Por favor, déjenme amar a mi esposa

SUS PRONOMBRES CAMBIARON. NUESTRO VÍNCULO NO LO HIZO.

Cada vez que contábamos nuestra historia en una fiesta, las personas escuchaban embelesadas. Fuimos novios en la universidad, adictos a la compañía del otro, amigos por correspondencia en el extranjero, almas gemelas intelectuales que se mudaron juntas de Montana a Manhattan, recién casados bobos que nunca dejaron de apoyarse mutuamente.

Esta es la historia que me gusta contar, y esta historia es cierta.

Pero hoy en día, tras un par de tragos, la gente se entera de que los pronombres de mi pareja han cambiado desde la boda (de él a ella) y veo cómo su mirada se vuelve una mirada de preocupación.

“¿Qué edad dijiste que tenías cuando te casaste?”, me preguntan. “Ah, sí, 24, sí eras joven”. Después de lo cual no vuelven a mencionar mi matrimonio.

Otros reaccionan de forma vagamente solidaria al principio, para luego hacerme preguntas incómodas semanas después.

“¿Cómo está todo en casa?”, pueden preguntarme si menciono casualmente el estrés o la fatiga.

Mire donde mire, la gente quiere convertirse en mi madre o mi terapeuta. Me acorralan en los bares, después de cenar, en un pasillo tranquilo de una fiesta. Necesitan que sepa que solo desean mi felicidad. Dicen que les cuesta imaginar qué harían si esto les ocurriera a ellos. Me dicen que soy guapa, inteligente y muy amable. Quieren saber si de verdad soy feliz.

He pasado los dos últimos años, desde que Kaci empezó a salir del clóset en círculos cada vez más amplios, intentando averiguar cómo responder a estas intervenciones. He llegado a esperarlas cuando estoy a solas en una habitación con alguien.

Y, sin embargo, incluso ahora, estas conversaciones me toman desprevenida. He intentado asegurarle a la gente que estoy bien. He intentado explicar de la mejor manera posible la fluidez de género. He probado con la honestidad radical, la evasión, la distracción. He probado afirmar: “Es mi vida privada y no quiero hablar de ella”. La gente me sigue mirando de un modo que parece decir: “Parpadea dos veces si necesitas que pase por ti en el auto para sacarte de ahí, cariño”.

He llegado a la conclusión de que la gente no sabe creer en el amor cuir. No creen que yo pueda querer quedarme con mi esposa. La gente “buena” que puede asistir a los desfiles del Orgullo sigue siendo muy escéptica respecto al amor trans y cuir. Así que me gustaría contar esta historia de amor trans una vez más con la esperanza de que crean en ella. Pero tampoco tienen por qué hacerlo; es mi historia de amor, no la suya.

Mi primera cita con Kaci fue en enero de mi segundo año de universidad. La llamaba por otro nombre, pero una vez que conoces el verdadero nombre de alguien, es como si siempre lo hubieras sabido. Ella es, y era, Kaci, así que la llamaré así aquí.

Durante un año y medio en la universidad, Kaci y yo solo hablamos por cortesía, a pesar de tener muchos amigos en común. Hasta que un día, en la presentación de un libro, fue la única persona que conocía, y empezamos a hablar y, finalmente, a salir.

Tras nuestro primer beso, Kaci respiró hondo y dijo: “He salido tanto con mujeres como con hombres. ¿Tienes algún problema con eso?”.

Me encogí de hombros. “¿Eres bisexual? Yo también”.

Durante los años siguientes, todo mundo nos veía como una pareja heterosexual. La gente nos pedía consejo y se reía de nuestro fuerte vínculo. Se burlaban de nuestra ñoña alegría. Nos trasladamos a Nueva York para cursar estudios de posgrado, donde los amigos entraban y salían de nuestro apartamento. Nuestra casa era un refugio.

Incluso antes de acabar la carrera, en nuestros días de recién casados, podíamos sentir la presencia de algo que no podíamos nombrar. Cada pocos meses intentábamos mantener la misma conversación, pero no sabíamos muy bien qué decir: alguna parte de Kaci seguía escondida.

En la primavera de 2021, un año después de la pandemia, yo me había graduado y había aceptado un trabajo como profesora y Kaci estaba escribiendo su tesis desde casa. Con el mundo en pausa, Kaci empezó a quitarse el velo de silencio. Utilizaba frases vagas, algo sobre que ya no quería ser el marido favorito de todo el mundo, algo sobre que quería sentirse y verse más cuir.

Y así empezó. Empezó con el esmalte de uñas. Luego llegaron a casa paquetes de camisas y pantalones cortos de colores: se acabó el beige. Luego, los suéteres rosas. Pasaron seis meses, y Kaci por fin lo dijo: “Creo que en realidad no me siento tan masculina”.

