Ni el estilismo perfecto salva a 'Emily en París' de la irritabilidad contagiosa
Nerviosa. Así me pone una serie tan narrativamente vaga como Emily en París. No puedo evitarlo. Por más que intento darle una nueva oportunidad con cada nuevo episodio y dejar que la irrealidad de su cuento de hadas le gane la partida a mi escepticismo, siempre consigue irritarme. Y su tercera temporada recién estrenada en Netflix no está siendo la excepción. La estadounidense de los estilismos más coloridos (¿dónde guarda tanta ropa si vive en un monoambiente diminuto?) vuelve con otros diez episodios que básicamente se podrían resumir como más de lo mismo.
La tercera temporada retoma la historia justo donde terminó la segunda, con Emily Cooper dividida entre dos empresas y dos mentoras, pero el mismo egoísmo de siempre. En mi opinión, y con la inmensa cantidad de series que veo al año debido a mi profesión, estoy convencida de que hace tiempo que no existía un personaje tan egocéntrico como ella. Lo entiendo, es inocente, adicta al trabajo e hiperactiva, lo hace sin darse cuenta, pero si fuera alguien de la vida real más de un amigo, jefe o novio se lo hubiera dicho. Sin embargo, en esta serie, la protagonista transita por París sin darse cuenta de lo que pasa a su alrededor completamente ensimismada consigo misma. Es como si no hubiera aprendido nada en las dos temporadas pasadas.
En los nuevos episodios estrenados el 21 de diciembre, Emily se pasa un par de capítulos intentando tener la valentía de decir a sus jefas lo que quiere. A cada una le hace creer que está de su parte y trabajando para ellas, pero en realidad ya sabe que quiere quedarse en París y trabajar con Sylvie (Philippine Leroy-Beaulieu). Se protege a sí misma porque no se anima a enfrentarlas y, sin embargo, cuando la verdad sale a luz echa la culpa a su otra jefa diciendo que no se atrevía a contarle la verdad para no añadirle más stress al estar sola y a punto de dar a luz. A este truco de manipulación encubierta se suma el hecho de que su novio, Alfie (Lucien Laviscount), se prepara para volver a Inglaterra y ella no habla de otra cosa que sus dudas y stress laboral. El chico demuestra su interés a futuro y ella vive en su mundo en donde es la única protagonista.
Los personajes secundarios son los que le preguntan cómo se siente y son los que rondan su existencia como decorados para escuchar sus dramas. De todo se entera a último momento, ni siquiera es capaz de darse cuenta del daño que provoca a Alfie con su desprecio o falta de atención, o de los celos que puede contagiar a Camille (Camille Razat) a través de su cercanía con su novio Gabriel (Lucas Bravo) cuando la historia que tuvieron los dos ya se conoce. Emily vive en su mundo y sus problemas son el único hilo narrativo de una serie que vuelve a caer en la misma fórmula de siempre.
Lily Collins, la protagonista y productora de la serie, ya había adelantado a Marie Claire Australia que esta temporada veríamos “más moda” todavía. Y es cierto, son tantos los modelitos coloridos que Emily luce en cada capítulo que no me entra en la cabeza cómo puede comprarse tanta ropa y vivir de alquiler en una de las ciudades más caras del mundo, comiendo en restaurantes y saliendo todos los días. Es cierto también que se trata de una temporada más ambiciosa en cuanto a estética, vestuario y decorados. La escenografía es impecable y el motivo principal para volver a verla. Porque, a nivel narrativo, encontramos que la madurez de Emily sigue creciendo a paso de tortuga.
Todas las sorpresas o giros de guion suceden de manera fugaz sin prácticamente dramatismo en el camino. La carencia de esfuerzos narrativos se transmite con cada episodio a través de promesas y sentimientos que rápidamente se los lleva el viento. Además, a Emily todo se le da fácil y sin esfuerzo. Ni siquiera habla un mínimo de francés fluido todavía. Soy consciente que la serie tiene infinidad de fans por todo el mundo que la defienden con uñas y dientes pero, personalmente, me irrita hasta la médula.
Me irrita que estemos ante un personaje que solo sabe mirarse su propio ombligo, con un egocentrismo protagonista que sirve como base principal para toda la trama mientras la historia no avanza. Pero, sobre todo, me irrita que estemos ante una serie que espere simpatía y fidelidad a un personaje que no termina de profundizar, reflexionar o aprender nada. Que repite los mismos arcos dramáticos con cada temporada, aportando poco y nada. Y con una Emily que solo se arriesga cuando la solución aparece por arte de magia, o cuando otros personajes toman decisiones por ella. Y el final de temporada lo resume a la perfección (no voy a contarlo para que lo descubran ustedes mismos).
Si entre tanta belleza superficial hubiera un mínimo de profundidad o desafío narrativo, la dejaría pasar. Pero que siga exprimiendo los mismos arcos e historias una y otra vez, termina aburriendo. Y por muy bonita que sea la tercera temporada como entretenimiento visual, la credibilidad emocional brilla por su ausencia.