Francis Ford Coppola más allá de la mafia: cinco películas del padrino de una transformación del cine que todavía lleva su sello

Francis Ford Coppola dirige a Gene Hackman en el set de La conversación
Francis Ford Coppola dirige a Gene Hackman en el set de La conversación

Francis Ford Coppola vuelve a estar de moda en este tiempo. Su nombre recorre los titulares luego del 50° aniversario de su obra más prestigiosa y legendaria: El padrino. Durante la pandemia se estrenó la versión “definitiva” de El padrino III con el subtítulo El epílogo: La muerte de Michael Corleone, una especie de puesta a punto del montaje, con el agregado de algunos detalles en el final y una forma de reinvención de aquel cuestionado corolario de la historia de los Corleone (disponible en Amazon Prime Video). Ahora llega The Offer (disponible en Paramount+), la miniserie que propone un recorrido por el detrás de escena de la gestación de la primera El padrino, la relación de Coppola y Robert Evans, el hallazgo de los actores, la preparación del guion bajo las presiones de la mafia, las idas y vueltas de aquella aventura legendaria. Coppola entonces se convierte en un personaje, una criatura tan ficcional como su propia invención, oscilando entre sus anhelos de independencia en aquel naciente Nuevo Hollywood y las ambiciones del liderazgo que finalmente conseguiría para su generación.

Es difícil imaginar el destino del cine de Francis Ford Coppola a la luz de algunas de sus primeras películas. Demencia 13 (1963) –disponible en forma gratuita en el sitio Cultpix-, la verdadera ópera prima bajo la égida de Roger Corman, le auguraba un perfil cercano al terror, una lúdica exploración de los miedos y las palpitaciones en clave de bajo presupuesto, con logros exuberantes e inolvidables. Tiempo después llegó la despedida del cine de Fred Astaire en el musical El camino del arco iris (1968, para alquilar en Apple TV+), una especie de adiós de la vieja Warner en tono de musical de ensueño antes de dar paso a la nueva gestión comandada por John Calley, ejecutivo que produciría varios de los grandes títulos del Nuevo Hollywood. Pero la película más personal de Coppola en esa primera etapa fue The Rain People (1969), la huida de una mujer embarazada a lo largo de Estados Unidos en búsqueda de una identidad difusa y engañosa. Coppola se inspiraba en la breve desaparición de su madre durante su infancia y conseguía uno de los retratos femeninos más atractivos de entonces, quizás comparable con lo que haría Martin Scorsese en Alicia ya no vive aquí (1974) unos años después.

El sismo de El padrino adhirió el cine de Coppola a la ópera gansteril y al melodrama familiar en la paleta ocre de Gordon Willis, pero detrás de esa saga famosa el director pergeñó una obra propia y más secreta, una serie de películas realizadas pese a los contratiempos, movidas por sus fascinaciones y su ambición de cambiar de piel a cada nuevo movimiento. Y después de los 80 y la debacle de su productora American Zoetrope tras el fracaso de Golpe al corazón, Coppola emprendió una serie de proyectos que combinaban inquietudes personales con los cambios en el cine de esa década, más cercano al universo adolescente y a los populares coming of age de la generación de Star Wars. Coppola siguió siendo el ítaloamericano con ambiciones de bon vivant, el artista acosado por sus fantasmas y caprichos, el padrino de una transformación del cine que todavía lleva su sello. No solo marcó a fuego el devenir de la industria sino que también su obra se convirtió en una cartografía de éxitos y fracasos, el perfecto ritmo de ese péndulo que fue el Nuevo Hollywood entre la excelencia y el descalabro. Revisar la obra de Coppola ajena a El padrino permite una radiografía compleja del artista, con sus altibajos y contraluces, su genio y sus limitaciones.

La conversación (1974), con Gene Hackman.
La conversación (1974), con Gene Hackman.


La conversación (1974), con Gene Hackman.

La conversación (1974)

En la misma estela del éxito de El padrino y la gestación de su secuela, Francis Ford Coppola comenzó a imaginar una película que retratara el estado de creciente paranoia que invadía a los Estados Unidos luego de los asesinatos políticos de los Kennedy, la masacre cometida por el clan Mason, el escándalo de los Papeles del Pentágono y Watergate. De ese caldo de cultivo nació La conversación, cuya escena inicial puede resultar el resumen de su búsqueda: una reflexión sobre la capacidad de manipulación del medio cinematográfico, una exégesis de la responsabilidad de la mirada y sus efectos fatales, y la amenaza de la locura que conlleva la soledad y el aislamiento. Henry Caul –un apellido que juega con el término ‘call”, llamada, en inglés- es un especialista en sonido, solitario y desconfiado. Es también una especie de genio maldito, que carga con una culpa de su pasado, con el anhelo de imitar a Dios, de verlo y escucharlo todo. Una conversación registrada en un parque público –con la presencia de un mimo que ofrece un guiño a Blow Up de Antonioni, otro clásico de la paranoia– se convierte en un acto de repercusiones éticas.