Kaci empezó a pedir joyas, luego blusas de mujer. Probó nuevos pronombres entre pequeños grupos de personas, viendo qué le sentaba bien. Dejó de escribir la tesis sola en casa todos los días y aceptó un trabajo como profesora. Su mundo volvió a abrirse, y también nuestro mundo juntas.

Me encantó este nuevo impulso de Kaci. Vi cómo sus palabras se volvían menos cautelosas y su trabajo menos reservado. Pero también me preocupaba. Por muy cuir que fuera y que siempre hubiera sido, me encantaba mi manto de secretismo.

Me había encantado ser parte de una pareja heterosexual. Significaba que podía entrar en cualquier espacio sin preguntas ni miradas. Significaba que podía ver un poco de mí misma en cada comedia romántica, y verme reflejada me importaba. Significaba que había ganado la codiciada “mirada masculina”, algo que siempre había dudado que pudiera ser mío, y tenerla me hacía sentir legítima y digna, una chica de verdad. Una nunca sabe lo entregada que está a su legibilidad ante el mundo hasta que la pierde.

Aquel año, en Navidad, ayudé como acomodadora en un concierto coral en una iglesia católica hermosa y políticamente progresista. No encuentro las palabras para explicar lo profunda que es mi conexión con la liturgia y los sacramentos católicos, con los himnos populares centenarios sobre el nacimiento de un pequeño bebé que es Dios cantados en una capilla iluminada por velas. La iglesia llena de incienso, con su miríada de gente que arrastraba los pies, se aclaraba la garganta y tosía, de todas las clases sociales, que aprendía a poner la otra mejilla y a acoger a los extraños y a convertir a los enemigos en amigos, fue donde aprendí a amar en plenitud.

Lo sé a un nivel ancestral. Pero aquella noche en el concierto supe algo más: que era la víspera de mi propia salida del clóset, la última vez que entraría sin cuestionamientos en un espacio que amaba, y menos aún en uno religioso. Una vez que todo el mundo hubo atravesado las puertas, tomé asiento en la parte trasera de la iglesia y, mientras los coristas cantaban sobre un frágil bebé, lloré en silencio y temerosa por el nacimiento de mi nuevo yo.

Como esperaba, en poco tiempo la gente comenzó a mirarnos. Entre Navidad y San Valentín, Kaci salió del clóset ante todos nuestros conocidos, y muchos de ellos parecían pensar que yo era la recepcionista de sus cartas de protesta. Todas las noches, Kaci y yo cenábamos a la luz de las velas, nos reíamos de nuestras pequeñas debilidades, coqueteábamos y nos íbamos a dormir. Pero cada vez que salía de casa, me recibían con preguntas que suponían lo peor. Me veían como una abnegada mujer atrapada, reprimida, demasiado amable y llena de demasiada culpa como para hacer lo que me convenía y marcharme. Era una narrativa horrible contra la que luchar.

Unos meses después de escuchar el coro y sentir que mi mundo se desmoronaba, Kaci se fue a escalar al oeste mientras yo visitaba a mi familia en Europa. Observé a parejas heterosexuales, vestidas con atemporales conjuntos propios de su género, deslizarse por calles empedradas en películas de su propia autoría. Entré en iglesias y mercados mientras los desconocidos se me acercaban, viendo en mí a una chica joven y dulce, la esposa perfecta para su sobrino.

Caí en la cuenta de que esta facilidad para viajar ahora solo la tenía cuando estaba sola, de cuántos países no podemos visitar Kaci y yo juntas ahora, de cómo nuestra visibilidad como pareja ha desechado ese sueño. Las preguntas de desconocidos, familiares y amigos resonaban en mi mente en mis vuelos nocturnos sin dormir. Vi una adaptación de Jane Austen en la pantalla del respaldo de mi asiento en el avión y volví a llorar por el fin de la sencillez en mi vida amorosa.

Entonces crucé la puerta de mi casa y volví a ver a Kaci. Me olvidé de todas las preguntas y la pena de los demás mientras nos abrazábamos. Ella había limpiado la casa y me había preparado té. Intercambiamos sonrisas y risas y vimos cómo el fin de semana se desvanecía en el crepúsculo. Eso era amor, del que se siente en las entrañas.

En estos últimos años he aprendido más sobre la alegría de la imprevisibilidad del amor que sobre el autoengaño o la amargura del compromiso. He aprendido que el amor es ilimitado y creativo. He sentido la alegría de conocer una versión aún más auténtica de la persona de la que me enamoré. He aprendido a no aspirar a ser la chica de al lado y simplemente a vivir como quien soy, a alejarme de los lugares donde no me valoran, a ser franca, a acoger mi propia alegría.

Éste es el tipo de amor con el que soñamos la mayoría de nosotros. Si no les importa, me gustaría conservarlo y, si les importa, también.

c.2024 The New York Times Company

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