Golpe de suerte en París: un Woody Allen liviano que cita a la Nouvelle Vague y se divierte con el caos amoroso
Golpe de suerte en París (Coup de chance, Estados Unidos-Francia-Reino Unido/2024). Guion y dirección: Woody Allen. Fotografía: Vittorio Storaro. Edición: Alisa Lepselter. Elenco: Lou de Laâge, Niels Schneider, Melvil Poupaud, Valérie Lemercier, Bruno Gouery, Benoît Forgeard, Constance Dollé, Grégory Gradebois. Calificación: apta para mayores de 13 años con reservas. Distribuidora: Impacto Cine. Duración: 96 minutos. Nuestra opinión: buena.
Como todo director formado en la cinefilia, Woody Allen ha poblado su obra de pequeños y grandes homenajes. Al comienzo estaban las fuentes de la comedia, la slapstick muda, el espíritu anárquico de los hermanos Marx, las sátiras negras de los estudios Ealing. Pero como buen emergente de los años 70, no alcanzaba con la impronta clásica, y junto con las poesías de e. e. Cummings, los tormentos de Dostoievski y la creación jazzística de Gershwin, aparecieron la estela de Bergman, de Fellini, el guiño a Godard en su actuación en King Lear, la parodia al Antonioni de la incomunicación; es cierto, a veces con algún exceso de solemnidad, pero siempre inmerso en la vocación de apropiarse de lo ajeno para inventar lo propio. Allen fue de aquellos cineastas -quizás como luego lo fue Almodóvar- que no renegó de sus marcadas influencias y nunca temió a ese juego permanente de citas o descarados plagios que hacen del cine un arte menos asimilado a la línea del progreso que a la circularidad del eterno retorno.
Con Golpe de suerte en París, Woody Allen regresa a la ciudad de las luces. Pero regresa de otra forma, no como en Medianoche en París (2011), como una excursión al pasado, a los tiempos de la vanguardia, de la generación perdida, del Sena bañado de arte y desilusión. Golpe de suerte en París es una película sobre el presente y no sobre la París contemporánea, sino sobre el presente como tiempo cinematográfico. Por ello las referencias son a la nouvelle vague, a esa forma de pensar el tiempo que tuvo aquel descubrimiento de la ciudad bajo la luz del amor, del deseo como impulsor de los movimientos, de las tensiones invisibles entre realidad y apariencia como perfecto cristal para leer la verdad. Es menos una París de hoy que una de siempre, detenida en la circularidad de encuentros y desencuentros, de amores perdidos y encontrados, de engaños que revelan la exigua protección de las máscaras que nos armamos.
La película empieza con el tono del Éric Rohmer de los 80. El encuentro casual de Fanny (Lou de Lâage) y Alain (Niels Schneider), antiguos compañeros del Liceo Francés en Nueva York, deriva en una charla memoriosa, regulares almuerzos en el Jardín de Luxemburgo, y un idilio secreto alimentado por la poesía y la bohemia. Él es escritor y le regala la poesía de Henri Rouger; ella está casada con un esnob millonario que colecciona trenes y se jacta de su esposa “trofeo” (divertido que quien lo interpreta sea Melvil Poupaud, el joven de Cuentos de verano convertido en un financista siniestro). Asoman ecos de La mujer del aviador (1981) con una amenaza más sombría que se convierte, en su devenir, en una clara influencia chabroliana.
Con la aparición de la campiña francesa y del humor negro del director de La mujer infiel (1969), Allen consigue oscurecer los coloridos tonos de la fotografía de Vittorio Storaro, más seguro de ofrecer un presente sobre el amor nutrido del caos del azar antes que de la certeza del destino.
Pese a este estoicismo de las citas y al placer de filmar la ciudad y los jóvenes que se besan a escondidas, Golpe de suerte en París no es una obra maestra ni pretende serlo. Su humor es ligero, el asomo del misterio es siempre oblicuo, y la liviandad confiada del tono la eleva por encima de algunos títulos más admonitorios como La rueda de la maravilla (2017) o más autoindulgentes como Rifkin’s Festival (2020). Es cierto que todo parece ser algo ya visto, pero ese es el placer del Allen de los últimos tiempos, un viaje a lo conocido desde una óptica que descree del descubrimiento y abraza el placer tranquilizador -y al mismo tiempo ominoso- del eterno retorno.