El duelo nos hace viajeros del tiempo

COMO NEUROCIENTÍFICA QUE ESTUDIA LA MEMORIA, SOLÍA CREER QUE EL TIEMPO ERA LINEAL. PERO LUEGO MI MADRE TUVO UN DERRAME CEREBRAL.

Estoy en pijama, viendo un documental de Netflix sobre telescopios espaciales, cuando empiezo a pensar en mi madre.

“El hierro de nuestra sangre y el calcio de nuestros huesos se formaron literalmente a partir de una estrella que estalló hace miles de millones de años”, afirma la emocionada astrofísica del documental.

Una imagen de la Nebulosa del Anillo Sur flota en la pantalla. “Es una estrella moribunda en su último suspiro de luz”, explica. Parece un ojo, un iris, un pezón, un útero, un portal que se abre en el espacio. Miro fijamente la estrella moribunda, que exhala su último aliento y nos engendra a todos.

Estaba con unos amigos en Hell’s Kitchen cuando vi por primera vez los escaneos cerebrales de mi madre. Éramos neurocientíficos de Princeton de poco más de treinta años, recién egresados de nuestros doctorados. Unos días antes, mi madre —la politóloga, la litigante— había despertado junto a mi padre en su casa de Teherán incapaz de hablar correctamente, aterrorizada.

Sus escaneos cerebrales llegaron una noche antes de mi apresurado vuelo de vuelta a casa en enero de 2016.

Cuando se los enseñé a mi amigo James, vi en él la mirada del que sabe. Cada uno de nosotros había escaneado más de cien cerebros para nuestra investigación sobre la memoria. “La apoplejía se está comiendo el cerebro de mi madre”, le dije como si él no hubiera visto ya el óvalo oscuro que invadía su hemisferio derecho, como un agujero negro que se tragaba una estrella.

“Toquen sus extremidades y nómbrenlas”, les envié un mensaje de texto a mi padre y a mi hermana mientras me preparaba para volar a casa, dejando atrás mi investigación y un visado de trabajo que no permitía salir del país durante su periodo de vigencia. “Graben sus voces y díganles a las enfermeras que se las reproduzcan. Quizá sobrevivan algunas conexiones cerebrales”.

Mi madre era una mujer sana de 62 años. Su derrame cerebral y el coma subsiguiente nos sumieron en un limbo surrealista, en la incredulidad más absoluta. Era difícil dormir. Pronto me costó respirar. Empecé a fumar. Tal vez para asfixiar la pena en mis pulmones, quizá para sentir que tenía una pizca de poder de decisión.

Mi mente saltaba entre recuerdos pasados y posibilidades futuras. Desde la última vez que hablamos (¿le dije que la amaba?) hasta un futuro en el que ella sobrevivía, seguramente paralizada, y yo dejaba mi trabajo para cuidarla. Saltaba a la época en que estaba en segundo grado, cuando me enseñó a fijarme en las raíces de las palabras en tres idiomas. Pasaba a un futuro en el que moría en paz. Luego a mi última noche en Teherán en 2013. Llegaba al último fesenyán que me cocinó, a la última foto que le tomé. A un futuro en el que ella nunca despertaba y nosotros nunca podíamos dormir. Me quedé ahí ante todos esos pasados, todos esos futuros. Indefensa.

Antes del derrame cerebral de mi madre, creía que el tiempo era lineal, una flecha que solo se movía en una dirección. En mi investigación, abordaba la memoria como un objeto de observación empírica, una entidad cuantificable. Pero a través de la lente del dolor, la flecha del tiempo se partió en una constelación de puntos dispersos y móviles. El dolor teletransportó mi mente a pasados en los que mi madre era la estrella en torno a la cual giraba nuestra familia, y a posibles futuros con o sin ella.

El duelo nos convierte en viajeros del tiempo.

Un día, en el vestíbulo del hospital, con familiares a los que hacía años que no veía, saqué los escaneos cerebrales que tenía en mi iPad para explicarles el alcance de los daños. Necesitaba que vieran lo que yo veía. Mi tía se encogió de hombros. “Tú tienes tu ciencia y nosotros tenemos fe”.

Sentí que un súbito calor me subía a la cara. Ese fuego necesitaba una salida. “¡Estoy perdiendo a mi madre!”, casi grité. “Y tus rezos no servirán de nada”. Qué tonta fui al estar tan segura de mí misma. La verdad era que, en medio de aquella devastación, mi ciencia me hacía sentir totalmente impotente, mientras que mi tía aún tenía esperanza.

Al igual que mi padre, que llevó al extremo mis instrucciones iniciales de hablar con mi madre. Todos los días, tras despertarse a las 5 de la mañana, se ponía un traje y se sentaba a su lado, la tomaba de la mano, se mecía hacia delante y hacia atrás con los ojos cerrados mientras le recordaba quién era, le cantaba las canciones de su luna de miel y le decía que ya era hora de que se levantara para disfrutar de su casa de vacaciones en el norte de Irán.

