El guardaespaldas: el melodrama convertido en un clásico de todos los tiempos que marcó a Whitney Houston
Hay una manera de distinguir algunas grandes películas. Se trata de pensar mientras estamos ante ella que esa historia la conocemos, que ya nos la contaron; y salir del cine descubriendo que ese film es único, que no hay otro igual. Sucede con Alien y con Duro de matar, cuyo valor nadie discute hoy. Y sucede con El guardaespaldas, un melodrama romántico que sufrió desprecio casi unánime hace treinta años, cuando su estreno. Es instructivo al respecto ver el puntaje que tiene en el agregador de críticas Rotten Tomatoes: solo un 38 por ciento de reseñas favorables. Sin embargo, es un icono cultural de peso: su banda de sonido, por ejemplo, es el tercer disco más vendido de la historia, solo detrás de Thriller, de Michael Jackson, y de Back in Black, de AC/DC. Y, lo más importante, transformó a Whitney Houston de la estrella que ya era en el mito que hoy es. Spoiler alert: también es una gran película. El recuerdo llega justo cuando está en cartelera la biopic de Whitney Houston, Quiero bailar con alguien.
Detrás de El guardaespaldas hay dos de los mayores creadores de Hollywood desde los años ochenta. Uno es el actor, director y productor Kevin Costner; otro es el director, guionista y productor Lawrence Kasdan. En aquel 1992, Costner se había convertido en una estrella gracias a Los Intocables, Robin Hood y su triunfo absoluto Danza con lobos, esa película que le arrebató el Oscar -nada menos- a Buenos muchachos y El Padrino III en 1990, para protagonizar inmediatamente la épica paranoica de JFK. Costner era un gran amigo de Kasdan, que había comenzado a escribir guiones sin demasiada suerte en los setenta hasta que, en 1975, tuvo la primera versión sólida de El guardaespaldas. El proyecto gustó en Hollywood: Kasdan la escribió para Steve McQueen y Diana Ross. Pero el rol del ex agente del Servicio Secreto Frank Farmer llamó la atención de Ryan O’Neal (entonces en la cima gracias a Love Story, Driver y Luna de papel) y casi se hace hasta que la Ross se bajó del proyecto. Pasaron años: Kasdan se convirtió en el guionista maravilla de Hollywood gracias a Los cazadores del Arca Perdida y, sobre todo, El imperio contraataca, el film que realmente hizo de Star Wars una saga. De hecho, la relación Han Solo-Leia en esa película es muy (pero muy) similar a la de Frank con la estrella de la canción, objeto profesional de su cuidado e interés erótico y romántico Rachel Marron.
Kasdan dio el batacazo con su opera prima Cuerpos ardientes; y más tarde, con Reencuentro. Pues bien, aquí los caminos se cruzan: esa película sobre cómo los hippies se volvieron yuppies comienza con un mosaico de tomas de los personajes mientras un par de manos femeninas visten y peinan a un hombre en un cajón donde será velado. Ese cuerpo, del que solo quedaron en la película esas imágenes, es el de Kevin Costner. Se hicieron amigos entonces, aunque Kasdan decidió -lo bien que hizo- sacar las secuencias retrospectivas en las que se veía “vivo” al personaje de Costner. En compensación, Kasdan le otorgó uno de los protagónicos del western coral Silverado, que puso realmente a Costner en el mapa. Allí el actor conoció El guardaespaldas y prometió hacerla alguna vez, producirla incluso. Habían pasado dos décadas desde que había nacido en la mente de Kasdan la historia, que confesó inspirada no por la película pero sí por el protagonista de Yojimbo, el Samurai, de Akira Kurosawa. Hacía falta convencer a Hollywood y encontrar a la cantante actriz que encarnara a Rachel Marron. Y, como en una película de Lawrence Kasdan, intervino la Providencia.
