cine genera su propia fantasía.
Es más complejo, por otro lado, encontrar arquitectos como personajes de ficciones. Los hay, porque al cine nada de lo humano le es ajeno. El principal arquitecto cinematográfico, protagonista de una auténtica obra maestra, es Howard Roark, con el rostro y la presencia de Gary Cooper, en la película de King Vidor El manantial (YouTube, Archive.org). Está basada en la novela homónima de Ayn Rand, que fue además guionista del film, y se inspira en la biografía de Frank Lloyd Wright, el arquitecto estadounidense que cambió de modo definitivo el diseño en su país. El Roark de la ficción es una especie de genio que tiene una misión: hacer los mejores edificios para la gente. Es y se reconoce como un visionario y un genio. Es absolutamente individualista pero Vidor corrige algo importante de la novela de Rand: mientras que en el texto es la representación del talento personal e individual como motor de la civilización, el de la película -hay un plano bastante elocuente con una cruz proyectada sobre su rostro al principio del film- es una especie de salvador. La metáfora religiosa aparece de modo breve, pero es clara. Roark es incapaz de comprometer su visión respecto de lo que debe ser un edificio; de hecho, abandona la arquitectura para trabajar en una mina de mármol (si el lector encuentra muchas similitudes con El Brutalista no es casualidad, aunque la película de Brady Corbett apunta en una dirección ideológica opuesta). Finalmente, logra que sus diseños sean aceptados para un complejo habitacional. Como rebelde que es, no toma personalmente el encargo pero le cede sus planos a un colega y amigo: la condición es que no se altere nada. Pero sí se altera todo y Roark decide dinamitar la obra. Hay un juicio donde el personaje defiende el genio individual por sobre el gusto mayoritario y consensuado (representado por un crítico de arquitectura un poco inverosímil, digamos todo) y finalmente triunfa.
Pero en esta película, que incluye momentos de erotismo, una especie de matrimonio triangular (todo metaforizado, estamos en el Hollywood de fines de los cuarenta) y críticas sociales varias, realmente habla de arquitectura. Se explica por qué un edificio es como es, qué ideas lo sostienen, por qué un mundo radicalmente distinto de ciertas tradiciones como el moderno requiere una arquitectura acorde. Si bien crea el personaje del arquitecto caprichoso (que es una versión del artista inconformista tan frecuente en las biografías sobre músicos y pintores), hay mucho para ver y escuchar sobre cómo el hombre moldea el espacio.
El alegato final de Rourke en el juicio que cierra la película fue tomado por Francis Ford Coppola como modelo del discurso final del juicio que cierra su película Tucker: un hombre y su sueño (no disponible, pero suele volver a Netflix), que discurre casi por los mismos carriles aunque sí se basa en una historia real, la del diseñador industrial Preston Tucker y la quijotada de hacer un auto perfecto . Pero en los mismos momentos en los que pergeñó esa película (una de las más bellas que hizo, aunque menos exitosa que sus clásicos más conocidos) ya había escrito su proyecto de toda la vida, Megalópolis, que se estrenó hace menos de un mes en nuestro país y todavía (si tiene suerte) puede verse en alguna sala. Se supone que estará disponible en breve en AppleTV+. Pero es quizás la “otra” gran película sobre arquitectos. La fábula es complicada (aunque no tan compleja como parece): en una Nueva York asimilada a la Roma imperial, un arquitecto e ingeniero genial (Adam Driver) ha descubierto un material milagroso y se propone construir una ciudad utópica donde cada ser humano pueda desarrollar su potencial. Su antagonista -que se convertirá en su suegro- es un alcalde conservador (Giancarlo Esposito) que quiere derrotarlo. Coppola vuelve a tomar la idea del visionario que maneja tiempo y espacio, el incomprendido que piensa más allá de su época; también en la justificación por la familia, tema recurrente . En Megalópolis, el espacio, los edificios, sobre todo las alturas tienen un sentido dramático desde la primera secuencia, con el protagonista al borde de un rascacielos deteniendo el tiempo. No vamos a elogiar aquí -ni a denostar- el film, pero es muy interesante incluso en sus errores: Coppola no sólo se pregunta por el genio (de algún modo él mismo se considera uno y se justifica) sino por el uso que damos al espacio, con qué sentido transformamos físicamente el mundo. La arquitectura es, en ese sentido, central.
Como dijimos, hay muchos documentales sobre arquitectos (recomendamos calurosamente Amancio Williams, sobre el gran diseñador argentino, en Cine.ar) que permiten ingresar en ese mundo donde la vida práctica y el arte se cruzan. Pero quizás uno de los mejores, porque es más que un documental, sea 24 City, del chino Zhia Jangké (MUBI). Se retrata cómo una ciudad del suroeste de China, antes próspera y llena de obreros, reconvierte una vieja fábrica estatal en departamentos de lujo. Pero el film, que toma la realidad e incluye momentos de ficción, utiliza la arquitectura para mostrar los cambios dramáticos en ese país , tema recurrente desde la brillante Platform en la obra de Jangké. Hay un gran equilibrio entre la condena y la nostalgia, y aunque es visible que el director toma una posición, al mismo tiempo comprende a todos sus personajes. El espacio arquitectónico refleja el paso del tiempo y la metamorfosis de una ideología y, como hacen las grandes películas, le deja el juicio final al espectador. Jangké, de hecho, funciona como un arquitecto: organiza la película como un lugar donde, quizás, se pueda vivir.