Estrenos de teatro. Las fugitivas: el drama de las hermanas Papin en versión libre

Laura Silva, Daniela Rizzo y Brenda Fabregat, en Las fugitivas
Laura Silva, Daniela Rizzo y Brenda Fabregat, en Las fugitivas

Libro y dirección: Héctor Levy-Daniel. Intérpretes: Daniela Rizzo, Brenda Fabregat y Laura Silva. Escenografía y vestuario: Cecilia Zuvialde. Luces: Ricardo Sica. Música original: Eduardo Zvetelman. Coreografía: Teresa Duggan. Sala: El Crisol, Malabia 611. Funciones: domingos, a las 18. Duración: 60 minutos.

Casi 22 años atrás, en este diario, la escritora Alicia Dujovne Ortiz afirmaba que en la Argentina “los crímenes ancilares apasionan poco” y, en consecuencia, nuestra literatura nunca había tenido unas “hermanas Papin”, en referencia al famoso crimen de las hermanas francesas Christine y Léa Papin, condenadas en 1933 por asesinar a la esposa e hija del patrón de la casa donde trabajaban como empleadas domésticas, caso que resonó mucho en su cultura: desde Jacques Lacan a Jean Genet (quien escribe Las criadas en 1947) hasta el film La ceremonia de Claude Chabrol, en 1995.

Héctor Levy-Daniel rompió esa vara con su obra Las fugitivas, estrenada el año pasado y ahora nuevamente en cartel en El Crisol, inspirada en este crimen pero construida por la mirada poética del autor de Las mujeres de los nazis y El fruto más amargo, entre otras obras.

Alba (Daniela Rizzo) y Lina (Brenda Fabregat) son hermanas, hijas de una madre represora y autoritaria que las conchaba para trabajar en la casa de una familia de clase alta, integrada por la Señora (Laura Silva que reemplazó a Silvia Villazur), con quien tienen trato diario, el marido y una hija que nunca aparecen. El público, ni bien entra a la sala, encuentra a ambas hermanas, vestidas con enaguas y los ojos tapados, entretenidas en el juego del señor y la señora, mientras no hay nadie en la casa atemporal, ubicada en un entorno rural y pueblerino no especificado, acechado por un peligroso puma. Por su diálogo, nos enteramos de sus secretos, la pasión que ambas sienten por el patrón y el plan apenas esbozado de escapar a un lugar donde ser otras sin ataduras ni mandatos. Al escuchar la proximidad de la Señora, se ponen sus vestidos negros y callan.

El espacio no ofrece demasiada información. Sólo una silla en el centro, algo de ropa, una valija y telas blancas anudadas en el fondo como el de las residencias no del todo habitadas ni disfrutadas, donde la limpieza se prolonga sin sentido y la sumisión a ese orden rige cada paso. Cada vez que ingresa a escena la Señora, genera un momento de enorme tensión, de peligrosa acechanza, de ojos controladores que no descansan. La Señora inquisidora observa lo que hacen, pregunta sobre sus tareas, descarga su frustración de esposa y madre solitaria en estas dos jóvenes que obedecen sin chistar, que saben todo sin demostrar nada y que se vengan torturando a la patrona con cartas de una supuesta amante del señor.

E n esa casa anida un monstruo, es un mundo propio donde se cruzan pasiones y frustraciones , deseos incumplidos, retazos de sueños, resentimientos pasados, un colchón que crece, una atmósfera que no puede dejar de reventar, de la peor forma y por cualquier detonante, contra los ojos inspectores que ahogan el deseo de autonomía, de correr a la libertad.

La obra, también dirigida por su autor, transita ese in crescendo opresivo con distintos formatos narrativos: el diálogo entre las dos hermanas y entre la Señora con ellas; soliloquios a público de Alba y Lina; y momentos sin palabras, puro cuerpo y movimiento, en que las dos chicas se juntan y entremezclan con una prenda a la que dan varios usos y que las convierte en un solo cuerpo, en un solo ser. La música original de Eduardo Zvetelman y la coreografía de Teresa Duggan (que habían trabajado juntos en Las Bernardas), indisolublemente ligadas, generan imágenes oníricas que se continúan en total armonía con las otras acciones dramáticas: en cierto modo, representan esa tensión entre lo imaginado y lo real.

Excelentes actuaciones de Rizzo y Fabregat , la mayor y la menor, una más racional, otra más emotiva, transmiten el peso de su carga. Aunque relatan un crimen horrendo, no podemos condenarlas mientras que no hay empatía posible con el personaje de Silva quien, además de ser una de las principales cantantes de teatro musical, es en primer lugar una gran actriz: su presencia siempre incomoda e impone un corte filoso a la intimidad de las criadas.

Posterior al asesinato, Las fugitivas sigue con el relato de las hermanas acerca del derrotero policial, carcelario y psiquiátrico de cada una, incluida la visita de la madre -hasta ese momento solo aludida por las hijas- interpretada también por Silva. Es el momento más dudoso de la obra: resulta algo forzado esta necesidad de comunicar el final histórico, porque le resta fuerza a la intensidad de la escena anterior que, aunque narrada (muy buena decisión), tiene una potencia que impregna y conmueve.