De Drive My Car a Top Gun: Maverick, las mejores películas del año (hasta ahora), según los críticos de LA NACION

Drive My Car, de Ryûsuke Hamaguchi, ganadora del Oscar a la mejor película internacional
Drive My Car, de Ryûsuke Hamaguchi, ganadora del Oscar a la mejor película internacional

Se habla –en las páginas de este diario y fuera de él– de la crisis del cine y sobre todo de la crisis de las formas de ver cine, motivada por los cambios de hábito de los espectadores durante la pandemia (que han demostrado sobrevivirla), y también por varios otros factores, entre ellos el tipo de films que por estos días son considerados “merecedores” de una oportunidad en las salas. Pero, por supuesto, las grandes películas suelen abrirse camino ante los obstáculos y encontrar a su público. A continuación, nueve de las películas de 2022 que los críticos de LA NACION recomiendan descubrir antes de que termine el año.

Drive My Car

Por Natalia Trzenko

La película basada en un cuento de Haruki Murakami, premiada en el festival de cine de Cannes y parte integral del resto de las celebraciones cinéfilas de 2021 hasta su Oscar 2022 a la mejor película internacional, resulta una experiencia artística fascinante. Tal vez, para muchos espectadores, su brillante currículum sea más impedimento que atractivo para verla, especialmente si a su distinguido pedigrí se le suma la contundencia de sus tres horas de duración. El prejuicio a veces descarta los films que no siguen las fórmulas narrativas conocidas o exigen un compromiso del público más allá de su disposición al entretenimiento, por pretenciosos, aburridos o, peor, excesivamente artísticos. La película del talentoso Ryûsuke Hamaguchi desafía las dos primeras calificaciones. No hay ni un aire de autosuficiencia ni un segundo de aburrimiento en la trama que sigue a un director teatral obstinado con Tío Vania de Anton Chéjov, texto que refleja y se enrosca en sus propias vivencias con el proceso de un duelo tan doloroso como asordinado. Los cruces idiomáticos, las experiencias diversas que circulan en paralelo y esa propuesta de que alguien más –una desconocida con su propia carga de dolor– se haga cargo del volante, construyen un relato sensible pleno de lirismo y una puesta en escena que acompaña cada recoveco que explora el guion. Ese coche/ máquina del tiempo sentimental hipnotiza, emociona y, sí: entretiene.

Tom Cruise y sus jóvenes pilotos en Top Gun: Maverick
Tom Cruise y sus jóvenes pilotos en Top Gun: Maverick - Créditos: @@topgunmovie

Top Gun: Maverick

Por Hernán Ferreirós

“Estos aviones que piloteas, más pronto que tarde dejarán de necesitar pilotos. El fin es inevitable, Maverick. Tu especie está destinada a la extinción” dice el almirante Cain (Ed Harris) a su subordinado. “Es posible, señor –responde Maverick (Tom Cruise)– pero no todavía”. Este diálogo no se refiere tanto al reemplazo de humanos por drones en la aeronáutica como al fin de un modo de hacer cine, uno capaz de ofrecer un espectáculo colosal pero todavía creado por humanos en lugar de algoritmos programados, con auténticas estrellas en lugar de autómatas instantáneamente olvidables. Ese cine languideciente es el que capitaenea Tom Cruise en su saga de Misión Imposible donde, en cada nueva entrega, intenta mostrar un espectáculo que no habíamos visto antes, al punto de ofrecerse en sacrificio: no usa dobles de riesgo. Top Gun Maverick vuelve esa obsesión su tema. No se puede decir que la película sea una obra maestra, ni que logre actualizar el formalismo radical del desaparecido Tony Scott, director del film original, que contribuyó a definir la estética de los 80 y convirtió a Cruise en una estrella. Sin embargo, demuestra que con atributos ya considerados “de vieja escuela” como una dirección sólida y clara para filmar acción real, un relato no precisamente novedoso pero que sabe activar los resortes correctos y el carisma de su estrella se puede construir un éxito global. Como no se cansa de explica Cruise/Maverick: “Es el piloto, no el avión”.

