Cómo las candidatas al Oscar reflejan el mundo en que vivimos

Parasite, de Bong Joon-ho, una de las candidatas a mejor película, es tanto un thriller sobre el capitalismo como sobre la división de las dos Coreas

«A nadie le importa escuchar mis historias» se lamenta Jo March en Mujercitas. La novela de Louisa May Alcott se publicó en 1868 y en 2019 recibió su séptima adaptación para el cine, pero (tal vez más que nunca) se siente contemporánea. Borges decía que el estatus de clásico de un libro no dependía tanto de sus méritos, sino de «las generaciones que vuelven a él con previo fervor y una misteriosa lealtad». La necesidad de reorganizar el relato en la versión de Greta Gerwig está relacionada con una de las ideas que, de manera subrepticia, ahonda en cada una de las hermanas March: apropiarse de la Historia. Cada una lo hace a su manera (Amy March sentencia: «Quiero ser grandiosa o nada»). Alcott era abolicionista y Gerwig parece haber comprendido el espíritu de nuestra época: Walter Lippman, en Prefacio a la moral, notaba que los cambios, el progreso en el mundo moderno, afectan a todos los seres humanos aunque unos pocos son los que se sienten obligados a actuar. Las alteraciones modifican la vida política: a veces de manera sutil. Como Mujercitas, aunque se traten de mundos ficticios o transcurran en el pasado, las nueve películas nominadas al premio central del Oscar reflejan nuestro presente.

El logo de Fox ya parece un recuerdo de otra época: de manera extraña es coherente con el relato que propone Contra lo imposible. En el logo de Ford está el azul y en el de Ferrari, el rojo: desde el afiche se toman esos de colores que son los mismos que representan al partido demócrata y republicano en los Estados Unidos. La película es sobre automovilismo pero también sobre la época en la que el sistema de estudios manejaba Hollywood, donde los artesanos trabajan con las máquinas en representación de grandes empresas que compiten pero al final del día se dan la mano. El inglés Ken Miles (Christian Bale) usa un sombrero de cowboy que se funde con el horizonte: no importa si la máquina viene de una fábrica que produce en cadena, la clave es la personalidad. La llave de tuercas metonímica encuadrada escapa a la comprensión de los hombres de traje que se acercan al taller de Carroll Shelby (Matt Damon).

El director neozelandés Taika Waititi definió Jojo Rabbit como una sátira anti odio . Como Charles Chaplin en El gran dictador (1940) y Ernest Lubitsch con Ser o no ser (1942) Waititi elige hacer una comedia con el nazismo como contexto. Los dos primeros autores lo hicieron con los nazis de uniforme enfrente: no solo en la ficción. En un mundo donde los discursos políticos se cargan de mensajes racistas, homofóbicos, misóginos y xenófobos, hay una elección deliberada en presentar a Hitler como un personaje bufonesco. Curioso: en la secuencia de créditos de esta película y Una vida oculta, de Terrence Malick, se muestra al nazismo apoyado por millones de ciudadanos alemanes alegres y festivos. En esta época, parece sugerir Waititi, el fascismo se presenta primero como una cara agradable acompañada y celebrada por multitudes.

En esa historia, el protagonista tiene que aprender a madurar. Ningún sentimiento es definitivo y es mejor amar que odiar: los cordones sirven como metáfora. Pero también son importantes los cordones en Historia de un matrimonio. Noah Baumbach toma como referencia dos películas clásicas: Escenas de un matrimonio y Kramer contra Kramer. Pero no se queda solo en referencias visuales y temáticas: el conflicto acompaña el desarrollo de los personajes. No se trata ya del padre divorciado que tiene que «aprender a cocinar el desayuno para el hijo, además de trabajar» como en la película de Stanley Kramer (que para algunos críticos, como Jonathan Rosenabum, era misógina) sino de la falta de empatía ante los sueños y las aspiraciones de la mujer. La abogada que encarna Laura Dern lo afirma: «Nosotras tenemos que ser perfectas: pero hace 30 años era aceptable que un padre fuera egoísta, ausente y poco confiable».

