Estamos en 2020 y todavía tengo que explicar por qué decidí no llevar el apellido de mi esposo

Soraya Kishtwari

Estamos en 2020 y todavía tengo que explicar por qué decidí no llevar el apellido de mi esposo
“Es hora de que dejemos de caminar cual sonámbulos en defensa de prejuicios de género que no nos hacen ningún favor, ni a nosotras ni a nuestras hijas”, escribió la autora. (Foto: Imagen tomada por Mayte Torres vía Getty Images)

Mientras crecía y deseaba encajar, como la mayoría de adolescentes, me molestaba mi apellido.

El apellido de nueve letras del sur de Asia que heredé de mi padre era demasiado largo y difícil de deletrear, por no hablar de las dificultades que implicaba pronunciarlo en una lengua anglófona. Anhelaba esa discreta conformidad que ofrece un Brown o un Smith.

No fue hasta los 23 años, cuando me propuse visitar la tierra donde mi padre pasó su infancia, Cachemira, una región administrada por India, que finalmente hice las paces con mi apellido mientras el cañón de un rifle me apuntaba a la cara.

Cuando se produjo la partición en 1947, mi padre, junto a sus hermanos y su madre, fueron desarraigados de su Kishtwar natal y separados de sus familiares, incluido su propio padre. Tan pronto como tuvo la edad suficiente para cambiar su nombre oficialmente, se rebautizó como Kishtwari en honor a su amada Tierra del Zafiro y el Azafrán. Era su forma de mantener un vínculo tangible con el hogar al que instintivamente sabía que nunca podría regresar.

Décadas más tarde, esa decisión aseguró mi viaje y la rápida liberación cuando un grupo de hombres armados, que evidentemente no eran oficiales del ejército indio, en un puesto de control improvisado en la carretera rodeó nuestro vehículo y nos obligó a salir. Decididos a evitar que los forasteros se adentraran más en Cachemira, los barbudos revisaron mis pertenencias (yo era la única extranjera), en busca de pruebas de que no pertenecía a la zona. El apellido en mi pasaporte fue suficiente para tranquilizarlos.

Ironías de la vida, el apellido del hombre que se convertiría en mi marido en 2012, Fabre, era el equivalente francés de Smith. Así que finalmente tuve la oportunidad de sustituir mi apellido inusual por algo más convencional. Sin embargo, mi vergüenza fuera de lugar de la adolescencia había sido reemplazada por un fuerte sentido de mí misma, así que no estaba dispuesta a renunciar a mi apellido.

En cambio, sugerí fusionar nuestros dos apellidos para crear una larga identidad compartida, una especie de arma con doble cañón que enfatizara en lo que teníamos en común. Si él esperara que yo adoptara su apellido, seguramente él podría adoptar el mío.

Su respuesta no fue la mejor: se rio, una especie de risa nerviosa, seguida inmediatamente de un “no seas ridícula”.

La reacción de mi futuro esposo delató la disparidad en las expectativas que la sociedad deposita en las mujeres. Estaba decidido: yo mantendría mi apellido y él conservaría el suyo.

“A ningún hombre le han pedido que explique por qué debe conservar su apellido, entonces, ¿por qué las mujeres deben justificarse por mantener el suyo?”.

Conociendo la historia familiar de mi apellido, quizá entiendas mi deseo de conservarlo. Pero, ¿y si esa historia no existiera? ¿Y si mi apellido hubiera sido Brown, Smith o Fabre? ¿Y si fuera un apellido como cualquier otro, que no tuviera un valor sentimental especial más allá de ser mío, pero aun así quisiera conservarlo?

A ningún hombre le han pedido que explique por qué debe conservar su apellido, entonces, ¿por qué las mujeres deben justificarse por mantener el suyo?

Según un estudio de 2011, el 72 % de los adultos estadounidenses encuestados dijeron que creen que una mujer debería renunciar a su apellido de soltera al contraer matrimonio. La mitad de los encuestados estuvieron de acuerdo en que era “una buena idea” que los estados exigieran legalmente que una mujer tomara el apellido de su esposo. Casi la mitad de los que respondieron (46,5 %) opinaron que no estaba bien que un hombre adoptara el apellido de su esposa. Hasta la década de 1980, algunos estados solo daban derecho al voto a las mujeres casadas que cambiaban sus apellidos.

Esos puntos de vista tan arraigados no solo afectan a las mujeres. En 2017, los investigadores descubrieron que las personas hacen suposiciones sobre la dinámica de poder en las parejas que se oponen a esta tendencia marital, de manera que los hombres son percibidos como más femeninos e incluso sin poder, un detalle que le haré saber a mi esposo. Por tanto, no debe sorprendernos que un estudio de 2018 revelara que de 877 hombres casados heterosexuales, solo el 3 % había adoptado el apellido de su esposa.

En todo el mundo occidental, las mujeres que deciden no adoptar los apellidos de sus maridos siguen siendo una minoría; incluso en Noruega, con su fuerte cultura feminista, las nuevas novias que mantienen sus apellidos representan solo el 20 % de todos los registros maritales. Las cifras en Estados Unidos son similares y en Gran Bretaña bajan al 10 %.