Daniel Hendler, el protagonista de la comedia francesa de Santiago Mitre, Pequeña flor
Daniel Hendler, el protagonista de la comedia francesa de Santiago Mitre, Pequeña flor

Pequeña flor

Por Alejandro Lingenti

Pequeña flor ratifica la versatilidad de Santiago Mitre: en diez años ha dirigido cuatro largometrajes muy distintos entre sí, pero siempre conservando ambiciones y estilo. En breve llegará 1985, su esperado film sobre el histórico juicio a las juntas militares (con Ricardo Darín y Peter Lanzani en los roles principales), pero antes estrenó en cines argentinos esta imaginativa adaptación de una novela corta de Iosi Havilio que conserva el espíritu provocador del libro.

La historia de la película -una coproducción que unió aportes de la Argentina, España, Bélgica y Francia- se desarrolla en una desangelada ciudad francesa y tiene en el centro de la escena a una pareja en crisis (Daniel Hendler y Vimala Pons, los dos de muy buena faena). Pero lejos de narrar de manera rutinaria ese episodio tan frecuente, disparador de miles de ficciones en la historia del cine, Pequeña flor explora el terreno de la comedia negra con gracia y atrevimiento, suma referencias de la cultura francesa de una manera lúdica pero para nada azarosa y se permite unas libertades en términos formales que la oxigenan y la impulsan a levantar vuelo.

Hay buenos personajes (el embaucador que interpreta Sergi López, el misterioso dandy a cargo de Melvil Popaud), inquietantes pasajes de inspiración gore y unas cuantas ensoñaciones oscuras incorporadas al relato sin ninguna solemnidad. Pequeña flor es ligera y a la vez profunda. Incomoda, pero captura la atención. Es, en suma, una gran aventura cinematográfica a la que vale la pena acercarse.

Zoe Kravitz y Robert Pattinson como Selina Kyle/Gatúbela y Bruce Wayne/Batman en el film de Matt Reeves
Zoe Kravitz y Robert Pattinson como Selina Kyle/Gatúbela y Bruce Wayne/Batman en el film de Matt Reeves

The Batman

Por Paula Vázquez Prieto

Nada comienza como lo hubiéramos previsto. Un insidioso voyeur monitorea los últimos pasos de su víctima. El crimen más brutal es una lección para la desgastada moral de Ciudad Gótica. Mientras tanto, el héroe enmascarado patrulla en los callejones en penumbra, imparte una justicia exigua cercana a la venganza, masculla sus derrotas diarias como una forma autoimpuesta de supervivencia. El nuevo Batman de Matt Reeves vuelve a sus orígenes vigilantes, a esa ciudad atávica y fascinante de los 70, al corazón del neonoir, a un realismo tenso y pecaminoso que hace olvidar todas las veleidades pop que coleccionó el Caballero de la Noche en su historia cinematográfica.

Su herencia se rastrea en las búsquedas iniciales de Christopher Nolan, en las metáforas sociales ensayadas por Todd Phillips en Guasón, pero sobre todo en la materia original del cómic, en esas páginas impresas con violencia y anhelos de redención. En esa línea elegida, el Bruce Wayne de Robert Pattinson, todavía inseguro y caprichoso como un adolescente, cifra su fortaleza en el pasado de su tragedia, en su enojo apenas camuflado con los tiempos malsanos que han sumergido a la ciudad en el caos. Con su voz en off desencantada, The Batman le debe tanto a los relatos de detectives de la serie negra como a las raíces pulp de la escritura de DC, revitalizadas en una puesta sombría y devastadora, en ese laberinto urbano del que solo nos libera la furia. Bienvenido el nuevo Batman de Reeves: en esa elegía de venganza y sacrificio se encuentra su renacimiento.