En 1985, la música pop se encontraba bajo el embrujo de Michael Jackson y Madonna. Ese mismo año, Whitney Houston, de 22 años, llegaba como una especie de síntesis de ambos: la voz y la fuerza del R & del primero, el desparpajo pop de la segunda. Fue un éxito absoluto desde su debut (el álbum Whitney Houston) y, sobre todo, de su segundo disco, Whitney, de 1987 (casi contemporáneo del gran True Blue, de Madonna). En todo ese tiempo, Whitney metió diez singles número uno en los charts de Billboard y era reconocida como una de las mayores voces de la década: Whitney lo tenía todo y era otro epígono de la estrella musical. Costner supo que Whitney era, sin la menor duda, Rachel Marron. Fue él quien le ofreció el rol pero ella declinó mucho tiempo: pasaron años hasta que aceptara porque, decía, nadie la iba a tomar en serio como actriz. Costner, caballero productor -sobre todo un caballero-, la esperó. Finalmente, Houston aceptó y la película comenzó a rodarse. Todos los testigos indican que Costner fue quien la avaló, la empujó y le dio seguridad como actriz: incluso le pidió que no tomara lecciones de actuación para preservar su frescura y personalidad propia en la película. El film fue dirigido por el veterano de la televisión Mick Jackson, un tipo competente -se nota- dado que Kasdan estaba obligado con otros compromisos pero aún así supervisó la producción, que delegó en gran medida en Costner, ya entonces director consumado. Hubo accidentes durante el rodaje -un miembro del equipo murió por un incidente con gruas de filmación- y los medios de Hollywood se reían del plot: “una cantante pop entabla una relación sentimental con el guardaespaldas que contrata tras ser amenazada de muerte por un fan”. La risita sardónica de la prensa y la crítica se podía escuchar a miles de kilómetros de distancia. De paso, fue el propio Costner el que eligió como tema clave de la banda de sonido el clásico de Dolly Parton “I will always love you”. Como todos sabemos, la interpretación de Whitney Houston es uno de los iconos musicales del siglo XX. Houston casi no la cantó: había elegido originalmente “What Becomes of the Brokenhearted”, clásico de Jimmy Ruffin, pero poco antes, Paul Young había hecho un cover para Tomates verdes fritos. Alguien sugirió el tema de Parton y Costner dijo “es esa”.
La película se estrenó rompiendo todo en todo el mundo, incluso la adustez de los críticos que la condenaron casi desde el vestuario. “El guardaespaldas es una indignante pieza de sacarina kitsch; o al menos lo habría parecido si me hubiera quedado despierto hasta el final”, escribió Owen Gleiberman de Entertainment Weekly. “Un completo desastre con algún momento logrado pero poca continuidad o fluidez”, dijo Brian Lowry en Variety. Son un par de muestras pero todo es más o menos igual. Antes de la película, con el trailer, se burlaron del corte de pelo de Kevin Costner (quizás sea la única crítica acertada), de que Whitney Houston “hace de Whitney Houston” y no sabía actuar, de alguna cámara lenta kitsch. No vieron el prólogo en plano secuencia donde un tiro escuchado en off inaugura el film y, con un solo movimiento de cámara y sin palabras, entendemos todo; no vieron la pelea entre Farmer y el ex guardaespaldas, que consiguen mutuo respeto en la cocina después de un par de trompadas. No vieron eso, tampoco lo esencial, lo que hizo que la película recaudara 411 millones de dólares (de 1993) en todo el mundo y hoy sea un clásico.
No vieron que los personajes de Costner y Houston son complejos. Los dos viven una vida “de servicio y vocación” (el caballero andante, la artista) pero tratan de tener, además, una vida cotidiana. Rachel no vive en su casa de diseño, sino en una cabaña atrás, simple. Es madre soltera, sostiene toda una empresa, es dura en sus decisiones porque sabe. Frank, lo mismo: por fuera es una herramienta capaz de matar, detrás es un hombre con un código moral. Nadie entendió que los dos se enamoran cuando “se bajan” de los personajes, que son, ambos y de modo evidente, arquetipos del cine. Dicho de otro modo, El guardaespaldas responde a la pregunta de cómo es la vida de los personajes cuando no están en pantalla, la pregunta capital del voyeur cinematográfico, del que llena y llena salas en todo el mundo, del que quiere ver lo que no puede verse.
