La guerra gaucha: un actor fracturado, un director quemado y un presupuesto muy escaso para una película muy ambiciosa

Un clásico del cine nacional: La guerra gaucha de Lucas Demare
Un clásico del cine nacional: La guerra gaucha de Lucas Demare

“Por la magnitud de su empresa, por la realidad y la imaginación; por la dignidad del tono con que se evoca nuestra guerra gaucha y por la exaltación patriótica que trasunta; por el vigor y por el interés, por su sentido y porque se ha conseguido que cruce entre sus imágenes la “sangre de la tierra”, puede estimarse que La guerra gaucha responde, como elevada expresión de nuestra cinematografía, a la trascendencia de las luchas que evoca y la belleza del libro admirable que la inspira”, esto señalaba LA NACION, al referirse a la película que el sello Artistas Argentinos Asociados estrenó en el cine Ambassador de la calle Lavalle el 20 de noviembre de 1942. Permaneció en cartel 114 días y la vieron 170.000 espectadores. Ayer y hoy son cifras que redondean un éxito descomunal y que la hicieron superar en su tiempo al film más visto en los cines argentinos hasta entonces, Lo que el viento se llevó. Seguramente esa victoria la colocó, además de su historia tamizada en los orígenes de la Argentina, como el film fundacional del cine argentino trazando un paralelo con aquel que narraba las peripecias de Scarlett O’Hara. A fin de cuentas, muchas veces se ha dicho que para el cine argentino La guerra gaucha es “nuestro Lo que el viento se llevó”.

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La película el próximo año cumplirá 8 décadas de su estreno y esta semana cuando se cumplen exactos cuarenta años de la muerte de su realizador, evocarla es también evocar un cine reñido entre el éxito y la aventura, añadiéndole el perfil de un realizador absolutamente fundamental para la pantalla nacional porque si La guerra gaucha es un mito, parte de ese mito fue de Lucas Demare. Pensar en Demare es también referir al director intuitivo que construyó buena parte de su cine con una épica visible en la pantalla, pero con otra tras las cámaras de igual efervescencia que añadía el romanticismo de los planes imposibles. Una filmografía jalonada de clásicos como El viejo Hucha, Su mejor alumno, Pampa Bárbara, Como tu lo soñaste, La calle grita, Los isleros, Mercado de Abasto, El último perro, Zafra, Plaza Huincul o Hijo de hombre, que además incluye a este film protagonizado por Enrique Muiño, Ángel Magaña, Francisco Petrone, Sebastián Chiola, Amelia Bence, Ricardo Galache y Dora Ferreiro, que se convirtió en la gran película argentina.

Y lo fue también para un pequeño grupo que a finales de 1941, y un poco emulando al sello United Artists que fundaron Charles Chaplin, Douglas Fairbanks, Mary Pickford y David Wark Griffith, crearon Artistas Argentinos Asociados. Cuatro actores de renombre (Enrique Muiño, Elías Alippi, Francisco Petrone y Ángel Magaña); un productor (Enrique Faustín, hijo), y un director, Lucas Demare, que llegaba a esta experiencia teniendo ya seis películas como realizador, se unían para generar una propuesta innovadora para el cine argentino y en el corto tiempo de existencia de la productora concretaron varios de los films más importantes de la historia del cine nacional.

Pero La guerra gaucha, por motivos económicos y sentimentales, no fue la primera película del sello como si lo fue El viejo Hucha, también con dirección de Demare y protagónico de Enrique Muiño. Los motivos económicos se evidencian en la diferencia de envergadura de los dos proyectos y el sentimental, en el mal incurable que obligaba a reemplazar a Elías Alippi de la adaptación cinematográfica de la obra de Leopoldo Lugones, pero sin decírselo. Incluso en su evidente deterioro, Alippi se había dejado una barba para personificar al capitán Del Carril. Unos días después de su muerte, acaecida el 3 de mayo de 1942, Homero Manzi y Ulyses Petit de Murat se integraban al proyecto de La guerra gaucha. En una entrevista sostenida con el historiador César Maranghello (por otra parte autor de un extraordinario libro sobre Artistas Argentinos Asociados), Dora Ferreiro recordaba cómo se integró al elenco cuando quedaba muy poco tiempo para partir rumbo a Salta: “Había ido a ver una obra de teatro con mi cuñada y mi tía, y al salir decidimos tomar algo en El Ateneo. Ahí se reunían todos los muchachos de Artistas Argentinos Asociados. Estábamos sentadas a una mesa y pasó Magaña y me saludó porque nos conocíamos de la radio. Al rato también pasó Chiola; ellos estaban en una mesa, pero yo no los veía, estaba casi dándoles la espalda. Chiola se detuvo un momento y me miró, pero no me llamó mucho la atención. Al rato pasó Lucas Demare y directamente se paró delante de nosotros. Se quedó mirándome fijamente y, claro, yo estaba algo avergonzada y traté de mirar para otro lado, bajé un poco la vista y seguí charlando con mis familiares. A los pocos días me llamaron de la oficina de Asociados y me ofrecieron el papel de Ximena”.