Sofia Kappel en Pleasure
Sofia Kappel en Pleasure - Créditos: @MUBI

Pleasure

Por Milagros Amondaray

En cierto modo, el título de la audaz ópera prima de la realizadora sueca Ninja Thyberg es pretendidamente engañoso. Pleasure no es tanto una película sobre el placer que brinda lo que emerge de la industria pornográfica ni tampoco una obra sobre el placer que siente Bella Cherry (Sofia Kappel, excelente en su debut actoral) cuando, a sus 20 años, logra cumplir el sueño de ingresar a ese micromundo. Thyberg, quien pasó décadas explorando esa industria y filmó un cortometraje que sirvió como puntapié para su film, aborda el sexo con distancia y frialdad, utilizando las elipsis y el fuera de campo como herramientas para no regodearse en los momentos en los que Bella interactúa con sus compañeros de escena, aquellos en los que prima lo coreográfico.

De esta manera, el largometraje se va asomando como una coming of age [camino a la adultez] con una protagonista reservada que se nos presenta como un enigma, con un pasado que quiere dejar atrás (y del que apenas habla con su madre) y con la ciudad de Los Ángeles como el Santo Grial. Una vez instalada allí, va detrás de un objetivo: “Solo quiero ser vista”. Esa frase, enunciada con angustiante seguridad por Bella, tiene mútiples aristas que Pleasure navega con el cine para adultos como punta de lanza para un debate más amplio sobre la búsqueda de identidad en la era de la sobreexposición.

En Pleasure no hay placer: hay un cuestionamiento a la hipocresía de quien consume eso mismo y que luego degrada con violentos discursos.

Belle

Por Martín Fernández Cruz

Inesperadamente (o no), el buen cine de animación se convirtió en una trinchera. Pixar, Dreamwoks, y muchas producciones japonesas son refugios en forma de historias de gran calidad, que hasta se permiten una ligera experimentación que no resulta tan habitual en la cartelera actual. Pero aún más importante, es que en ese rubro se asoman autores a los que vale la pena descubrir. Y si bien Mamoru Hosoda está lejos de ser una nueva voz (este es su décimo largometraje), es indudable que su presencia en las pantallas argentinas es motivo de festejo.

En Belle, Hosoda ensaya una historia sobre el dolor de una pérdida irreparable, y la posibilidad de encontrar en un plano virtual una forma de curar esa herida. Aquí la protagonista es Suzu, una tímida estudiante secundaria, que en un mundo digital llamado U, se convierte en una carismática voz del pop. Durante uno de sus conciertos, ella conoce a un misterioso dragón, que termina por cambiar su forma de percibir todas su dos realidades, la digital y la cotidiana. A través de esa premisa, que a priori no parece muy innovadora, Hosoda pone en marcha un emotivo relato, con el que bastan unos minutos para establecer un lazo. En sus títulos más representativos (Summer Wars o El niño y la bestia, por ejemplo), este autor plantea películas que a los más pequeños fascinan, y a los grandes invita a recuperar una sensibilidad que la madurez arrebató, y que tiene que ver con descubrir nuevos mundos con ojos de niño. Y solo por eso, Hosoda es un nombre al que siempre conviene prestarle atención.

Belfast, de Kenneth Branagh
Belfast, de Kenneth Branagh

Belfast

Por Pablo De Vita

Dificilmente el reciente cine contemporáneo encuentre otra película que rezume tanta esperanza como Belfast, la memorable cuasiautobiografía de niñez de su director, Kenneth Branagh, que tuvo merecidamente el Oscar al Mejor Guion Original y se quedó inmerecidamente las manos vacías en otros rubros. El Belfast de 1969 es narrado desde la mirada de un niño y -en candoroso blanco y negro- resume las diatribas de la sociedad irlandesa de su tiempo, a la que dedica una melancólica observación nunca carente de sensibilidad y alejada de todo revanchismo por esa obligatoria búsqueda de horizontes, cuando la revuelta social y la crisis económica se daban la mano en una Irlanda del Norte devastada por los Troubles.