Coppola explora aquí la imposibilidad de asepsia en la mirada y la difusa barrera que separa la vida pública de sus raíces privadas. La estética del hiperrealismo lo desplaza progresivamente a un extraño surrealismo visual, un mundo distorsionado en sus fragmentos, consumido en sus piezas que nunca terminan de encajar. La conversación fue la única película de Coppola financiada por su flamante empresa The Directors Company, creada junto a Peter Bogdanovich y William Friedkin, que luego de varios fracasos –sobre todo de Daisy Miller y Al fin llegó el amor, ambas de Bogdanovich- fue absorbida por Paramount. Pese a su tibia recepción y a ser opacada por El padrino II, estrenada en el mismo año, La conversación es hoy una de las películas obligatorias de los 70, un retrato minucioso del estado de ánimo de una década, las tensiones que hicieron eclosión en la realidad y encontraron la mejor expresión en el cine. Disponible en Flow y Apple TV.

La ley de la calle (1983).
La ley de la calle (1983).


La ley de la calle (1983).

La ley de la calle (1983)

Luego del monumental fracaso de Golpe al corazón, el musical que Coppola ideó como reinvención de la tradición del género –con canciones en off, alteración en la concepción de los números de baile y la evocación de un espacio siempre artificial y superpuesto al real- pero también como exploración de una técnica innovadora de previsualización electrónica, que finalmente terminó siendo implementada en el cine tiempo después, American Zoetrope tuve que afrontar una serie interminable de deudas y Coppola, aceptar proyectos de encargo para solventar sus sueños de gloria. Ese mal paso dio origen al díptico inspirado en la literatura juvenil de Susan E. Hinton: Los marginados y La ley de la calle. La primera contó con un elenco de nuevas estrellas que incluían a Tom Cruise, Matt Dillon, Rob Lowe, Patrick Swayze y Emilio Estevez, en sintonía con las narrativas juveniles de la época; la segunda, con Dillon y Mickey Rourke, filmada en blanco y negro, tensaba los vitales ideales de la juventud con el desencanto propio de la adultez.

Coppola rastrea una adolescencia anacrónica, nacida en los 50 y en el cine de ‘rebeldes sin causa’ de esos años, recreados con la distancia justa en los albores de los 80. En ambas la familia es el epicentro, son claves las relaciones entre hermanos, y se celebran enfrentamientos de clase a través de las pandillas juveniles –casi como un corolario del impacto de Amor sin barreras–, pero mientras Los marginados esboza un retrato idealizado de ese heroísmo que rivaliza con la transgresión, La ley de la calle es opresiva y desencantada, definida por el aura trágica del ‘Motorcycle Boy’ de Rourke, encarnación de un mito fascinante y evanescente ante el contacto con nuestra propia mirada. Esa misma mitología que había alimentado los sueños de la mafia, de gloria y tragedia marcada a sangre, aquí adquiere el ritmo de una fabulación elegíaca, quizás con la conciencia de su nuevo tiempo. Disponible en Apple TV.

Peggy Sue, su pasado la espera (1986).
Peggy Sue, su pasado la espera (1986).


Peggy Sue, su pasado la espera (1986).

Peggy Sue, su pasado la espera (1986)

De la mano de la productora Rastar, una división de la Columbia Pictures comandada por Ray Stark, a quien Coppola conocía de sus años de éxito en pleno Nuevo Hollywood, le llegó el proyecto de Peggy Sue, que ya había pasado por las manos de otro director (Jonathan Demme) y otra protagonista (Debra Winger). Cuando Coppola se hizo cargo, demostró que podía cumplir todo aquello que había transgredido cuando él tenía todo el poder: cumplió con el calendario prometido, el presupuesto estipulado, consiguió rentabilidad en taquilla y buena recepción crítica. La historia de Peggy Sue, interpretada por Kathleen Turner, supone un viaje al pasado: en la fiesta de celebración de sus 25 años de graduada del secundario, Peggy se desmaya y reaparece en los años 60, con toda su experiencia de vida contenida en un nuevo cuerpo juvenil. Pero el viaje de Peggy hacia el pasado, a sus 42 años y en pleno proceso de divorcio del que fue su novio de la adolescencia, no supone una forma de enmendar el ayer sino de revivirlo.