En nuestros tiempos supuestamente ilustrados, ¿por qué tantas mujeres permiten que perdure esta tradición patriarcal milenaria? Importada de los británicos, los apellidos hereditarios fueron originalmente una costumbre francesa que se estableció en el momento de la conquista normanda. Una mujer era, a todos los efectos, un vasallo que pasaba de su padre a su marido al contraer matrimonio. De ahí la antigua tradición, que todavía hoy se repite en las bodas, de “entregar” a la novia, y las culturas en las que se siguen concediendo dotes.

Mucha gente cree erróneamente que se espera que las mujeres cambien sus nombres por ley cuando se casan. Hasta que comencé a contemplar la posibilidad de casarme, no tenía idea de cuán relajadas son las reglas sobre los apellidos. Un apellido puede conservarse, separarse con guion con el del cónyuge, intercambiarse por el de la pareja o inventarse por completo.

He notado una tendencia creciente de personas que citan razones “prácticas” para que las mujeres cambien sus apellidos, pero ¿qué podría ser más práctico que no cambiar nada? Sin duda, acostumbrarse a una nueva identidad, cambiar la identificación, incluido el Seguro Social, la licencia de conducir y el pasaporte, así como pedirle a tu centro de trabajo que realice cambios relevantes, es lo opuesto a lo práctico.

Es inevitable que las personas hagan suposiciones sobre cómo dirigirse a mí. No siento ninguna necesidad de corregir a quienes se refieren a mí como señora Fabre. Sin embargo, hago una excepción con las personas que emiten juicios, ya sea porque ponen los ojos en blanco o esbozan una sonrisa condescendiente.

Sin embargo, estos signos reveladores palidecen en comparación con las reacciones que recibo cuando les explico que mis hijos llevan los nombres de sus padres y que, bueno, el mío es el primero.

No estoy muy segura de por qué ocurre, pero parece ser un territorio delicado. Según mi experiencia, las mujeres suelen mostrarse más reacias que los hombres. Primero se dibuja una mirada de incredulidad en sus rostros y luego se va instaurando un puro horror a medida que comprenden lo que acabo de revelar. Luego, surgen las preguntas: ¿Por qué lo hiciste? ¿Cómo se siente tu esposo? ¿Por qué es importante para ti que tu apellido vaya primero? ¿Por qué lo castraste?

La mejor explicación que puedo ofreces es responder con una pregunta: ¿Me preguntarías eso si fuera un hombre?

“No siento ninguna necesidad de corregir a quienes se refieren a mí como señora Fabre. Sin embargo, hago una excepción con las personas que emiten juicios, ya sea cuando ponen los ojos en blanco o una sonrisa condescendiente”.

Cuando estaba embarazada de mis gemelas, mi esposo y yo hablamos sobre nuestras opciones: Acordamos que debían llevar nuestros apellidos. Una vez que decidimos eso, quedaba por determinar su orden. Para ayudarnos a decidir, llevamos a cabo un experimento altamente controlado: una encuesta de opinión a nuestros amigos. Preguntamos a una docena de personas que sonaba mejor: ¿Fabre Kishtwari o Kishtwari Fabre? Dado que “ninguno” no era una opción válida, sus opiniones fueron unánimes: Kishtwari Fabre. Curiosamente, las únicas personas que no estuvieron de acuerdo con los resultados fueron mis suegros.

Eso fue suficiente para nosotros, otras personas emprenderán sus propios caminos de manera diferente, pero lo que la gente suele ver como obstáculos a la hora de decidir qué hacer con los apellidos, a menudo se supera fácilmente.

¿Nuestras hijas experimentarán la misma incomodidad con sus apellidos que yo tuve con el mío? Quizá. Aunque sospecho que hablar honestamente con ellas podría ayudarlas a aceptarlos. Elegimos no separar sus apellidos con guiones por razones prácticas: si deciden casarse cuando sean mayores, esta opción les ofrece la máxima flexibilidad. Eso significa que podrían decidir deshacerse de uno de sus apellidos o incluso de ambos. En cualquier caso, será su decisión, una decisión totalmente informada.

Para algunas mujeres, la importancia de la tradición es motivo suficiente para despojarse de sus apellidos. ¿Qué es el matrimonio, después de todo, sino la continuación de otra tradición profundamente arraigada en costumbres sexistas? Sin embargo, el matrimonio ha evolucionado, de manera que en muchos países ambos cónyuges se consideran iguales y disfrutan de los mismos derechos.

Es hora de que dejemos de caminar cual sonámbulos en defensa de prejuicios de género que no nos hacen ningún favor, ni a nosotras ni a nuestras hijas. Para cualquier mujer que esté pensando en casarse y abordar este tema, preguntarle a un hombre si está dispuesto a adoptar el apellido de su futura esposa podría convertirse en la nueva prueba de fuego de igualdad para las parejas.

Cualesquiera que sean sus opiniones personales, su reacción determinará hasta dónde llega su compromiso con la igualdad. Él podría sorprenderte, o quizá su reacción te sorprenda.

Este artículo fue publicado originalmente en el HuffPost.