ENTREVISTA: Brontis Jodorowsky, un relevo de luz en medio de la noche

“Hoy cumples siete años, ya eres un hombre. Entierra tu primer juguete y el retrato de tu madre”, le dice el protagonista (Alejandro Jodorowsky) a su hijo (Brontis), en la película El Topo (México, 1970), “¡Destrúyeme! No dependas de nadie”.

Un brutal despojo de la infancia perdida, que me ayudaría a quemar las naves de un cruento pasado construido por otros. Hoy, dejando nuevas huellas en arenas que desconozco, me complace presentarles la conversación que tuve con el laureado actor y director mexicano-francés, Brontis Jodorowsky, en la que hablamos sobre su libro “Algunos cuentos de sabiduría y otras tonterías: ficciones para faltos de tiempo (2017), de su papel en la película Bayoneta (2018) de Kyzza Terrazas y del concepto de la muerte.

Me parece que tu libro Algunos cuentos de sabiduría y otras tonterías: (Ficciones para faltos de tiempo), logra un portentoso ejercicio de prestidigitación literaria, al hacer que las historias cotidianas e íntimas, hechas de detalles, que en otras manos podrían resultar anodinos, se transformen en una poderosa narración de validez universal capaz de curar.

Gracias, aunque no haya sido mi objetivo curar a nadie mientras lo escribía; no pretendo ser terapeuta. No me atraen las bonitas frases de sabiduría genérica (a menudo acompañadas de ilustraciones cursis), que plagan las redes sociales en búsqueda de “likes” y seguidores. Trato que todo lo que escribo tenga que ver con un proceso personal; mis microcuentos están, de una manera u otra todas ligados con fantasías y procesos míos. Su breve formato es porque encuentro que hay algo de poético en el aforismo y porque ambicionaba ofrecer un libro que se pudiera leer “entre dos puertas “, o en los transportes públicos, por ejemplo. La multiplicación actual de distractores de nuestra atención roe nuestro tiempo. Así que traté de reducir mis historias al mínimo de palabras, de hacer un proceso de destilación, o digamos de liofilización de mi experiencia, para que, al contacto de la imaginación del lector, las compactas historias se desarrollen en su mente, que éste les dé contexto, marco e interpretación.

Si, como dices, esa experiencia metafóricamente compartida le es útil al lector, me alegro; pero con que le arranque una sonrisa ya estaré satisfecho.

En Bayoneta (2018), la película de Kyzza Terrazas, interpretas a Denis, el antiguo entrenador del boxeador Miguel “Bayoneta” Galíndez, quien vive exiliado en Finlandia –tras sufrir un fuerte trauma– trabajando de día como sparring en un gimnasio de boxeo, sin más esperanzas que ganar lo suficiente para alcoholizarse. ¿Qué te atrajo de esta historia, de tu personaje y qué te quedaste de él?

Me atrajo el papel del coach y su relación con ese joven excampeón lidiando con la depresión y la culpa, un rol de humanidad, en un esquema que, lejanamente me recordaba a John Wayne en el famoso Western Río bravo (1959).

Las buenas películas de género son a menudo un pretexto para hablar de otra cosa que lo que implican los cánones del género mismo: en la película de Howard Hawks, más que de disparos, asaltos de bancos o del Grand Canyon, se trata de la historia de alguien que intenta sacar a su amigo del alcoholismo, Wayne tratando de levantar a Dean Martin, una bella película sobre la amistad. En la parte coach / boxeador – Denis / Bayoneta, sentí que podía haber algo así.

Al ver la película terminada, llegué a la aceptación final y total de que una cinta realmente encuentra su identidad en la mesa de edición.

En tanto que actor, conoces el guion original, sabes las escenas que se filmaron, en qué orden estaban y luego ves la película y lo primero que sientes es que “faltan“muchas de esas cosas. Claro Bayoneta es la historia de Galíndez, Luis Gerardo Méndez estaba en todas las secuencias, era su historia y lo esencial no era la relación con el coach. Pero en el corte final, de lo que había entre esos dos hombres quedó algo un poco esquemático. Había también otros personajes secundarios y otras subintrigas con actores finlandeses de mucho talento y también todo eso se cortó. Me encantan las películas que cuentan una historia principal enriquecida con subhistorias, con personajes secundarios desarrollados, porque la vida está llena de cosas entretejidas, de microeventos y relaciones que no son lo esencial pero que le dan sabor y relieve a la narrativa.

