Estrenos de teatro. Lola Mora, un ángel audaz: retrato de la escultora que no obedeció

María Marchi, como Lola Mora
María Marchi, como Lola Mora

Dramaturgia: Carlos Vittorello. Dirección: Leandra Rodríguez. Intérpretes: María Marchi, Hugo Cosiansi y Junior Pisanú. Luces: Damián Monzón. Vestuario: Susana Zilbervarg. Sala: Payró, San Martín 766. Funciones: domingos, a las 20. Duración: 85 minutos.

En un rectángulo bien delimitado, deambula como una fiera encerrada Lola Mora. Alrededor todo es gris. Hacia el fondo, muy lejos de su alcance, asoma blanca una estructura cubierta por una tela. Es 1936, año de su muerte, dato que se deduce porque la obra se ubica en los últimos momentos de su vida, enferma, encerrada y vigilada por quienes poco o nada sabían acerca de esta tucumana de genio renacentista, multifacética, desbordante: escultora en un terreno masculino y canónico, el de los monumentos de mármol en espacios públicos, e investigadora en otras áreas como el cine, la arquitectura, el urbanismo, el transporte y la minería, con proyectos visionarios nunca tenidos en cuenta.

Lola Mora, un ángel audaz, de Carlos Vittorello (autor de En el país de Perbrumón, muchos cuentos en un cuento, que dirigió Lito Cruz en 2008; Gershwin, el amor está aquí para quedarse; Kurt Weill, el amor y la otra piel), no es la primera aproximación teatral a esta figura. Hubo otras, de Agustín Busefi, del fundador de Teatro Acción Eduardo Gilio y un musical, con texto y música de Ricardo Gómez Madrid dirigido por Leonardo Gavriloff, estrenado en la sala Alberdi de Tucumán. También una película en 1996, la de Javier Torre, con el protagónico de Leonor Benedetto.

En esta propuesta, la directora Leandra Rodríguez, una muy reconocida iluminadora que ha comenzado a volcar su experiencia en la dirección (por ejemplo, Traducción de las noches, junto con Virginia Innocenti), decide un espacio desolado, sin ningún sostén para cobijarse. El vestuario es de colores claros que contrastan con la opacidad del entorno y no refiere a los años treinta sino a la primera década del siglo XX, su momento de gloria, de encargos e inauguraciones (la Fuente de las Nereidas, la estatua de Aristóbulo del Valle, cuatro estatuas para decorar el nuevo edificio del Congreso Nacional, entre otras), y de amor sin barreras: en 1909, a los 42 años, se casa con Luis Hernández Otero, 17 años menor.

Junior Pisanú y María Marchi, en una escena de la obra que dirige Leandra Rodríguez
Junior Pisanú y María Marchi, en una escena de la obra que dirige Leandra Rodríguez

María Marchi asume a la perfección toda esa frustración que carga el personaje, alguien que no puede aceptar que la enfermedad y el tiempo la han vuelto vulnerable, alguien que al mirar atrás se reconoce indómita ante las adversidades y las críticas a su trabajo. Al principio de la obra, hay un extenso fluir de conciencia de Lola/Marchi sola en escena contra la situación de indiferencia que la aplasta en su presente. Todo parece construido para el unipersonal hasta el punto de que resulta sorpresivo cuando ingresa otro personaje, un modisto amigo de confianza, interpretado con mucha solvencia por Hugo Cosiansi. En sus manos trae un montón de cartas, plagadas de diatribas contra los desnudos de Las Nereidas, que lanza al aire como lluvia de desaliento. A partir de ese momento, con los diálogos, con los cuerpos de otros personajes, hay un giro formal, la obra cambia con respecto a la primera parte. El tercer personaje en aparecer es el joven novio/ marido de Lola, enamorado primero y distante después, interpretado por Junior Pisanú (que hoy también trabaja en La patria al hombro, de Adriana Tursi).

Las actuaciones de los tres son sólidas. Marchi transmite el dolor ahogado de la artista que no quiere ser olvidada, de la mujer que no pudo ser madre, de la adulta no respetada en sus derechos. Cosiansi muestra a un ser irónico, presumiblemente gay y, por lo tanto, experto en la hipocresía social que juzga a los distintos; y Pisanú como un hombre tan capaz de casarse contra la voluntad de sus padres (aunque la pasión que dicen sentir no traspasa, no llega a la platea) como decepcionado por no ser el centro de atención en los quehaceres de su esposa no convencional.

La obra toma la leyenda urbana de la Lola Mora envejecida y perdida en la ciudad por proteger a sus criaturas de mármol de la lluvia y el deterioro. El final poético le hace justicia y la cubre con la belleza de su creación, más potente que el olvido al que quisieron someterla.