Historias de película: Paul Newman y las dos vidas de un apostador, en el cine y en la vida real
Asomarse a la vida de Eddie Felson puede ser la mejor ayuda para empezar a escribir una biografía de Paul Newman. El experto jugador de billar que navega entre el orgullo, la ambición, el fracaso y la redención aparece fuera de toda duda entre las mejores caracterizaciones de toda la carrera del actor, una de las grandes estrellas del Hollywood de todos los tiempos, y a la vez funciona como primer esbozo del retrato de su compleja personalidad.
Algún rincón profundo del inconsciente tiene que haberse activado para que Newman haya elegido a Felson como el único personaje que interpretó dos veces. Primero en El jugador (The Hustler, 1961), de Robert Rossen, y un cuarto de siglo después, en El color del dinero (The Color of Money, 1986), de Martin Scorsese. El valor de ambas películas crece hoy mucho más si se las ve y se las revisa en continuado, gracias a la inesperada aparición simultánea de ambos títulos en el catálogo de Star+. El jugador se conoció largamente en la Argentina, desde los tiempos de su ya lejano estreno en los cines, con el título de El audaz.
Allí, entre continuidades y diferencias, matices de estilo, de época y de puesta en escena, descubrimos a través de su protagonista la línea de persistencia más fina, precisa y atrayente entre una y otra película. Como señaló uno de sus biógrafos, Patrick McGilligan, Newman tenía en la vida real un comportamiento muy parecido al de sus mejores personajes. “Parece a veces un evasivo perfecto, suplicante en un instante e indiferente al rato, alienado por el mundo y por él mismo”, escribió.
Para entender en plenitud su mimetización con Felson hay que agregar otro detalle extraordinario. Hay un par de momentos clave en las dos películas en los que vemos a Newman seguir con una mirada llena de admiración y asombro los movimientos en la mesa de billar de quienes se convertirán en sus grandes rivales: el veterano Minnesota Fats (Jackie Gleason), en El jugador, y el jovencísimo Vincent Lauria (Tom Cruise) en El color del dinero.
Newman se vale de esa muestra de deslumbramiento para dejar a la vista toda la potencia de su magnetismo actoral, ese atributo que solo le pertenece a las grandes estrellas. En su primera y juvenil aparición como Felson recurre a la ayuda de todos los recursos gestuales de los intérpretes formados en la escuela del Método. Rossen se cuida de integrar todo el tiempo esa expresividad a un cuadro completo y amplio desde el que trata de capturar la atmósfera sórdida y marginal de los clubes de billar de ese tiempo. Allí se mueven los cultores del engaño y la trampa, muchas veces sin querer o poder salir a la superficie. Son capaces de quedarse allí día y noche.
En El color del dinero, 25 años después, un avejentado Felson observa al joven Lauria como si estuviese frente al reflejo de lo que alguna vez fue. Ya no lo hace en blanco y negro, sino con la ayuda de la cámara de Scorsese y esas tonalidades azuladas tan características de la imagen cinematográfica de los años 80. El distanciamiento que proponía Rossen en la primera película se transforma durante el comienzo de su secuela en una sucesión de fascinantes primeros planos de Newman. Puede que en ese momento los clarísimos ojos de Newman (para algunos, los más azules de la historia del cine) no estén brillando como antes, pero el destello que se desprende de la mirada del actor resulta poderoso, irresistible para los ojos de cualquier espectador.
La revisión o el descubrimiento paralelo de las dos aventuras de Eddie Felson en la pantalla, separadas por una enorme brecha temporal, ofrece múltiples y fascinantes capas de abordaje. En 1961, Rossen venía a los tumbos del estrepitoso fracaso de su película anterior, Héroes de barro (They Came to Cordura, 1959) y de un pasado reciente marcado a fuego por haber delatado a algunos antiguos compañeros de ruta de Hollywood, lo que le permitió escapar de las “listas negras” elaboradas por la comisión McCarthy.
El jugador fue para Rossen un regreso con gloria porque le brindó nueve nominaciones al Oscar, el rescate que buscaba y la recuperación de su lugar como uno de los directores encargados de llevar adelante la transición entre la época dorada de Hollywood y una nueva etapa marcada por historias mucho más introspectivas y atentas a los aspectos más complejos de la personalidad de sus protagonistas.
Desde esa perspectiva, El jugador es un retrato extremadamente realista de un grupo de personas atrapadas en un interminable espiral de neurosis, codicias y fracasos, derivados de sus sueños frustrados. El título original define a Felson, el hustler (tramposo, embaucador) que en compañía de una suerte de cómplice y mánager recorre los garitos y las mesas de billar de distintas ciudades con una estrategia muy precisa. Primero simula una derrota para entusiasmar a sus rivales y cuando ellos se entusiasman y empiezan a elevar sus apuestas empieza a mostrar todo lo que sabe y termina llevándose el premio mayor.