Luego, cada director hace la película que quiere hacer, la que le habla a él; es su visión la que cuenta, son sus años de arduo esfuerzo para que exista el film. Cuando lo platiqué con Kyzza, me dijo que había optado por un “estudio de carácter”. En general, como público, me interesan más las historias que los estudios de carácter; cuál sea la forma artística, anhelo en una obra la posibilidad de catarsis. Pero lo que cuenta es que un director sea fiel a sí mismo y aunque no fue un súper éxito taquillero, a mucha gente le gustó la película y yo me encuentro bien en las escenas que quedaron. Bueno, perdón: opinar sobre el trabajo de los demás es tan fácil… “opinadores” no faltan: todos tenemos opiniones que tomamos muy en serio. Afrontar el proceso creativo, lograr hacer una película, encontrar su vía personal, es otra cosa y le estoy agradecido a Kyzza por su confianza.

Al final, “Bayoneta” Galíndez ve morir a un alce. ¿Cuál es su relación con su historia, es quizá la aniquilación del pasado?

No sé. Esa es una pregunta para Kyzza, no para mí. Yo no actúo de ese alce, entonces no te puedo decir, (risas). La metáfora del venado existe también en la película que hice con Daniel Castro Zimbrón, su opera prima Tau (2012), pero cobraba otro sentido dado que el contexto era Wirikuta, el desierto mágico, algo que ver con el duelo y con los huicholes… La breve aparición del venado azul es ahí algo bastante bonito.

Hay un cineasta que ha tenido mucha influencia en toda una generación: Carlos Reygadas, y desde su reconocimiento internacional han aparecido en otras películas mexicanas elementos de ese tipo, que introducen algo “extraño”, metafórico, fantástico, aunque no siempre de manera tan oportuna.

A lo que voy es que un cineasta tiene que encontrar su cine, porque en cierta manera todas las historias ya fueron contadas; lo importante es cómo la vas a narrar tú: que seas pintor, escritor, cineasta, dramaturgo, lo que debes buscar es tu forma.

Todos nosotros en tanto que seres humanos, en nuestra constitución neurológica, fisiológica, somos iguales; pero a la vez somos todos únicos: no hay dos huellas digitales, dos formas de orejas idénticas en toda la humanidad, no hay un diseño del iris igual a otro –por eso puede existir el reconocimiento facial. Carlos Reygadas encontró su cine, puede gustar o puede no gustar– a mí, por ejemplo, Nuestro tiempo (2018) me encantó: ahí llegó a su forma más completa y tengo mucho apetito por su próxima entrega. Pero ver aquí y allá «reygaderías», elementos sobrenaturales gratuitos o súper lentitud con no actores –por ese temor de ciertos directores de confrontarse a un actor y ese a priori que algunos tienen de que un actor no va a ser auténtico– pues no me interesa tanto.

Ahora, cuando un cineasta abre puertas, también se puede explorar ese nuevo campo: en la muy buena Sundown (2021), Michel Franco introduce de repente un elemento así, con unos puercos en una ducha y es formidablemente coherente. Cuando es justo, es justo; cuando no, son efectos estilísticos vacíos.

¿Cómo se afronta con solemnidad la muerte de un ser querido?

Lo sabes, mi hermano Cristóbal falleció el pasado mes de septiembre. ¡Qué tristeza!

Más que afrontar, diría que la muerte se atraviesa, te atraviesa y transforma tanto a ti como al fallecido en ti. Tu amor por él, sin disminuir, cambia de naturaleza. Es ese el proceso del luto, por eso el tiempo que requiere: aceptación de la ausencia tangible, mutación de la presencia y del sentimiento. “Para que algo quede de ti en mí, debo dejarte ir… “

En fin, no se pueden definir procesos o recetas para todos los seres humanos y para todas las vivencias, todas las muertes. Lo vivo así ahora porque está relacionado con mi historia, mi transcurso. Ya he pasado por varias muertes.

La primera, la viví a los 17 años, cuando falleció Renée, mi abuela materna. De familia muy católica, fue madre de 14 hijos, así que puedes imaginar además el número de nietos y bisnietos. Tenía más de 80 años, estaba agonizando en la clínica y había literalmente una cola para verla una última vez, con 15 minutos cada cual para despedirse de ella.