Como el propio Coppola hiciera con el Hollywood clásico en Golpe al corazón o con el surgimiento del jazz en Cotton Club, en Peggy Sue, su pasado la espera se apropia de aquella adolescencia de los años 60 –que era la suya– para explorarla desde la mirada de una mujer adulta. Eco del viaje a Oz de Dorothy en El mago de Oz, el viaje de Peggy Sue es un viaje de ensueño a un territorio que nunca es real en tanto es visto por quien ya conoce su desenlace. Esta capacidad de jugar con la perspectiva, de teñir la narrativa de la lucidez y la reflexión de un personaje desplazado de su tiempo, le permite a Coppola una mirada certera sobre aquellos sentimientos que perduran con el tiempo. Disponible en Apple TV.

Tucker, el hombre y su sueño (1988).
Tucker, el hombre y su sueño (1988).


Tucker, el hombre y su sueño (1988).

Tucker, el hombre y su sueño (1988)

Tucker quizás sea el personaje más cercano a la propia figura de Francis Ford Coppola, aquel alter ego en el que el espectador puede vislumbrar los rasgos de su creador apenas disimulados, su sed de aventura y triunfo, su condición pionera y transgresora en un mundo de seguridades y conveniencias. Como lo dijera Flaubert sobre Emma Bovary, Coppola podría asegurar: “Tucker soy yo”. El tono de la película es el opuesto a la anterior, Jardines de piedra (1987), marcada por el hecho más trágico de la vida del director: la muerte de su hijo Gian-Carlo con solo 22 años. Allí, bajo la estela de la tragedia de Vietnam, Coppola asentaba su propia tragedia en la mirada de un sargento ya veterano (interpretado por James Caan) que prepara a los soldados para una guerra con la que no está de acuerdo. Y si el duelo se había concentrado en esa representación de la experiencia bélica como una excusión al infierno, la liberación le permitió en Tucker, el hombre y su sueño reencontrar su espíritu de incansable búsqueda.

Preston Tucker (Jeff Bridges) es un hombre fuera de época, pero pese a sus continuos fracasos no se rinde ante nada ni nadie. Pese a recibir el embate de las tres grandes automotrices de Detroit, la General Motors, la Ford y la Crysler, Tucker fabrica el auto de sus sueños y hace desfilar 50 ejemplares de distintos colores ante la corte que lo enjuicia como fruto de un interminable pase de magia. Como su personaje, la película también se estrella contra su tiempo: en un mundo cada vez más cínico, hace de la moral su carta de triunfo. Coppola vuelve a celebrar el artificio, no solo en los spots publicitarios de Tucker sino también en su casa de cuento de hadas, que la cámara atraviesa como los decorados de un set, bañados con los mismos colores que Vittorio Storaro usó para Golpe al corazón. Disponible en Apple TV.

Drácula (1992).
Drácula (1992).


Drácula (1992).

Drácula (1992)

Qué novela podía ser perfecta para Coppola sino la versión de Bram Stoker del conde Drácula, recogida de leyendas y tertulias trasnochadas junto a Lord Byron, salida de las entrañas del mito para impregnarse de una realidad sanguinaria de herencias y legados. La clave de la adaptación y la llave para el resurgimiento de la carrera del director a comienzos de los 90 fue restituirle al personaje su condición de mito y al vampiro su estatuto de héroe romántico. A contramano de los intentos actuales de vestir de realismo toda leyenda, Coppola se dirige a las antípodas: un monstruo trágico y desfigurado, con un amor ardiente y salivante, que consigue habitar en todos los lugares y todos los tiempos. Enfurecido con Dios como un ángel caído, vaga por la Historia en busca de venganza hasta caer rendido a los pies de su amada inmortal, refugio de su propia destrucción y también de su eternidad.

El Drácula de Coppola combina un erotismo vital y desenfrenado con la impronta artificial de toda representación. Por ello se combinan todas sus herencias: la estructura epistolar de la novela de Stoker, las sombras proyectadas del Nosferatu de Murnau, las batallas del cine de Kurosawa y los amores trágicos de Tristán e Isolda. La historia de amor fou entre el conde (Gary Oldman) y Mina (Winona Ryder) empuja a su versión hacia un rabioso surrealismo, desbordante de pasión y tragedia, que sacude los cimientos victorianos de esa Londres decimonónica con el fuego inextinguible del cine y la pasión. Disponible en Netflix, Movistar Play, Apple Tv y Google Play.