Y el núcleo del film es Whitney Houston. Es cierto que “actúa de sí misma” (es lo que le pide Costner al sugerirle que no tome clases de actuación) y el film, cuando ella no “hace” de Rachel -la cervecería, la escena de amor, las confesiones en una caminata, el trato con la familia, el juego con el hijo y mucho más- tiene la fuerza del documental. El guardaespaldas es un melodrama totalmente volcado al artificio para que se vea la verdad que hay detrás. Y hay una enorme verdad en todo lo que hace Houston. La película es un raro ejemplo de que los intérpretes comprenden perfectamente todo lo que sucede en ella -no es algo que pase siempre-. La prueba: las canciones que Houston compone para la película comentan la trama. Hablan de Rachel y de Frank (“Run to you”), del poco sentido que tienen las posesiones materiales si no se comparten (la magnífica “I got nothing”), y tiene lo que bien podemos llamar, anacrónica pero precisamente, un himno feminista y optimista que no desentonaría en un disco de Spice Girls: “I’m every woman”. ¿No lo creen? Lean las letras y vean en qué lugar de la película están ubicadas. No es casual que sea el tercer disco de la historia, y de paso demuestra el punto.
Es decir: El guardaespaldas cautivó al público porque le dio el cuento artificial lleno de referencias míticas (la katana de Frank) y de guiños al oropel de Hollywood (los Oscar, el mal disfrazado de televisión), mientras cuenta la historia de una mujer peleándola en un mundo de hombres, la ambigüedad de la envidia (la hermana de Rachel), la idiotez del fanatismo y la imposibilidad de una vida “normal” para quien se dedica a salvar a otros. El público comprende todo esto cuando está “bien hecho”, aunque no escriba sesudos papers al respecto.
Casi ningún crítico norteamericano entendió que El guardaespaldas no es “kitsch” sino “camp”. No es involuntariamente cursi por una producción cínica que solo buscaba dinero, sino que pone un telón cursi delante y cuenta una especie de western a lo Shane, el desconocido (la película de George Stevens, 1955) detrás: la historia de dos que se aman pero no pueden mientras la muerte les come los talones. La verdad del artificio, el paisaje completo del cine, el delante y el detrás de cámaras. Pero como había que parecer más inteligente, mejor no pensar la película. No importó nada: hoy mismo se sigue viendo y reviendo. Su doble perspectiva, que no carece de humor, suspenso y acción, además, hizo que Whitney Houston pasara, lo dijimos, de la fama al mito. Ese guión y su actuación sincera y llena de ironía, esas miradas inteligentes (hay que mirar con inteligencia a la cámara, es muy difícil) y espontáneas hacen que el film sea, también, el gran documental sobre Whitney Houston, casi un reality antes de que alguien creara el concepto. Y la voz, la pausa antes del coro final de “I will always love you”, muestran que, como toda estrella, Whitney también vive en otro mundo y para siempre: el que se actualiza con cada visión de El guardaespaldas, con cada escucha de la canción, con cada escena recordada. Un mito que no puede ser descripto por los libros.
Siempre existirá la sospecha de que todo el ataque previo y posterior, el intento de destrucción masiva de una película que aún no se había visto, tuviera que ver no con “la historia parece cursi” sino con otra cosa. Kevin Costner es blanco, Whitney Houston es negra. Y la idea interracial (¡Ryan O’Neal y Diana Ross!) ya estaba en el proyecto original de los setenta, cuando todavía era más polémico. Pero resulta que las audiencias son mucho más inteligentes para capturar lo esencial de una obra, incluso de las malas (y por eso hay malas películas que son exitosísimas, aunque esta es una excelente película) y mucho, muchísimo menos prejuiciosas. Gracias a eso, Whitney Houston se volvió un mito que conquistó a quienes no seguían sus discos pop y jóvenes de mediados de los 80, se convirtió, también en una artista. Quizás en treinta, cuarenta años, El guardaespaldas figure en las enciclopedias como un gran film, pero no importa. We always love it