A mis seis años mi madre se fue a hacer teatro a Polonia y me dejó medio año con mis abuelos. Me querían mucho y aún más quizás porque, dentro de la visión del mundo de esa familia tan tradicional, yo era “el pobrecito”: hijo ilegítimo (mi padre y mi madre eran amantes, él estaba casado), de un padre artista, ¡y judío además de todo!, abandonado en cierta manera ahí por sus progenitores… Entonces me arroparon muy bien, con mucho afecto. Fueron probablemente mi primer modelo de pareja estable y amorosa. Recuerdo aún la cálida y tierna mano de Julien, mi abuelo medio ciego, durante los paseos por la tarde, y el delicioso aroma del entreseno de mi abuela cuando me abrasaba cariñosamente en cualquier momento del día.

Al llegar mi cuarto de hora para despedirme de ella, ya estaba a punto de irse –falleció al día siguiente–. Me senté a su lado, le di la mano y pasamos los quince minutos mirándonos en silencio. Hay momentos así, en los cuales las palabras están de sobra. Transcurridos mis quince minutos, justo cuando nuestras manos aceptaban soltarse, pronunció suavemente, casi en un suspiro: “Je prendrai soin de toi” (Te cuidaré).

¡Qué gran regalo me hizo ahí!

A pesar de que yo considere fundamental haber leído por lo menos el Génesis y los cuatro Evangelios, saber de mitología greco-romana, del sufismo o del pensamiento budista, no soy creyente.

Pero ella sí creía. Había nacido católica, ido a Misa todos los domingos, vivido en la fe cada día y en ella moría, totalmente convencida de que al expirar iba a subir al Cielo y entrar en la luz de la Virgen María.

Cuando eran pequeñas, mis hijas me preguntaron si Santa Claus existía. Como nunca quise mentirles, les dije: “Mientras crean en él, existirá”. Para ellas existiría y es lo que contaba para ellas.

Reconozco y respeto el total y absoluto derecho de creer en Santa Claus, lo respeto profundamente (lo que obviamente no le otorga el derecho a nadie de obligarme a creer en Santa Claus, ni a imponer en mi casa a fines de diciembre un árbol podado con bolitas de colores –si captas la metáfora–). Pero, aunque yo no sea creyente, su intención amorosa de decirme que para siempre estaría conmigo, me apoyaría, me cuidaría desde ese Cielo al que ella iba a naturalmente acceder, era un mensaje de amor profundo: “Te amaré más allá de la muerte”. Sus palabras se grabaron en mi corazón y han sido desde entonces una fuente de fuerza interior.

Unos años más tarde, falleció Bernadette, mi madre, en un accidente de avión, y lo alucinante es que la tarde misma de su vuelo me dijo al despedirnos: “Si muero durante mi viaje, no quiero flores en mi entierro, porque son muy caras y mis amigos son muy pobres”. ¿Qué presciencia fue esa? La misma noche se estrelló su avión en las afueras de Madrid.

Al principio no sentí nada. No vertí ni una lágrima, me quedé impávido cuando frente al Château de Vincennes su amigo Michel me anunció con voz temblorosa el accidente.

No lograba entender: “Mi madre ha muerto. ¿Cómo es posible que no sienta nada —me dije–? ¿Acaso soy un insensible, un ser sin corazón? “. Era simplemente que cuando un shock es tan fuerte, en un reflejo de supervivencia psicológica tu mente se protege del dolor.

La mañana siguiente viajé a Madrid y al aterrizar empezó el proceso: vertí las lágrimas contenidas y entré en un extraño estado de lucidez dolorosa, en el que todo se volvió relativo; lucidez tan exigente y pura, que no se puede asumir más allá de un cierto tiempo.

Deberíamos vivir en permanencia con la consciencia de la muerte, de nuestra posible muerte en cualquier momento, de la posible muerte en cualquier momento de nuestros seres queridos y, más allá, de la del entorno, hasta de la de la humanidad entera. Nuestra vida, el simple hecho de vivir, la vida misma adquiriría otra dimensión, otra calidad. Lo sabemos, en teoría. Pero ello requeriría un cierto grado de energía, de compromiso, me atrevo a decir de amor –y todos somos hasta cierto punto perezosos con eso, ¿no? Preferimos cerrar los ojos y seguir adelante, tibios, como si fuéramos eternos–.

