Estrenos de cine: La chica salvaje es un relato sobre el amor y la supervivencia que no encuentra su cauce
La chica salvaje (Where The Crawdads Sing, Estados Unidos/2022). Dirección: Olivia Newman. Guion: Lucy Alibar, Delia Owens. Fotografía: Polly Morgan. Edición: Allan Edward Bell. Elenco: Daisy Edgar-Jones, Taylor John Smith, Harris Dickinson, David Strathairn, Sterling Macer Jr., Michael Hyatt, Jojo Regina, Garrett Dilahnt. Distribuidora: UIP-Sony. Duración: 125 minutos. Nuestra opinión: regular.
Basada en el best seller con ecos autobiográficos de Delia Owens, La chica salvaje es la historia de supervivencia de una adolescente en el terreno más hostil imaginado, los bañados de Carolina del Norte en la década de los 60. Un tiempo cargado de prejuicios y desprovisto de modernas comodidades es el que configura la solitaria vida de Kya Clark (Daisy Edgar-Jones) como una verdadera hazaña. Pero La chica salvaje es también la historia de una investigación policial: una mañana aparece el cadáver de Chase Andrews (Harris Dickinson), hijo de una importante familia del lugar, tendido bajo una torre en el corazón de aquel pantano. Las sospechas recaen sobre Kya –llamada despectivamente “la chica de la marisma”- debido a su relación amorosa y clandestina con Chase, proferida en el pueblo como un secreto a voces. Y, por último, La chica salvaje es también una historia de amor, entre Kya y el joven Tate (Taylor John Smith), filmada por Olivia Newman con colores pasteles y ritmos edulcorados.
El gran problema de la película radica en el intento de conciliar esos tres caminos: el de la historia de resiliencia, la película de juicio y la novela rosa. Impulsado por el éxito del libro de Owens, el “gancho” de la historia se afirma sobre un hueco: la verdad detrás de la muerte de Andrews. ¿Asesinato o accidente? En esa lógica, el abogado Tom Milton (David Strathairn), quien conoce a Kya desde niña y sabe del abandono de su familia y la maledicencia de los pobladores, la defiende sin demasiadas herramientas más allá de la empatía que le despierta su trágica historia. Kya es un muro de silencio, una figura firme en el estrado que resiste los embates del fiscal como antes resistió los chismorreos del pueblo y las fuerzas naturales del pantano. La mirada profunda de Edgar-Jones deja entrever el atisbo de un misterio, una pieza oculta que se retiene en el corazón de la historia.
Sin embargo, lo que Strathairn y Edgar-Jones sostienen con gracia y oficio en las charlas en la cárcel y las miradas en el tribunal se desdibuja en los sucesivos flashbacks que reponen el pasado de Kya, oscilantes entre el melodrama rosa con una naturaleza bucólica que funciona como marco del romance y la supervivencia, y las pinceladas de un tímido horror, que convierten los abusos, maltratos y una violencia social enquistada en obstáculos superficiales del drama. Newman nunca se decide por el tono de la película, y oscila entre esos registros con torpeza y desconocimiento, retorciendo el verosímil del policial al teñir su universo de estampas al estilo Sarah Kay, deslizando los sucesos más terribles como si fueran una más de las pruebas que se deben superar para resplandecer.
En todo su itinerario, Kya es menos un personaje que un compendio de ideas: la comunión con la naturaleza, la experiencia del “amor verdadero”, la superación de la adversidad, y también la reflexión sobre la justicia. Todo ello debe cargar sobre sus espaldas en diálogos que antes que literarios parecen salidos de un libro de aforismos, que intenta remachar aquello que ya habíamos intuido. Daisy Edgar-Jones hace lo que puede con ello y sale airosa gracias a su carisma, y a la convicción con la que a veces pronuncia lo imposible. Pero es el relato el que no encuentra su cauce y su errática puesta en escena la que empantana sus pocas virtudes.