El corsario: una excepcional obra de piratas que arranca en alta mar y saca a relucir lo mejor del Ballet del Teatro Colón
El corsario, ballet en tres actos. Coreografía: Anna-Marie Holmes. Música: Adam, Pugni, Delibes y Drigo. Libreto: Vernoy de Saint-Georges y Joseph Mazillier, inspirado en el poema de Lord Byron. Por el Ballet Estable del Teatro Colón. Dirección: Mario Galizzzi. Reposición: Leonardo Cuestas, Vagram Ambartsoumian y Natalia Saraceno. Escenografía: Christian Prego. Vestuario: Aníbal Lápiz. Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Dirección: Manuel Coves. En el Teatro Colón. Próximas funciones: hasta el sábado 30, a las 20. Nuestra opinión: muy bueno
Nadie que haya asistido por primera vez a la reposición de algunas versiones de El Corsario olvidará el impacto que, cuando se alza el telón, provoca un monumental galeón, guiado por piratas, balanceándose en el oleaje, sobre una partitura cargada de presagios. Nada de celebraciones de lugareños en paisajes rurales ni de recepciones palaciegas; este excepcional ballet del siglo XIX arranca en alta mar.
La versión que ahora se repone, de la canadiense Anna-Marie Holmes, se basa en la del maestro del Mariinsky Constantin Serguéiev (1974) e ingresó al repertorio del Ballet del Teatro Colón a principios de la década pasada, con Paloma Herrera como étoile invitada en el rol de Medora. En este caso, la visitante iba a ser Natalia Osipova, del Royal Ballet de Londres (la acompañaría Daniel Camargo, del ABT), pero una lesión le impidió asumir el compromiso, por lo que el director de la compañía oficial, Mario Galizzi, reprogramó las asignaciones de roles en cuatro repartos (serán once funciones) íntegramente con intérpretes de la casa.
El bazar de esclavas de la antigua ciudad turca de Andrinópoli es el escenario en el que se juegan los tironeos iniciales de los personajes de esta fábula de bucaneros: Federico Fernández vuelve a encarnar con sobrada seguridad a Conrad (el pirata justiciero del título), que pronto se enamorará de Medora, la princesa convertida en esclava, asumida con gracia por Camila Bocca. También está “en venta” Gulnara (Ayelén Sánchez), ofertada al Pashá (Julián Galván), y Lankedem, “regente” vendedor de las esclavas, un vapuleado personaje asumido con eficacia por Gerardo Wyss.
En ese desfile de “ofertas” de bellas esclavas, Bocca y Sánchez resuelven sus respectivos solos con gráciles (y reiterados) déboulés. Todavía no hay acciones fuertes, pero se van delineando esos caracteres seculares, ya muy transitados por los integrantes del Ballet del Colón. A propósito, es extraño que el nombre de Marius Petipa no figure en programa, cuando en realidad fue quien, como intérprete, afirmó decididamente el carácter temerario de Conrad y al mismo tiempo trazó cinco versiones, la última de las cuales (estrenada en el Mariinsky en 1899) sirvió de modelo a la posteridad.
Con el tiempo fue Medora el personaje que cobró protagonismo, en parte por el espaldarazo que le dio Margot Fonteyn (El Corsario se convirtió en el gran hit de la dupla Nureyev-Fonteyn en los años sesenta), un criterio de jerarquización femenina que la actual versión de Holmes reafirma.
Los hallazgos sobrevienen en el segundo acto (la cueva de Conrad); Edgardo Trabalón, que se despide de la compañía con esta intervención, apela a su fuerte personalidad para componer a Birbanto, el villano/traidor. Pero el ápice del acto (y de la pieza) es el célebre dúo “con invitado”, que en realidad es un vibrante pas de trois, ya convertido en un hit autónomo, presente en las galas de ballet; Fernández despliega energía en sus piruetas, mientras Bocca se prodiga en fouettés (impecable, aunque no le vendría mal un toque de sensualidad, por la índole de un carácter cuya “cotización” depende del cuerpo). Quien se lleva la ovación a telón abierto –obvio– es Jiva Velázquez (el esclavo Alí), con sus saltos y su prodigiosa plasticidad.
La aventura de afrontar uno de los clásicos más exigentes del repertorio balletístico sin la presencia de étoiles invitadas parecería haber estimulado a la compañía a reforzar la coherencia grupal, un saldo para el que acaso sea decisiva la influencia del maestro Galizzi, su director. Igual, no pasan inadvertidas las probadas proezas individuales de Velázquez (en un resumen global de la temporada podría consagrarlo en el rubro best supporting role) ni la singular empatía de la dupla Fernández-Bocca, pareja leader del primer elenco; sus dúos (en especial, el que precede al episodio del somnífero), se imbrican en complejas figuras coreográficas que demandan tanto el rigor del partenaire como la admirable entrega física (alada) de la protagonista femenina.
A pesar de la romántica “marca Byron” en su origen, esta peripecia emblemática de la historia del ballet evita la emocionalidad. La reemplaza un repertorio de virtuosismos programados, fluidamente ejecutados por el Ballet del Colón. A pesar del espectacular naufragio, El Corsario concluye, de modo exultante, en que Conrad, Medora, Alí y Gulnara volverán a zarpar en busca de la felicidad. Y el espectador agradecerá el contagio.