Pero volvamos al momento. Con la mejor intención del mundo mi padre me aconsejó de no ver al cuerpo de mi madre. Temía que fuera para mí algo insoportable y traumático. Lo escuché, pero resultó ser un error: como no la vi (una tía monja que fue conmigo es quien asumió reconocer el cuerpo), mi mente no pudo integrar correctamente su fallecimiento. Por algo se dice “ver para creer “. Por no haberlo constatado con mis ojos, algo en mí se negaba a creerlo; hasta tuve un mes más tarde la alucinación de verla pasar en un automóvil frente a mi casa…

Aprendí ahí lo fundamental que es el velorio, esa costumbre de pasar un tiempo con el cuerpo del fallecido. Un tiempo que te pone frente al hecho, a la ausencia ya del ser dentro de ese cuerpo, un tiempo de “des-encarnación“, el tiempo que tu consiente y tu inconsciente requieren para poder entablar el proceso del luto: periodo de transformación del fallecido en relato íntimo, tanto en el corazón como en la mente de los que continuamos en vida.

Sigamos. En 1995 falleció mi hermano Teo, a los 24 años. Repentinamente, de manera inconcebible, prácticamente inaceptable; fue tremendo. Ahí yo tuve que sostener a mi padre y asumir encargarme de muchas cosas: reconocer el cuerpo en la morgue, gestionar la funeraria, con su madre tratar de que no hubiera autopsia –por haber muerto de una sobredosis, había legalmente que practicarla– estar presente a la clausura el féretro, otro requerimiento legal, tras la incineración recibir la urna aún tibia con sus cenizas; hasta imaginar qué hacer con ellas…

Que muera antes de ti tu abuela o tu madre, está en cierta manera dentro del orden de la vida (por más ilusorio que sea ese orden). Pero tu hermano menor, en esas circunstancias… El dolor fue tan profundo, para mí como para todos los miembros de la familia que nos tomó prácticamente 20 años poder evocarlo sin que se nos vele la voz.

Yo estaba en ese momento ensayando «Le Tartuffe», de Molière, con la compañía francesa Le Théâtre du Soleil. Creo que, si no hubiera estado en pleno trabajo creativo, con un papel como el de Orgón y el apoyo de la tropa, hubiera probablemente padecido un trastorno psicológico. Ahí sentí el valor sanador del arte.

A la vez, tuve también que aceptar que la muerte de mi hermano había machacado tanto mi corazón, que en algo me llevaba a ser un mejor actor. Fue difícil aceptarlo, despojarme de la idea y culpabilidad de que en cierta manera estaba “devorando al cadáver” de un ser querido para nutrir mi artesanía. Pero me di cuenta de que era parte del proceso, una manera de aceptar la vulnerabilidad y volverla riqueza. En ese momento el teatro me salvó, me salvó no detenerme, sumergirme en el trabajo y el compañerismo artístico, me ayudó a atravesar ese huracán emocional y a canalizarlo para, más aún que un mejor actor, ser un mejor ser humano. En todo caso eso espero. Es un cliché decir que todo fin implica un comienzo, pero puede ser acertado.

La siguiente experiencia con la muerte fue la de mi tía Marie-Renée, la hermana mayor de un par de años de mi madre, que en cierta manera la remplazó en el rol de abuela con mis hijas. A ella la pude acompañar hasta el fin, en el hospital. Marie-Renée no se esperaba morir: tenía solo 75 años, era una mujer alegre y llena de energía, pero de repente padeció de algo a priori benigno que se fue complicando y falleció en un par de meses.

Espero que no suene frío, pero fue muy interesante observar cómo ocurrió: tenemos la idea de que la muerte es instantánea, que llega en un momento dado y preciso; pero no, morir, la muerte misma, también es un proceso que va por etapas. Cuando morimos, no todos los órganos de nuestro cuerpo se apagan al mismo tiempo, los sentidos se van uno por uno, el oído al último; te vas muriendo de las extremidades hacia el centro: la necrosis había empezado en sus pies y en sus manos, pero ella seguía viva. Ya no veía, había perdido el uso de la palabra, pero su corazón seguía latiendo, respiraba profundamente, reaccionaba a la voz…

No sé si en esa etapa tu mente está todavía en estado de comprender y aceptar lo que está por ocurrir. Pero la abracé y le dije al oído: “No temas, yo pensaré en ti, te llevaré dentro de mi corazón”. Y en diez minutos su ritmo cardiaco se fue apaciguando, haciéndose cada vez más lento, hasta que con un profundo último suspiro cesó de latir.

Toda nuestra vida es ir de una inspiración a una expiración. Nacemos naturalmente cuando nuestros pulmones están listos para nuestra primera inspiración. Cuando alguien muere, se dice que expiró. Y, cosa hermosa, también decimos que tenemos una inspiración cada vez que nace una idea creativa en nosotros.

