Cuando los faláfeles son el objetivo de los manifestantes políticos

En una fotografía sin fecha proporcionada por Archivos Nacionales y Administración de Documentos de Estados Unidos, estadounidenses protestan contra un restaurante que se percibió como proalemán durante la Primera Guerra Mundial. (Archivos Nacionales y Administración de Documentos de Estados Unidos vía The New York Times)
En una fotografía sin fecha proporcionada por Archivos Nacionales y Administración de Documentos de Estados Unidos, estadounidenses protestan contra un restaurante que se percibió como proalemán durante la Primera Guerra Mundial. (Archivos Nacionales y Administración de Documentos de Estados Unidos vía The New York Times)

George Recine, un ejecutivo de la publicidad que reside en Boston, sabía exactamente dónde ir a almorzar la semana pasada durante un viaje de negocios a Filadelfia.

Recine dijo: “El mejor lugar es Goldie”.

Recine, de 45 años, leyó reportes unos días antes sobre una manifestación ahí que había generado reproches del gobernador de Pensilvania y de la Casa Blanca. Una multitud que portaba banderas palestinas se había reunido afuera del popular restaurante de faláfeles, copropiedad de un chef nacido en Israel, y gritaron consignas como “Goldie, Goldie, no puedes permanecer escondido; te acusamos de genocidio”.

Todo lo que Recine sabía era que los dueños habían donado ganancias del restaurante a una organización médica israelí sin fines de lucro que ha suministrado artículos de higiene y equipo a las tropas de Israel en la guerra contra Hamás. Recine llegó al lugar a comprar un faláfel para mostrar su oposición a la protesta. No creía que un restaurante estadounidense que sirve comida israelí debería ser un objetivo de los manifestantes.

Como los inconformes, Recine participaba en una práctica estadounidense ya tradicional: si deseas detonar un cambio social o protestar por una guerra (o incluso dar a conocer una opinión), hazlo en un restaurante.

¿Por qué? A diferencia de muchos otros negocios, los restaurantes a menudo declaran su nacionalidad, etnicidad y, en ocasiones, las posturas políticas de sus propietarios. En una época en la que los estadounidenses de tribus políticas opuestas a menudo permanecen en sus propias esquinas, un restaurante puede servir como una plaza pública de facto.

Goldie, un restaurante de faláfel en Filadelfia que fue blanco de una protesta propalestina reciente, el 6 de diciembre de 2023. (Kriston Jae Bethel/The New York Times)
Goldie, un restaurante de faláfel en Filadelfia que fue blanco de una protesta propalestina reciente, el 6 de diciembre de 2023. (Kriston Jae Bethel/The New York Times)

Johanna Mendelson Forman, una profesora de la American University que imparte un curso llamado Gastronomías en conflicto, que examina los vínculos entre la comida y la guerra, opinó: “La comida es muy accesible y tiene una barrera de entrada muy baja, así que el restaurante se convierte en una representación de cualesquiera que sean tus sentimientos”.

La académica comentó que la comida en Estados Unidos siempre ha sido política.

Durante la Primera Guerra Mundial, muchos estadounidenses se rehusaron a frecuentar los restaurantes alemanes o los “biergarten” (extensiones al aire libre de las cervecerías), una importación que proliferó a finales de la década de los 1800 (la ciudad de Nueva York en cierto momento llegó a tener más de 800). Tomar cerveza era un rasgo tan característico de la identidad alemana que hacerlo se consideraba antipatriótico.

Casi un siglo después, las papas a la francesa sirvieron como otro barómetro del patriotismo estadounidense en 2003, cuando Francia se opuso al plan del Ejército estadounidense de invadir Irak. Los dueños de algunos restaurantes vertieron vinos franceses al desagüe y rebautizaron el platillo como papas de la libertad.

Tras la invasión rusa a Ucrania en febrero de 2022, decenas de personas esperaron durante horas en medio de un terrible frío para comer “pierogis” y “borscht” en Veselka, el restaurante ucraniano con más de 70 años de antigüedad ubicado en el East Village de Nueva York. El Russian Tea Room, fundado en 1927 por miembros del Ballet Imperial ruso que escaparon del comunismo, perdió clientes debido a un boicot. Algunos miembros del personal sufrieron acoso en línea.

