Cómo es el nuevo documental sobre Atahualpa Yupanqui: la correspondencia con su familia, los viajes por el mundo y la prohibición del peronismo
En la definición de la Real Academia Española, la palabra trashumante refiere a aquella persona que cambia periódicamente de lugar. Como sinónimos ofrece los términos nómada, errante y ambulante. Durante una entrevista realizada hace no menos de medio siglo, Atahualpa Yupanqui definió simpáticamente al trashumante como aquel que deja atrás el humo del hogar. “¿Qué quiere decir Trashumante? -pregunta de manera retórica-. Vi en un poema esta palabra que me interesó mucho. Trashumante es el hombre que mira hacia atrás y ve el humo de la cocina de su casa. Quien sabe si retorna. Ese humo es el creador de las primeras nostalgias. Es grato pensar que todos los seres humanos que caminan por el mundo, gracias al recuerdo dulce, no olvidan a sus mayores. El abuelo, la mama, la casa, el patio”.
Tanto la académica como la criolla, cualquiera de estas definiciones bien le sientan a este personaje esencial de la música popular argentina. La mimetización entre significado y significante se confirma con trabajos como la película documental de Federico Randazzo Abad, que se estrenará este jueves. Randazzo fue certero al momento de elegir un nombre para sintetizar esos 93 minutos de biografía que le llevaron años de labor: Atahualpa Yupanqui, un trashumante.
“Cuando tenía 8 años -dice el director-, Atahualpa me sentó en su falda y me retó por estar jugando mientras él hablaba. Estábamos en el patio de la casa de mis abuelos, en una de las derivas de la relación de mi padre con Yupanqui. Treinta años después, el fruto de esa relación me puso frente a un centenar de casetes, cintas abiertas, beta, u-matic, M9000, fílmicos, cartas, postales que fueron de Atahualpa y en muchos casos sobrevivían a décadas de ostracismo. Esos archivos nos permitieron asomarnos al universo de una de las piedras sagradas del panteón de la cultura argentina. El deseo, entonces, fue poner a circular la voz y las canciones de Atahualpa confiando en esa misteriosa forma ancestral de compartir la cultura, que a veces se parecía a un reto. En estos territorios de Sudamérica, definir nuestra identidad sigue siendo un conflicto latente. Me gusta pensar que Atahualpa atesora la respuesta a muchas de esas preguntas que nos desvelan. Y me gusta imaginar que la película sirve como gesto artístico, político o al menos simbólico, para descubrir o visitar una obra de inagotable sabiduría”.
Atahualpa Yupanqui fue un caminante con la profunda convicción de que el ser humano es “tierra que anda”. Es cierto que se lo ha escuchado expresar una especie de lamento en documentos cantados como aquel que se conoce como las “Coplas de baguala del Valle Calchaquí”: “Me ven de poncho y ushutas [alpargatas] muchos se burlan de mí. Por fuera nada parezco, por dentro tal vez que sí ¡Malaya con mi destino, caminar y caminar!”. Sin embargo no era más que una evocación de simpleza, una expresión de andar ligero para no detenerse demasiado en esa vocación de andar y andar. Allí también dice: “Con mi caballo y mi lazo, paso la vida tranquilo. Tengo un letrero en la frente ‘No me vendo ni me alquilo’”. Quizás se vea en esta frase otra gran definición, la de un hombre que ha puesto a la convicción siempre por delante, aún con sus fuertes contradicciones que fueron apareciendo a lo largo de su vida.
Y quizás leyó su destino cuando firmó sus primeros versos, a los 14 años, como Atahualpa Yupanqui (en vez de usar su nombre real, Héctor Roberto Chavero). Con su propia voz se escucha lo que significa el nombre artístico que eligió para su viaje: “Viene de lejanas tierras para contar una historia”; esa sería la traducción aproximada de las palabras.
El documental es sobrio y no tiene secuencias ficcionadas o recreadas. Todo está generado a base de documentación, con un recorrido biográfico y cronológico. No indaga en aquello de lo que poco y nada se sabe (su primer matrimonio, o la hija nacida en 1943 de su relación con Lía Valdez); se centra en ese Yupanqui más accesible, que es viajero incansable, que se nutre fuertemente de los regionalismos pero, al mismo tiempo, indaga en las culturas europeas y de Oriente. En ese sentido, se construye el rompecabezas del perfil de un hombre apasionado por Japón o Hungría y que mantiene una relación de amor-odio con Francia. “Tengo un pacto de no agresión con París. Ni yo manejo profundamente el francés y ni el parisién sabe hablar quechua. Por eso nos respetamos”, dice.
Según la producción, el documental “se gestó ante la inquietud de digitalizar archivos en variados soportes que acumulaba Roberto ‘Coya’ Chavero, el único hijo del matrimonio con Nenette. Él preside la Fundación Atahualpa Yupanqui que sostiene el Museo Agua Escondida en lo que fue la casa de la familia en Cerro Colorado. Allí pudimos acceder a los archivos personales de Atahualpa, que fueron generando las condiciones y los insumos para realizar la película”.
En una reseña que rescata este documental hay una aguda descripción del personaje: “Rasgos aindiados se dibujan sobre el cuello del smoking de quien rescató para los criollos el privilegio del canto de la tierra en el corazón de la ciudad”.
“El hombre es tierra que anda”. Don Ata insiste con esa definición y la pone en práctica. En esa hora y media de película no faltan las escalas de su periplo. Su militancia comunista y su posterior renuncia al partido. La aversión primera al peronismo (”Uno mi voz al clamor de los camaradas tucumanos, que luchan por la recuperación de la dignidad ciudadana y por la extirpación del nazi-peronismo en el norte argentino”). Su proscripción y sus detenciones (”Estuve siete años prohibido; era un muerto civil. No podía ganarme la vida, ni documento tenía porque me lo habían quitado. Entonces me fui a Cerro Colorado (..) He estado dos, tres, cuatro veces en la cárcel. La segunda vez que salí, el pueblo me recibió. De todo pelo: peronista, radical, conservador. ¿A quien recibió? A uno que tocaba la guitarra, chacareras y malambo. Mi única condición buena era esa. Yo no había hecho nada por el pueblo, nada más que cantar”.
Así fue que salió en busca de lo desconocido, incluso, de aquello que terminó siendo conocido, como la escala pentatónica andina, que desde hace siglos suena también en el Tibet. “Me fui porque tenía necesidad de horizonte”, continua el relato. Y así llegó al Japón, que visitó varias veces. Francia, donde murió, terminó siendo por décadas su base de operaciones. Y ya con el paso de los años, en su correspondencia con su esposa Nenette y con su hijo, que siguieron radicados en la Argentina, se notaba que el tiempo le pasaba alguna factura: “Querido hijo, voy noche a noche desarrollando programas de diversa factura. Desarrollando como base los cuatro o cinco temas fundamentales de mi repertorio. Luego canto 25 o 30 temas o solos de guitarra. Una vez en el ring salgo a la pelea y no escucho el gong, luego siento la fatiga física pero voy comprendiendo mi enorme necesidad de entrega y me olvido de mis achacosos 73 eneros. Cantando pasé la vida, cantando gasté mi voz. Navegando en mar de coplas me voy acercando a Dios”.