Felson es un jugador excepcional, pero al mismo tiempo (como le pasó más de una vez a Newman en la vida real) está lleno de dudas existenciales y recurre al alcohol para disimular sus cavilaciones. La primera partida con Minnesota Fats, extensa y decepcionante para sus aspiraciones, lleva a Felson a poner todo su destino en manos del corrupto, maquiavélico y amoral Bert Gordon (un brillante George C. Scott), que termina apropiándose de todo lo que le interesa: su destino como apostador, su precario equilibrio emocional y, sobre todo, la relación amorosa que mantiene con una escritora frustrada y alcohólica (Piper Laurie), que a duras penas trata de sostener su propia dignidad mientras todo a su alrededor empieza a desmoronarse.
El jugador se cierra con el descenso total de Felson en su propio infierno. Termina obligado a aceptar una derrota completa que pulverizó todos sus sueños y esa arrogante presencia inicial desde la cual parecía capaz de llevarse el mundo por delante. Filmada en Cinemascope, La deslumbrante fotografía en blanco y negro de Eugene Shufftan y la partitura jazzística de Kenyon Hopkins aportaban lo suyo para un atrayente retrato de época, que paradójicamente lograba llamar cada vez la atención desde sus propias irregularidades. En su largo muestrario de los más mezquinos comportamientos humanos, la película no siempre lograba sostener el interés, cayendo en algunas obviedades y evidentes sobreentendidos. Pero hasta en medio de esas vacilaciones y caídas logró sostenerse.
Con el tiempo llegamos a darnos cuenta de que Newman nunca quiso resignarse a dejar impresa para siempre en la pantalla esa imagen definitiva de Felson, que desmentía por completo hasta el sentido de su apodo, “el rápido” (The Fast). Walter Tevis, el autor de la novela que inspiró la película original, había escrito un nuevo capítulo de la vida del personaje en El color del dinero y el actor estaba decidido en darle forma a través de una nueva película.
Ansioso con esa posibilidad, Newman se conectó con Scorsese, a quien admiraba desde los tiempos de El toro salvaje, pero al director no le gustó para nada el primer guión que el actor le propuso y sobre el cual venía trabajando. El director le propuso otra cosa. “Nuestro concepto era que Felson no era la clase de tipo que después de perderlo todo al final de la primera película decidió doblar la página y no hacer nada en los siguientes 25 años. Creíamos que Eddie sólo podía sobrevivir si se convertía en alguien más rudo, más malo y más corrupto que Bert Gordon. Era una manera de transformarse en todo lo que él odiaba”, explica en el libro Scorsese on Scorsese, que recoge una serie de testimonios del director sobre su filmografía a lo largo de los años.
El director terminó convenciendo a Newman de su visión sobre el nuevo presente de Felson, para quien cambia todo en el momento en el que conoce a Lauria, dueño de un talento para el pool que le recordaba sus comienzos. Y de una enérgica y arrolladora voluntad de desafiar a todo y a todos para sentirse el mejor. “Eddie toma al joven bajo sus alas y trata de corromperlo, convertirlo en alguien parecido a él. Pero en vez de eso, lo que ocurre es que ellos terminan intercambiando roles”, relata Scorsese. El segundo episodio de la vida de un hombre para quien lo importante, según sus propias palabras, “no es el billar, ni el sexo, ni el amor, sino el dinero” se convierte en una de las clásicas parábolas humanas de triunfo efímero, admisión de la caída y redención que siempre caracterizó al cine de Scorsese.
“Yo no sabía cómo podía pasar eso, porque en ese momento no teníamos argumento. Por lo pronto, Eddie tendría que jugar de nuevo, le gustara o no. No importaba si ganaba o perdía, pero él tendría que jugar”, precisa el director, que persuadió a Newman para que aceptara un nuevo guión escrito por el novelista Richard Price. Los tres trabajaron durante varios meses para llegar al texto definitivo que se convertiría en El color del dinero. “No solo trabajamos cada escena y cada palabra. Revisamos hasta cada signo de puntuación”, revelaría Price más tarde.
Este segundo opus de la existencia de Eddie Felson, ahora convertido en un próspero (y tramposo) proveedor de bebidas alcohólicas, pone ahora frente a frente al duro y desconfiado Newman y al joven e impulsivo Cruise, siempre acompañado por una astuta e intuitiva compañera encarnada por Mary Elizabeth Mastrantonio. Empezará para los tres un viaje literal y simbólico en el que Felson tratará de manipular a su nuevo discípulo en las mesas y las apuestas de billar con las artes del engaño y de la trampa que tan bien conoce, sobre todo porque el aprendiz parece resistirse en un principio a aceptar ese papel.
