Un gran encuentro entre dos mundos de pura danza
Tercer programa de la temporada del Ballet Estable del Teatro Colón, con dirección artística de Mario Galizzi. Suite en Blanc. Coreografía: Serge Lifar. Música: Edouard Lalo. Repositor: Charles Jude. Asistente: Stéphanie Roublot. Iluminación: Rubén Conde. Escenografía y vestuario: André Dignimont. Windgames. Coreografía: Patrick de Bana. Música: P. I. Tchaikovsky. Repositora: Aída Badía. Iluminación: James Angot. Vestuario: Stephanie Bäuerle. Con la Asociación de profesores de la Orquesta Estable del Teatro Colón, con dirección de Jan Latham-Koenig. Solista: Oleg Pishenin (violín). Próximas funciones: hoy y el jueves, con el bailarín invitado Davide Dato (Ópera Estatal de Viena); el 16, 18 y 22, a las 20, en el Teatro Colón, Libertad 621.
Nuestra opinión: MUY BUENO
No hay quien conozca Suite en blanc y no diga, antes que cualquier otra cosa, que es un ballet “muy difícil”. Pareciera que semejante representación de la escuela francesa sólo podría alcanzar la perfección en la Ópera de París y que, aunque Serge Lifar la trajo aquí mismo en persona, estamos a once mil kilómetros de distancia de la cuna de ese estilo. Todos estos conceptos tienen tanta verdad como un viso de prejuicio y, en definitiva, terminan por resaltar la muy digna interpretación que la compañía del Teatro Colón hizo de esta pieza exigente en el estreno del domingo.
En programa compartido con Windgames, del coreógrafo alemán Patrick de Bana, la suite integra el nuevo espectáculo del Ballet Estable que dirige Mario Galizzi que propicia el encuentro entre dos mundos: el clásico y el contemporáneo. O el pasado y el presente. En ambos casos, la preponderancia de la coreografía sobre un escenario prácticamente desnudo –una plataforma y dos gradas, para trabajar en dos niveles los elegantes cuadros de la primera; unas galaxias de color proyectadas en pantalla gigante, en el dinámico vendaval de la segunda- hace recaer todas las miradas y el ciento por ciento de la atención del espectador sobre los bailarines.
Lifar –alumno de Nijinska, elegido de Diaghilev, estrella de los Ballets Rusos– creó Suite en blanc, con música de Edouard Lalo, hace exactamente 80 años. Se había visto ya en Buenos Aires cuando en 1964 él mismo regresó para montarla –su visita previa al Colón había sido como bailarín: de 1934 data su emblemática fotografía como El espectro de la rosa–. Luego, el título se repuso en las décadas siguientes hasta finales de los ‘90, cuando Esmeralda Agoglia, que conocía la coreografía de primera mano, ofició de repositora por última vez; desde entonces estuvo ausente de las temporadas (volvió al Río de la Plata en 2019 cuando Igor Yebra la puso en el Ballet del Sodre de Montevideo). En esta oportunidad la remonta Charles Jude, director de la fundación que vela por los derechos de la obra sobreviviente del ruso en la actualidad –sobre todo la Suite e Ícaro, dentro de un repertorio que más bien se fue perdiendo-. Se trata de un ballet estructurado en una sucesión de diez estudios coreográficos (conjuntos, dúos y solos) que pareciera contener en sí misma a todo el glosario del ballet académico, al que le rinde deliberado homenaje. Dinámica y sin argumento, como una refinería de la más pura técnica a la que incorpora posiciones, desplazamientos de eje y poses que hoy hacen al estilo Lifar, ya en el mismo instante en que se abre el telón impacta sobre el escenario de un negro rotundo el blanco inmaculado de los treinta y cinco bailarines que se recortan en la primera figura.
Los puristas podrán decir que algún port de bras o una caminata -aquello que a simple vista parece más elemental- delata la distancia de una escuela. Y si ocurre, por ejemplo, un titubeo o inexactitud en el cierre de un giro o un salto, las propias características de esta puesta detallista lo amplifican como una lupa. Pero lo cierto es que en la medida en que avanzan las escenas –con sus piruetas, baterías y tours en l’air-, sobre todo a partir del Pas de Cinq, se aprecia más y mejor el buen desempeño de la compañía, que afronta el desafío con toda prestancia. Los roles solistas (Carla Vincelli como Sérénade; Ayelén Sánchez en La Cigarette, Juan Pablo Ledo en la Mazurca y Camila Bocca en La Flúte) se despliegan con solvencia, enmarcados por un cuerpo de baile bien ajustado. El Adage de Bocca con Federico Fernández merece especial destaque, en exquisita línea, nada artificiosa.
Tras el intervalo, el vendaval de Windgames cambia la atmósfera en tiempo y espacio, pero no el tema. “Serge Lifar y yo venimos de la misma madre, tenemos diferentes padres, pero la misma madre: la danza clásica”, había anticipado De Bana a LA NACION sobre el contraste y similitud que guarda el programa. No se equivocaba. La creación -que se fue construyendo durante la última década en diferentes compañías del mundo, en tres tramos, hasta lograr su forma integral- tiene ensamblada aquí una “versión Buenos Aires”, que hasta deja entrar un tanguito al paso por Rocío Agüero -bailarina con un desempeño de sostenido crecimiento en la compañía- y Martín Vedia.
Como movido por esos juegos de viento que sugiere el título, un numeroso cuerpo de baile entra y sale consecutivamente a la carrera del escenario: ellos, con el torso desnudo; vaporosas las mujeres en sus trajes azules. Con independencia del derrotero de esa masa que persigue la sincronía -es un momento jubiloso cuando la encuentra-, la obra tiene un solista extraordinario: Davide Dato, primera figura de la Ópera de Viena. Atravesado por una fuerza que lo conmueve desde las entrañas, el italiano se luce con este personaje de contrastes: a momentos más expresivos le siguen despliegues virtuosos, como a veloces pasajes, instantes más gestuales, de relativa quietud. Así, el primer movimiento pareciera tenerlo todo: la velocidad y belleza del Concierto para Violín de Tchaikovsky –a cargo de la Orquesta de la casa y el violinista Oleg Pishenin-, la novedad de este lenguaje que despierta un interesante reto para el Ballet Estable –entregado de lleno a la tarea desde el primer día- y la actuación de un bailarín fuera de serie.
El segundo movimiento (lento) está reservado a un dúo –”los rojos”, el corazón de la obra- que podría verse como un reencuentro. Sin embargo, no hay un argumento tampoco aquí, aunque sí aparecen citas inequívocas: los brazos del cisne, las manos del Fauno, todos elementos que como un perfume invocan a aquellos Ballets Rusos que De Bana admira. Paula Cassano e Igor Vallone logran conmover en este paso a dos que tiene su apoteosis con una danza en silencio. En el tercer movimiento (rápido otra vez), con todos en escena –los azules, los rojos, el solista-, ya no hay sorpresas: los fraseos coreográficos, la dinámica, el crescendo es esperable y convence en general al público, que lo celebra.
Es alentador asistir a un espectáculo con dos obras que, en un sentido, están en los polos, pero que coinciden en una confirmación: hasta dónde pueden llegar los bailarines de esta compañía con un trabajo tenaz si la apuesta que se les presenta es estimulante.