Allí sitúa Branagh a su alter-ego cinematográfico Buddy (un mimético rostro infantil del director a cargo de Jude Hill), quien es testigo de la escalada de violencia aunque, en su imaginario, esté más preocupado en jugar con sus amigos, sin comprender la dimensión de odio religioso que se demostraba a su alrededor. Buddy se vale del amor de sus abuelos, de la presencia y ausencia de sus padres, de la niña que más le gusta del aula, y de un amor por el cine que puede ser su escape hacia una ensoñación donde todo resplandece. El trasfondo de Belfast es el de una infancia conmovedoramente tamizada por un sentimiento de fragilidad que todo lo envuelve. Sólo así puede entenderse la emotiva dedicatoria: “Para los que se quedaron. Para los que se fueron. Y en memoria de todos los que se perdieron”.

Alana Haim y Cooper Hoffman, los protagonistas de Licorice Pizza
Alana Haim y Cooper Hoffman, los protagonistas de Licorice Pizza - Créditos: @Paul Thomas Anderson/MGM Pictures

Licorice Pizza

Por Marcelo Stiletano

Podríamos ver varias veces Licorice Pizza y aun así no llegaríamos a capturar todas las capas, variaciones y posibilidades expresivas que ofrece la película de Paul Thomas Anderson, una de las grandes películas no solo de este año, sino de los últimos tiempos. Sobran razones para fundamentar esta idea, pero de todas ellas la principal tiene que ver, sencillamente, con la aparición de una brillante idea original capaz de sobresalir en medio de un océano de secuelas, repeticiones y fórmulas gastadas.

Desde las múltiples capas de esta obra maestra, Anderson entiende a la creación como el acto de no quedarse quieto. Los queribles personajes de Licorice Pizza están todo el tiempo en movimiento, como si quisieran traspasar en algún momento la pantalla. Van seguramente sin saberlo en busca de un destino que parece marcado en el final, pero que deben construir por sí mismos. La película es un relato de iniciación y descubrimiento, es la crónica del romance imposible de dos seres bien distintos (por edad, por formación, por temperamento) que al final descubren que están hechos el uno para el otro, y es también la declaración de amor a un Hollywood nostálgico y entrañable. En la pintura de época que Anderson hace de su propia memoria de adolescente asoma también una manera de entender el cine y de mirar el mundo con una actitud vital, incansable, curiosa. No alcanza con verla una sola vez, aunque una sola vez alcanza para entender que estamos frente a algo distinto, que aparece muy de tanto en tanto.

Todo en todas partes al mismo tiempo

Por Guillermo Courau

Antes le decíamos realidades paralelas, ahora lo cool es llamarlo “multiverso”. Más cerca de Terry GIlliam que del Dr. Strange, Todo en todas partes al mismo tiempo va sobre el tema pero alejándose de la lógica adolescente de Marvel o DC para apostar a un caleidoscopio de situaciones y géneros que supera ampliamente todo lo visto sobre el tema hasta el momento.

La vida de Evelyn Wang (excelente trabajo de Michelle Yeoh) llegó a un límite para nada saludable. El mismo día que llega su padre de China (con el que tiene varias cuentas pendientes) tiene que entregar una declaración de impuestos para que no le rematen el negocio familiar, que también es su casa; su matrimonio está todavía peor, a punto de caer por su propio peso; para completar este presente caótico, su hija adolescente se siente incomprendida y la acusa de todos sus males.

Sin embargo, todo esto es apenas el comienzo, porque Evelyn descubre de pronto que tanto ella como el resto son solamente unos de tantos, desperdigados en diferentes universos, a los que accede en una montaña rusa de imágenes y situaciones vertiginosas. Hay humor, hay absurdo, hay emoción, peleas de artes marciales, dudas filosóficas y hasta un trasfondo de relaciones familiares no exento de melodrama.

Una película excesiva en el mejor de los sentidos, con un comienzo que descoloca y un desarrollo que acomoda el cruce de géneros a los ojos del espectador. O tal vez sea la audiencia la que termina aceptando los códigos del film, cuando descubre que en el fondo solo se trata encontrar la mejor versión de nosotros mismos. Aunque haya que atravesar varios universos hasta encontrarla.