Dilemas morales, un falso culpable y héroes imperfectos en Jurado N° 2, otra magistral lección de cine de Clint Eastwood
Jurado N° 2 (Juror #2, Estados Unidos/2024). Dirección: Clint Eastwood. Guion: Jonathan Abrams. Fotografía: Yves Bélanger. Música: Mark Mancina. Edición: David S. Cox y Joel Cox. Elenco: Nicholas Hoult, Toni Collette, Chris Messina, J. K. Simmons, Kiefer Sutherland. Duración: 116 minutos. Disponible en Max. Nuestra opinión: excelente.
Puede suponerse más allá de toda duda razonable que un artista de 94 años tiene frente a sus ojos su última obra y que el momento del adiós artístico no podría demorarse mucho tiempo más. Pero en el caso de Clint Eastwood, la última palabra al respecto todavía no fue dicha. Para reforzar esta incógnita reaparecieron en estos días algunas voces convencidas de que Eastwood no se despedirá del cine con Jurado N° 2. Pero si acaso llegara a ocurrir algo así, el punto final de una carrera extraordinaria detrás de las cámaras (esta es su película número 40 como director) es de un vuelo altísimo. Ningún otro cineasta ha sabido (y logrado) exponer a través del cine en las últimas décadas indagaciones tan precisas sobre cuestiones morales fundamentales con tanta sobriedad, tanta discreción y un admirable clasicismo narrativo.
En una nueva variación de la galería de héroes anónimos que viene retratando en la etapa más reciente de su carrera, Eastwood pone el foco en Justin Kemp (Nicholas Hoult), un alcohólico en recuperación que vive junto a su pareja en un bucólico enclave urbano de Georgia la inminente llegada del primer hijo. En ese momento crucial recibe una convocatoria oficial por la que se le informa que fue elegido para sumarse al jurado de 12 miembros en un juicio por el homicidio de una joven.
Le sobran razones para eludir esa carga pública, sobre todo porque el alumbramiento está muy cerca. Pero de a poco, mientras va avanzando el proceso y tanto la fiscal del distrito (una magnífica Toni Collette) como el abogado defensor (Chris Messina) exponen sus argumentos, Kemp empieza a desconcertarse y descubre que tranquilamente podría cambiar su silla de jurado por la de potencial responsable del hecho juzgado.
El caso aparece expuesto como un femicidio casi de manual. El acusado, pareja de la víctima, discutió con ella (y frente a numerosos testigos) en un bar. Después la siguió en medio de reproches recíprocos y subió a su auto en medio de una lluvia torrencial. Al día siguiente, un senderista halló el cuerpo de la mujer. Mientras tanto, la reconstrucción del hecho en pleno proceso le devuelve la memoria a Kemp: estaba también en el bar esa noche y en su camino de regreso sintió un impacto en el vehículo que conducía. Pensó en un animal atravesado en la ruta, pero bien pudo ser otra cosa.
A través de un montaje ejemplar, Eastwood pone ante nuestros ojos todas las piezas de un rompecabezas cada vez más intrincado. No hay rebuscamientos o pistas forzadas en esa exposición, sino las razones que cada protagonista invoca y atiende frente al hecho: los jurados que quieren resolver el tema lo más rápido posible porque las pruebas parecen irrefutables y tienen responsabilidades cotidianas que atender, la fiscal que busca aprovechar el impacto del caso en la opinión pública para lograr un triunfo político y asegurarse la reelección (el cargo se elige por voto popular en Estados Unidos), el defensor que en soledad busca convencer al resto de la inocencia del acusado y los peritos o testigos que no vacilan: se apoyan en las evidencias que tienen a mano para señalar al culpable.
Eastwood vuelve a un terreno que exploró varias veces en su ilustre carrera, el del falso culpable. Lo hizo por ejemplo en Crimen verdadero (con un acusado aguardando el momento de la ejecución de la pena capital) o en Sully, hazaña en el Hudson (con el piloto que salvó la vida de todos los pasajeros de un avión sometido a un juicio por supuesta conducta negligente). Aquí también, como en aquellos casos, nos dice que desde las preguntas o las dudas planteadas frente a un hecho que todo el mundo acepta como concluyente un individuo puede (y debe) corregir las anomalías de un sistema o los defectos de ciertos comportamientos institucionales.
La puesta en escena, como siempre en el cine de Eastwood, es ejemplar. Hay personajes con los ojos tapados, ovillos que no tienen todavía una punta a la vista, ausencias oportunas, asientos vacíos, miradas o silencios que nos sugieren o adelantan cuál será el lugar de cada personaje en la acción y qué podemos esperar de ellos. También nos hablan desde la imagen de la estatura y el alcance de los dilemas a los que se enfrentan los personajes principales, sobre todo el cada vez más perplejo Kemp, tironeado entre todo tipo de dilemas: personales, familiares y más que nada morales y cívicos.
Hoult interpreta a la perfección a un Kemp que va llenando su expresión de preguntas, culpas, remordimientos y compromisos. A través de fascinantes personajes como este, Eastwood viene reescribiendo y sobre todo resignificando todo el tiempo en su obra aquella famosa cita de F. Scott Fitzgerald con la que se abre Bird (1988), la biografía fílmica de Charlie Parker: “No hay segundos actos en la vida de los estadounidenses”.
Eastwood relata lo que transcurre en la corte (testimonios, alegatos, el proceso en sí) en apenas 35 minutos. Un poco después llega la decisión formal del jurado. Y a partir de ese momento dedica la mayor parte de la película a contar con la extraordinaria fluidez que lo caracteriza, con un trabajo de edición casi transparente y una cuidada y concentrada atención a una multiplicidad de perspectivas, el verdadero juicio.
Kemp ocupará, sucesivamente, el papel de jurado, testigo, acusado y víctima. Y expondrá a través de su conducta y la encrucijada a la que lo exponen sus acciones otros grandes temas de la mirada sobre el mundo que tiene Eastwood. Sobre todo cómo reaccionamos frente a las defecciones corporativas o institucionales y cómo nuestras decisiones (al fin y al cabo las definitivas, porque resolvemos las cosas exclusivamente desde nuestro sano juicio) nos ponen en algún lugar de aquello que denominamos heroísmo.
Una conducta que para Eastwood siempre se expresa a través de personajes cuya entereza se apoya en el autorreconocimiento de su falibilidad. Desde la admisión de esos errores también se pueden corregir las fallas institucionales. Solo un artista superior y un narrador ejemplar puede dejar a la vista todos esos planteos sin dar en absoluto la impresión de que estamos ante temas “importantes”.
Si hay algo que Eastwood no tiene es la necesidad de la elocuencia o el ejercicio aleccionador, aunque su película esté preguntándose todo el tiempo dónde está la verdad y dónde está la justicia. “La justicia es la verdad en la acción”, dirá un personaje en algún momento. El extraordinario plano final es toda una ilustración de esa frase.
Eastwood siempre preferirá el medio tono, la mesura y la calma, atributos de quienes están muy seguros de lo que dicen y saben expresarlo con una claridad meridiana y las mejores herramientas que el lenguaje de su arte pone al servicio de la narración. Ojalá tengamos más oportunidades de disfrutarlo. Y es una pena mayúscula que esta película no pueda verse en los cines.