Las luces de neón de las marquesinas de los cines se encienden cuando llega el anochecer del sueño californiano que ofrece Quentin Tarantino en Había una vez en Hollywood. El año no es casual: es 1969. Los dos protagonistas están perdidos en la noche y se escucha "Out Of Time". Es probable que la Historia no haya sido tan benévola con un personaje como Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) que, entre algunos tartamudeos, sabe que es tan anacrónico como el delirante Quijote. Era una época en la que los dobles de riesgo todavía no habían sido reemplazados por las computadoras y las salas de cine ocupaban lugares majestuosos en las calles. Entre promesas de amor libre y drogas, la contracultura hippie pasó por encima a un modelo que se acercaba más a John Wayne que a Paul Newman. Pero, así como lo hizo con Bastardos sin gloria y Django sin cadenas, Tarantino entiende que el cine es el universo de lo posible. Sharon Tate (Margot Robbie) es el corazón del relato: la Historia podía haber sido otra. Puede ser otra: aunque los servicios de streaming avanzan y los consumos culturales no son los mismos, el cine no ha muerto.

En la película coreana Parasite hay un drama universal que extiende el concepto de los que viven en las sombras, en el subsuelo, y los que (literal) están por encima. Pero no se trata de héroes y villanos, como explicó Bong Joon-ho, sino del capitalismo . La brecha social donde para algunos la lluvia es una bendición y para otros es una catástrofe. No es lo mismo parecer que pertenecer, como alguna vez señalaba alguna polémica publicidad. Las dos familias coreanas están divididas (casi como misma nación que dio origen a la película): el problema es cuando se atraviesan los límites. Guasón también puede entenderse como otra película sobre el capitalismo tardío: Gotham es Nueva York y el empresario multimillonario Thomas Wayne que se decide a hacer política para «limpiar las calles», siempre vestido con traje y corbata, tiene ecos en el mundo real. Hubo reportes de que Donald Trump pidió ver Guasón en la Casa Blanca. Es una incógnita si entendió el chiste.

La tipografía que tiene el «The End» de Guasón es la misma que usó Orson Welles para El ciudadano. De manera no tan obvia, Martin Scorsesetambién cita a ese clásico, a partir de las memorias del hombre que recuerda su paso por la mafia. El irlandés es una película de intertextualidad furiosa: los protagonistas envejecen y el color se va apagando. Las nuevas generaciones no tienen idea quién era Jimmy Hoffa. Desconocen una lucha por el poder que sacudió a los Estados Unidos. Como tesina sobre la Historia, El irlandés se centra en un momento fundamental: el auge del sindicato de camioneros y la mafia como institución moderna que es el verdadero poder que gobierna. El Jimmy Hoffa carismático de Al Pacino se inclina por antitelevisivo Richard Nixon mientras que el discreto y temible Russell Buffalino hace campaña por Richard Kennedy. Frank Sheeran, el hombre de clase obrera que sufre la crisis simbólica del lenguaje (donde nada parece ser lo que las palabras indican), va a tener que tomar una decisión por uno de ellos.

Pero el tiempo también es protagonista en otra película. 1917 comienza con esa fecha y no hay mucha más información. Tampoco hay villanos en el sentido más literal de la palabra. La guerra está políticamente descontextualizada: la cámara que acompaña a los personajes, como si fuera un protagonista más, deja en primera plano los cuerpos atrapados en alambrados y los escenarios desolados que legó la guerra. Sí hay lugar para el heroísmo pero no en el sentido al que nos tiene acostumbrado el cine de Hollywood. Como en La patrulla infernal, de Stanley Kubrick, la tragedia en las trincheras ocurre porque sus protagonistas tienen identidades. Tienen un pasado. Sam Mendes, al recordar la memoria de su abuelo, también hizo suya la Historia.

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