Pero el rodaje de La guerra gaucha será tan accidentado como su éxito posterior, en buena medida por los ajustados recursos financieros sumado a lo difícil de un rodaje en complicados escenarios naturales. En unas conversaciones con el director mantenidas hacia 1978 en un curso del Museo del Cine porteño que hoy lo homenajea y compiladas por Guillermo Russo y Andrés Insaurralde para el libro Más allá del olvido, Demare narra buena parte de esas peripecias sustentadas en un ahínco a prueba de todo. Comenzando por la fractura que Sebastián Chiola sufrió un día antes de comenzar el rodaje, a finales de mayo de 1942. Se pensó en llamar a Arturo García Buhr para sustituir a Chiola, que ya había reemplazado al Capitán Del Carril imaginado para Elías Alippi: “Le vi la cara que puso y entendí la ilusión que tenía y me dije: ‘Si le digo, esto, yo a este hombre lo destrozo...’”, reflexionó Demare ante la audiencia más de treinta años después. La solución fue inventarle un guante de mosquetero para disimular el yeso en la muñeca, pero eso no menguaba la necesidad de que utilizara el machete o tuviera que andar a caballo con una lanza en mano. “Yo soy capaz de aguantar cualquier cosa con tal de salir en la película”, le había dicho el actor que ya tenía una larga trayectoria en el cine argentino y había completado una reconocida y premiada labor en el reparto de Historia de una noche, de Luis Saslavsky, un año antes. Por el gran dolor que significaban algunas escenas de acción, el asistente y futuro director Hugo Fregonese fue su doble de cuerpo.

Pero eso no alcanzó para mejorar el confort del actor porque solo Enrique Muiño y su mujer tenían la comodidad de un hotel en la ciudad de Salta. Todo el resto del equipo, unas cincuenta personas, se hospedaban en el salón de una casona donde se decía que había vivido Belgrano; en dos pequeñas habitaciones lo hacían el director y los actores; y además estaban un grupo de gauchos que había enviado el hacendado Néstor Patron Costas, hermano del senador, para colaborar con el film (y que llegaron con armas auténticas), y 800 soldados del regimiento de Salta. Los primeros dormían en carpa, los segundos volvían a la cuadra al finalizar el día y todo el resto compartía esa casona con un solo baño y a la que con cada nuevo integrante que llegaba se le adicionaba un catre y una caja de frutas a modo de mesa de luz. “Afortunadamente había una cascada cerca, aunque con agua bastante fría, pero era una suerte porque nosotros veníamos muertos de calor, transpirados y sucios después de cada filmación”, decía el director que luego pasó a vivir en carpa como todo el equipo técnico, los gauchos y los actores (a sola excepción de Muiño, en un almacén, y las actrices en un hotel en Salta) cuando fueron a filmar a la quebrada de Escoipe por sugerencia del poeta Juan Carlos Dávalos. En ese entonces, el lecho del río seco era el único camino que transitaba Demare en un desvencijado Ford T dos veces a la semana para poder supervisar en la ciudad de Salta las tomas reveladas que llegaban desde Buenos Aires. El director partía, luego de culminado el día de rodaje y refrescado en una acequia cercana, por el lecho del río rumbo a la ciudad adonde llegaba cerca de la medianoche. “Cuando terminaba, me cruzaba a un bolichito que había enfrente, me tomaba un submarino, y agarraba con el Fordcito por el lecho del río seco para llegar a las seis y media, siete de la mañana y empezar la filmación”, recordaba Demare quien se quemó la cara cuando en la escena donde las tropas realistas prenden fuego al poblado cambió la dirección del viento.

Enrique Muiño, Sebastián Chiola y Ángel Magaña, en una escena de La guerra gaucha (1942)
Enrique Muiño, Sebastián Chiola y Ángel Magaña, en una escena de La guerra gaucha (1942)


Enrique Muiño, Sebastián Chiola y Ángel Magaña, en una escena de La guerra gaucha (1942)

Pero la filmación se hacía con un presupuesto ínfimo que fue siendo nulo a medida que los días pasaban. Vitillo Ábalos recordaba cuando en el rodaje, del que participaron los míticos hermanos Ábalos, ante la ausencia de comida se robó una sandía escondiéndola bajo el poncho o cuando dos electricistas se robaron una vaca y la carnearon in situ para alimentar al equipo. Las angustias perduraron hasta que el apoderado Emilio Zolezzi interesó a Miguel y a Narciso Machinandiarena para que ingresaran a la sociedad y de esa manera sustentaran el proyecto en pleno desarrollo.

El ingenio permitió en La guerra gaucha sortear todo aquello que la tecnología no les brindaba. En la famosa escena de la caballada que baja la ladera con ramas encendidas en sus colas, se construyó una suerte de refugio al ras del suelo para que Humberto Peruzzi se colocara con la cámara: “Vi venir a esa masa de cabezas y cascos a toda velocidad y no respiré hasta que los vi abrirse justo delante de mí, mientras los captaba yéndose por los costados”, contaba el camarógrafo a la revista Cine Argentino sobre las peripecias de un rodaje que parecía surgido de planes imposibles. Cuando culminó el rodaje solamente restaban doce días para editar la película hasta la fecha de estreno.

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Es entonces cuando comienza otra épica: la de un estreno que se fue postergando el mismo día de la premier con funciones canceladas por copias defectuosas hasta la medianoche. El más grave fue una diferencia de dosificación que hacía que una escena nocturna apareciera nítidamente iluminada. Para solucionar el último escollo y poder estrenar La guerra gaucha, Peruzzi sostuvo un filtro ante la lente del proyector para disimular el defecto. Pero los espectadores ni se detuvieron en ciertas deficiencias que presentaba la técnica porque estaban absolutamente entregados al enfrentamiento de los gauchos de Güemes contra el ejército de la monarquía española y el glosario de pequeñas historias de héroes anónimos surgidas de la pluma de Leopoldo Lugones.

El éxito fue tan rotundo que el cine Ambassador lució durante meses el cartel de “no hay más localidades” casi sin pausa y eso llevó a otras batallas, como la que sufrió el boletero del cine cuando respondió esa repetida sentencia ante un grupo que tomó por asalto la boletería a las trompadas, incrédulos ante la imposibilidad de ver el film que estaba en boca de todos y que se originó como el propio relato que narra, a pura épica y ahínco.