Ruth Reichl, la escritora gastronómica que trabajó como crítica de restaurantes en The New York Times, manifestó que en una sociedad cada vez más fracturada, los restaurantes y las personas que los administran fungen como algo parecido a una familia (con muchos de los puntos conflictivos que uno podría encontrar entre parientes).

Reichl declaró: “Los restaurantes son el corazón de la comunidad. En momentos como este, se convierten en un lugar donde se exteriorizan nuestras emociones más profundas”.

La acción política centrada en los restaurantes puede ser ineficaz y efímera. Al parecer, los estadounidenses aman las papas a la francesa más que nunca y las multitudes en los restaurantes ucranianos han disminuido.

No obstante, los acontecimientos mundiales a veces tienen un efecto duradero en los negocios. En los días posteriores a los ataques del 11 de Septiembre, los restaurantes que servían comida del Medio Oriente fueron blancos de ataques y tuvieron que cerrar.

Los restaurantes chinos se vaciaron al inicio de la pandemia, cuando se sabía poco sobre los orígenes de la COVID-19 y el entonces el presidente Donald Trump fomentó un sentimiento antichino al llamarla el virus de Wuhan o la “kungfluenza”.

Grace Young, la autora de libros de cocina e historiadora culinaria, comió en Wo Hop, el segundo restaurante más antiguo en el Barrio Chino de Manhattan, el día anterior a que comenzara el confinamiento en esa ciudad. El gerente le dijo que el 70 por ciento de los dueños de restaurantes en el vecindario ya habían decidido que no podían continuar sin clientes y cerraron.

Young opinó: “Fue una situación realmente desgarradora. Lo que ocurrió en el Barrio Chino fue que las personas no solo discriminaron a los restaurantes, también discriminaron a todos los negocios del Barrio Chino”.

La historiadora indicó que muchos restaurantes nunca volvieron a abrir y los negocios en el Barrio Chino no han vuelto a los niveles previos a la COVID.

Debido a que los restaurantes son uno de los productos culturales más accesibles en Estados Unidos, estos han sido un barómetro no solo del cambio social, sino del entendimiento cultural. La comida se convierte en un vehículo para la aceptación pública de ideas políticas.

Los estadounidenses escépticos tanto del gobierno comunista chino como de la comida china (excepto el chop suey) vieron al entonces presidente Richard Nixon comer pato pekinés y pollo al vapor con coco durante su visita a China en 1972. El viaje estabilizó una relación diplomática anteriormente precaria y la cocina china prosperó en Estados Unidos.

En fechas más recientes, los propios chefs han llevado activamente la política a sus restaurantes. En parte, esa es la razón por la cual los manifestantes decidieron protestar en Goldie, uno de varios restaurantes copropiedad de Michael Solomonov, cuyas ventas del 12 de octubre se donaron a la organización israelí sin fines de lucro. (En una carta al personal obtenida por The Philadelphia Inquirer, Solomonov expresó que no tenía conocimiento de que la organización israelí proveía ambulancias y suministros médicos al Ejército).

En noviembre, el respaldo a Israel también causó un gran desacuerdo público entre el personal y el dueño, que dice ser sionista, de una cafetería en el Upper East Side de Nueva York, lo cual captó la atención internacional.

No todos los compromisos políticos de los chefs son tan controversiales. En 2012, la Fundación James Beard comenzó su Campamento de Chefs para la Política y el Cambio con el objetivo de entrenar a cientos de chefs para que influyeran en las políticas alimentarias nacionales y locales.

José Andrés creó World Central Kitchen en 2010 a fin de movilizar a chefs locales y que ayudaran a alimentar a personas en zonas de desastre. Cuando comenzó la guerra en Ucrania, la organización decidió que también empezaría a contribuir en zonas activas de guerra que ahora incluyen a Israel y Gaza.

Mendelson Forman señaló que alimentar a la gente es alimentar a la gente, sin importar lo que rodea cualquier conflicto.

La académica concluyó: “En su motivación, hay menos política que humanitarismo. ¿No es humano querer apoyar a aquellos que han sido víctimas y necesitan ser cuidados?”.

c.2023 The New York Times Company