Acompañar a Marie-Renée hasta su último momento, con cariño y paz, asumir en cierta manera el mitológico papel de Caronte, me ayudó mucho a aceptar su partida. Acompañar a un(a) moribundo(a) no tiene nada de macabro, es un acto que te llena de vida y de gratitud, en algo te deja sin “deuda”. Todos deberíamos, por lo menos una vez en nuestra vida, acompañar a alguien que se va. Nadie debería morir solo. Por eso en las mitologías a menudo hay un ser que acompaña el paso de una dimensión a la otra.

En cierta manera también, dado que Marie-Renée había asumido el papel de abuela con mis hijas, eso me permitió metafóricamente, por proyección, acompañar simbólicamente a posteriori a Bernadette: estar ahí, acompañarla, que muera en mis brazos, en algo alivió la tristeza de no haber podido despedirme así de mi madre. En el trabajo de teatralización terapéutica, es banal que una persona juegue el papel de otra, para permitir “saldar cuentas “.

Luego, el pasado mes de septiembre, fallece Cristóbal, mi hermano tan querido…

¿Cómo hablar de eso? Es tan reciente. Diga lo que diga, cual sea tu experiencia, cada vez que un ser querido muere, vuelves a emprender el camino triste y doloroso.

Lo que he aprendido sin embargo de mis pasadas experiencias, que la muerte sea repentina o anticipada, es que ese camino es el de la aceptación del fenómeno, cuan triste sea, y que alguien muera a los 83, a los 47, a los 24, a los 75 o a los 57 años, esa es su vida completa; eso es lo que hay que aceptar. Y, sin entrar en detalles, puedo decir que en el caso de Cristóbal es más verdadero aún…

Me parece que solo la aceptación de la separación tangible permite honorar por completo al fallecido y, al dejarlo ir, adquirir una presencia nueva en nosotros, hecha de su transcurso, libre de su encarnación, relato de enseñanza.

Pero volvamos a tu pregunta inicial: ¿Cómo se afronta con solemnidad la muerte de un ser querido?

Todo depende de la vivencia que has tenido, de la persona que eres, de tu relación con la persona que falleció. No hay recetas, modelo, buena o mala reacción: la fallecida puede ser una persona muy cercana, y sin embargo de repente sentir una rabia tremenda hacia ella, justamente por haber fallecido. “Descanse en paz” no es algo obvio, es también un proceso que debemos llevar a cabo en nosotros: hay gente que a los 90 años siente todavía resentimiento hacia sus padres fallecidos décadas atrás; yo conozco uno que no ha aliviado todavía del todo de esa mezcla de veneración y rencor. El tiempo emocional, sicológico, inconsciente, no es el mismo que el del calendario. Tanto como antagónicos sentimientos, épocas distantes conviven en nuestro presente interior. La paz del “Descanse en paz” es un estado que, a través del duelo, debemos aceptar, desarrollar. Para que, en cierta manera, la muerte de un prójimo pueda, más allá de la pena, hacer florecer algo en nosotros.

En fin, cuando hablas de solemnidad, probablemente te refieres al video que subí en las redes pocos días después de la repentina muerte de Cristóbal. Aquí el enlace.

En ese video me baso sobre lo que sabía en ese momento; luego supe otras cosas que completarían la historia, que le darían otro enfoque. Pero bueno, no hubiera sido muy diferente mi forma de expresarlo.

Mi hermano Adán, la hija y los dos hijos de Cristóbal, tres de sus exparejas, estábamos todos juntos en el proceso de vaciar su departamento. Aparte de todo lo que evoqué anteriormente, la muerte de un prójimo te echa encima una cantidad de cuestiones prácticas que resolver: acabar de pagar su renta, que no corten la luz mientras se vacía el departamento cuyo dueño quiere recuperarlo para un próximo inquilino, deudas pendientes, gastos funerarios, ¿qué hacer con los libros, muebles, ropa, papeles y otras pertenencias? En el caso de Cristóbal, también sus pinturas, los manuscritos de su nuevo libro, etc. Sin hablar de las cuestiones legales de herencia —otro vasto tema–.

Todo ello te obliga a estar en la acción, lúcido; sin embargo, en medio de todo eso te sumergen las olas emocionales. Como estás en esa acción con otras personas y que sus olas de tristeza no se derraman al mismo tiempo que las tuyas, se puede seguir adelante, consolarse mutuamente, acompañarse, sostenerse y navegar esa noche oscura del alma sin ahogarse.