El dolor de mi padre me parecía inmenso, de proporciones mitológicas. Me recordaba a Orfeo cuando viaja al inframundo para resucitar a Eurídice. Envidiaba su proceso. Para él, su coma no era una cuestión científica. Era un inframundo al que llevaba ofrendas diarias —historias que nadie había oído en años— con la esperanza de seducir a la conciencia de mi madre para que volviera a la superficie.

No sabía que amaba así a mi madre. Empecé a sentirme culpable, inadecuada. ¿Por qué no podía compartir la fe de mi familia? Si tenía una pizca de esperanza, ¿podría recuperarse mi madre?

Crecí aprendiendo sobre los científicos persas: Avicena, el padre de la medicina, Jayam y su astronomía y Al-Juarismi, cuyo nombre inspiró la palabra “algoritmo”. Su ciencia era expansiva, dejaba espacio para la filosofía y la poesía, para un reino místico que la razón no puede alcanzar. “Este océano de existencia está hecho de lo desconocido”, escribió Jayam. “Ninguna investigación puede llegar al fondo de él”.

De repente, mi educación en Europa y en la Ivy League se sintió desprovista de la sensación de asombro que yo había perseguido desde la infancia. El asombro que nos acerca a la naturaleza y nos ayuda a tener esperanza. La fascinación con la que los antiguos científicos honraban lo desconocido, hasta el punto de que incluso dieron un nombre a la nada: cero, la raíz de todo un sistema de matemáticas capaz de sumar y restar nada.

Eché un vistazo al departamento de mis padres, sintiéndome como las filas de libros que acumulan polvo: llenas de conocimientos pero incapaces de cambiar nada. Me enteré de que mi madre tenía diabetes y tomaba remedios a base de plantas en lugar de su medicamento recetado. Supe que había tenido el derrame cerebral un día después de que un grupo de hombres de su empresa intentaron echarla.

Estaba enojada porque nadie me lo había dicho. Me enfadó no haber estado más cerca para razonar con ella y lograr que tomara sus medicinas, que entendiera que su estresante trabajo no era compatible con la medicina holística. Y me enojé por mi visado científico que no permitía entradas y salidas. Fantaseaba con que mi madre se despertara, con dejar mi trabajo, volver a casa para cuidarla, abandonar la ciencia como penitencia.

Tras unas semanas en Teherán, ya no soportaba quedarme en el departamento de mis padres. Era un monumento a la ausencia de mi madre, presente en el tono de las paredes, en cada mueble, en cada carpeta tejida que había colocado bajo algún florero.

Acabé durmiendo en sofás de artistas en Teherán, fumando, hablando de arte y escribiendo. La pena me estaba convirtiendo en una nueva persona. Aprendí a tocar “Metamorfosis” de Philip Glass. Empecé a salir con un pintor. Al cabo de un mes, estaba participando en el juego de roles de la vida en mi ciudad natal tras una década en el extranjero, aprendiendo a construir un yo bajo la niebla de contaminación y opresión de la ciudad. Empecé a jugar a que sentía esperanza. Y también empecé a sentirla.

Pero luego, 43 días después de su derrame, mi madre murió.

La enterramos en el norte y plantamos un árbol sobre su tumba. Me estaba volviendo loca. Mis amigos me llevaron a los bosques de Gilán, junto al mar Caspio. Destrozada, me aferré a ellos como si cualquier momento que pasara sola pudiera ser desastroso. Cuando nos adentramos en los árboles cubiertos de musgo, rodeados de un océano de verdor, sentí la vida como nunca antes la había sentido: contundente, vasta, radiante, tendiéndome la mano. Me encontré cara a cara con todo un ecosistema, y me sentía afín a él. Sentí a mi madre en aquella naturaleza salvaje, la seguridad de que mis antepasados me maternaran, me abrazaran.

En primavera, tres meses y medio después de ver aquellos escaneos, por fin conseguí un visado para volver a Princeton. Volví a ser una científica, pero una que se hace amiga de los árboles y se entrega a la poesía como si fuera una medicina recetada. Me compré un piano y toqué la “Metamorfosis” de Glass, reconfortada por sus bucles, repeticiones y cambios graduales.

Me he acercado más a mi madre desde que murió. Ya no me agobian la distancia ni las heridas del pasado y me encuentro con ella en sueños. “¿Sientes que está en un buen lugar en esos sueños?”, me preguntó una vez mi padre. Asentí. “Yo también creo que lo está”, dijo. “Y creo que tiene amigos, como cuando estaba viva”.

Regreso el documental del telescopio hasta que veo tres vastas columnas de gas y polvo, los Pilares de la Creación.

“Estamos hechos del mismo material”, dice la astrofísica. Hierro nuevo para sangre nueva, calcio nuevo para huesos nuevos. Nuevas materializaciones de puro deseo, que dan a luz a todas las criaturas, tan hambrientas como la nueva vida.

No lloré a mi madre solo una vez. El duelo no tiene fin. Es una máquina del tiempo, una fuerza de cambio, una nueva historia de origen.

¿Es aquí donde yo empiezo?

c.2024 The New York Times Company