Cruise, que ese mismo año empezaría a convertirse definitivamente en estrella gracias al estreno de Top Gun, empieza sutilmente a cambiar esa perspectiva mientras avanza la travesía y Felson, al mismo tiempo, se siente de nuevo cada vez más cerca de ese juego que había decidido abandonar para siempre. Aquellos planos amplios en blanco y negro de los salones con mesas de billar de El jugador se convierten dos décadas y media después, a través de la cámara de Scorsese, en acercamientos profundos y precisos al desplazamiento de las bolas de billar sobre el paño verde con una estética parecida a la de los videoclips. Ya no hay jazz ilustrando esas imágenes, sino un inspirado ensamble de rock y blues escrito, interpretado y elegido por Robbie Robertson, junto a otros grandes músicos y voces (Eric Clapton, Robert Palmer, Phil Collins).
Con otros ojos (hay una escena admirable al respecto) y una epifanía que se manifiesta en medio de una competencia en la que el despliegue de mesas de billar parece hacerse bajo el techo de un templo religioso, Felson parece dispuesto a reenfocar su mirada sobre las cosas esenciales de la vida y a recuperar la conciencia que parecía perdida por propia voluntad en un mundo ajeno. Frente a él aparece un nuevo audaz, el cada vez más cínico y arrogante Lauria, interpretado con absoluto desparpajo por un Tom Cruise de jopo y peinado ochentoso.
“Cruise se portó fantásticamente -llegó a decir un Newman con ojo clínico de director de cine en una entrevista de ese tiempo-. Hasta que empezó a filmar nunca había tenido un taco de billar en las manos y tardó cinco semanas en convertirse en un gran jugador, mejor que yo. Esto, por supuesto, fue muy ventajoso para Martin, que pudo mantenerlo en el marco con sus tiros acumulando trucos en tomas largas e ininterrumpidas”. También aquí empezaba también a configurarse la futura carrera de otra estrella. El final abierto de El color del dinero, que en su momento no dejó conformes a muchos críticos, no impidió que la película se convirtiera en el éxito de taquilla más grande hasta ese momento en toda la carrera de Scorsese.
Era la primera vez que el director reconocía haber trabajado además con una verdadera estrella del cine. Hoy sabemos que ese atributo también le pertenece, por ejemplo, a Robert De Niro, que lleva hechas diez películas con su director predilecto desde que se inició esa alianza con Calles peligrosas (Mean Streets) en 1973. Pero en aquél momento los dos intérpretes pertenecían a mundos diferentes, al menos en la visión de Scorsese. “Con De Niro y los otros muchachos viví algo diferente. Éramos amigos. Crecimos juntos creativamente. Pero con Paul, en cambio, veía mil películas diferentes en su rostro. Eran imágenes que ya había visto en la misma pantalla de cine cuando yo tenía 12, 13 años. Todo eso deja otra impresión, muy distinta”, describe el director en su libro Martin Scorsese: A Journey, de 1991.
En la vida de todos los días, además, Newman fue un apostador empedernido. Una vez, en 1993, contó que aceptó el desafío del locutor de una radio de Nueva York, que especuló al aire sobre la posibilidad de que el actor estuviese escuchando el programa y jugó 500 dólares con ese propósito. Newman se comunicó inmediatamente al programa y le dijo al locutor con su mejor sonrisa que si Robert Redford (uno de sus amigos entrañables y su compañero inolvidable en Butch Cassidy y El golpe) le daba ese mismo dinero estaba dispuesto a ocupar el papel de Demi Moore en Propuesta indecente, película protagonizada por el propio Redford.
Se entiende entonces que la apuesta que hizo Newman por Scorsese como responsable del destino de Felson en el segundo capítulo de su vida haya sido tan considerable. El proyecto de El color del dinero había sido originalmente descartado por 20th Century Fox y por Columbia, dos de los estudios más grandes de Hollywood. Finalmente quedó en manos de Jeffrey Katzenberg y Michael Eisner, que lo pusieron en movimiento bajo la marca de Touchstone Pictures, la división de películas “para adultos” que en ese momento tenía Disney. Para aceptarlo, Newman y Scorsese tuvieron que comprometerse a entregar una tercera parte de su salario en caso de que se superara el presupuesto previsto originalmente. Scorsese terminó gastando en la producción de la película un millón y medio de dólares menos de los 13 que recibió: los ingresos por taquilla superaron todas las expectativas.
El color del dinero, además, le dio a Newman el premio más esquivo de toda su carrera. Después de nueve nominaciones frustradas finalmente la película le permitió ganar el Oscar al mejor actor protagónico. No quiso ir a recibirlo y prefirió que el director Robert Wise lo recibiera en su nombre. “Cuando aparezco en público el tumulto de los espectadores me hace sentir mal, me asusta”, llegó a decir para justificar su actitud defensiva frente a esa clase de situaciones. En silencio debe haber disfrutado de ese triunfo tardío y absolutamente merecido.
Mucho después, en Érase una vez en Hollywood, la novela inspirada en su propia película, Quentin Tarantino escribió: “Hay quien dice que la suerte es el encuentro entre la preparación y la oportunidad”. Son palabras que retratan a la perfección a Eddie Felson y que tranquilamente podrían aparecer al comienzo de una biografía de Paul Newman.
El jugador y El color del dinero están disponibles en Star+