Durante esos tristes, pero híper activos días, a una de las excompañeras de Cristóbal le llegaron comentarios en internet cuestionándola sobre por qué no se había hecho pública la causa de su deceso; a ello se combinaron algunas teorías fuera de lugar sobre la vacuna contra el COVID, accidentes en otro país y un par de divagaciones venidas del espacio intersideral.

Hay algo tan misterioso en la muerte…

Me di cuenta de que, como cualquiera, cuando leía en un periódico sobre la muerte de alguien, lo primero que yo también buscaba era la causa. ¿Por qué? Hay un largo artículo sobre quién era ese gran pintor y su aporte, ese matemático y sus descubrimientos, o ese político y su lugar en la Historia; sobre el transcurso, vida… ¿pero por qué no leo el artículo sin buscar primero la causa de su muerte?

Mi conclusión es la siguiente: la causa, la razón, es en cierta manera la puerta entre dos dimensiones; la que conocemos y la inconcebible: la de la desaparición de nuestra consciencia de ser.

Recuerda que no podemos soñar que morimos. Nuestra psique no lo puede imaginar concretamente y por ende darle una imagen, aunque sea onírica: siempre estamos ahí, actores o testigos, presentes.

Ahora, se puede creer en la reencarnación. Pero si la reencarnación existe, de todas maneras, no se reencarna con la consciencia de uno mismo: quizá pasamos a ser otra persona, un animal o lo que tú quieras, pero si yo reencarno en ese otro, no recuerdo la vida anterior. Ciertas prácticas pretenden dar acceso a esa memoria… ¿Pero hasta qué punto es verdad ese recuerdo de una vida anterior?

Cada uno se cuenta la historia que le hace bien, ¿por qué no? Si eso te hace feliz y te lleva a vivir una vida mejor, a que tu acción en el mundo sea más positiva, perfecto; pero son creencias, como la creencia en Santa Claus o la influencia de Plutón en mi carrera diplomática.

Más seriamente, cuando sí conocemos la causa del fallecimiento, nuestra psique concibe una puerta, un río Stix, algo que separa claramente el mundo de los vivientes y el más allá de los muertos. Como la separación de la luz y la oscuridad al momento de la creación, en nuestra mitología judeo-cristiana.

“Por ahí pasó: por una intoxicación alcohólica, por un accidente de automóvil, por darse un tiro en la cabeza, porque tenía 97 años y se apagó, lo mató una bala perdida, o demasiada Coca-Cola,…“ Ahí tu mente puede aceptar y concebir, visualizar –en una especie de velorio interior–. Mientras que si no conoces la causa, en cierta manera la frontera entre vida y muerte se desvanece, y ese momento “pre-creativo”, donde la luz y la oscuridad se combinan, es angustioso: no saber de qué se murió el otro, por qué puerta pasó, abre para nosotros la posibilidad de desaparecer en ese “entre-mundo“, de disolvernos, como en la película End game (2019), con un tronar de dedos. A un nivel inconsciente, sin esa delimitación, la muerte del otro puede simplemente aspirarnos.

Bueno, quizás voy un poco lejos para explicar lo que también puede ser una simple curiosidad compasiva… Pero así lo pensé al tratar de entender lo inentendible que abarca la muerte. Después de todo, una de las principales actividades de nuestra mente es darle sentido a lo que no lo tiene. Somos los relatos que nos hacemos a partir del maravilloso caos de la existencia.

En todo caso, sentí que para las muchas personas que habían trabajado con Cristóbal en la Gestalt, en la Escuela Metamundo, en las terapias, los talleres y la búsqueda espiritual, había una necesidad emocionalmente vital de saber de qué había muerto. De ahí el video. Salió como salió, conté lo que yo sabía en ese momento, no busqué ser solemne, sino honesto y simple.

Recibí una cantidad enorme de respuestas agradecidas y me di cuenta de que había hecho bien. Y que también me había hecho bien hacerlo. No se debe vivir el luto de manera solitaria. Encerrarse en el dolor, es tóxico. Las emociones existen para ser compartidas, tanto como los pensamientos o la experiencia de la vida. Compartir es lo que nos hace humanos. Lo pude hacer con lo que llamas “solemnidad“, quizás porque justamente ya había pasado yo por varias experiencias de muerte y, en cierta manera, renacido de ellas. Sentados aquí frente a ti y al lado mío, están todos mis muertos, mis maestros.

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Este artículo fue publicado por primera vez en Los Angeles Times en Español.