Hojas de otoño, otro cuento melancólico de un cineasta único que se ha consolidado como un clásico

Alma Pöysti y Jussi Vatanen en Hojas de otoño, un nuevo film con el sello inconfundible de Aki Kaurismäki
Alma Pöysti y Jussi Vatanen en Hojas de otoño, un nuevo film con el sello inconfundible de Aki Kaurismäki

Hojas de otoño (Kuolleet lehdet, Finlandia/2023). Dirección y guion: Aki Kaurismaki. Fotografía: Timo Salminen. Edición: Samu Heikkilä. Elenco: Alma Pöysti, Jussi Vatanen, Martti Suosalo, Alina Tomnikov, Eero Ritala. Calificación: apta para mayores de 13 años. Duración: 81 minutos. Nuestra opinión: muy buena.

“No quisiera que mis películas fueran tomadas por algo que no son. En ellas está todo en la superficie, no hay significados ocultos”, dijo alguna vez Aki Kaurismaki, director de cine finlandés que, con cuarenta años de trayectoria sólida y consecuente, ya se ha ganado en buena ley la categoría de clásico.

En Hojas de otoño - presentada en la última edición del Festival de Cannes, elegida como mejor película del año por la asociación de críticos FIPRESCI y precandidata por Finlandia al Oscar - se mantienen las constantes del cine de este artista personal e irreductible, el estilo que lo ha vuelto inconfundible, las señales de aquello que no por conocido deja de seducir y atrapar. Un imaginario construido a partir de personajes taciturnos, parcos que se comunican con un vocabulario económico, seco y sincopado, melancólicos full time que ven como el tren del progreso en el que viaja el capitalismo pasa siempre de largo.

Esta vez los protagonistas son Ansa (Alma Pöysti), empleada de un supermercado no muy surtido ni glamoroso, y Holappa (Jussi Vatanen), obrero de la construcción que vive hacinado en un tráiler con otros trabajadores, algunos de ellos inmigrantes. Dos almas solitarias y en pena, como es habitual en las películas de Kaurismaki, que se encuentran por casualidad en una graciosa velada de karaoke e inician una historia romántica que avanza a tientas, en sintonía con sus singulares personalidades. Como telón de fondo, la violencia sostenida de la guerra de Ucrania, cuyas noticias llegan a través de viejos aparatos de radio y agregan un matiz dramático a vidas de por sí difíciles.

El entorno en el que se desarrollan las historias de Kaurismaki es usualmente hostil: el trabajo es sinónimo de explotación y el paisaje gélido y gris de Helsinki es tan desangelado como las criaturas que lo habitan. La clase trabajadora suele estar representada por outsiders radicalmente individualistas, por lo general sin relaciones familiares, mucho más cercanos al prototipo del cowboy que al del proletario tradicional. Gente que sufre y busca algún tipo de redención.

“Tomo alcohol porque estoy deprimido, y estoy deprimido porque tomo alcohol”, le explica Holappa a esa mujer que aparece en su vida de manera inesperada, y ese razonamiento circular en el que vive atrapado es apenas el inicio de un autoboicot que se irá profundizando. No es, además, una buena señal para alguien que claramente no ha pasado por buenas experiencias sentimentales: “Todos los hombres son unos cerdos”, concluye Ansa en una charla con una amiga igual de desencantada. “En realidad, no: los cerdos son inteligentes y comprensivos”, remata esa conversación en la que asoma el humor corrosivo que también es moneda corriente en la obra de Kaurismaki, tanto como las citas que se integran fluidamente en todos sus relatos. “Si la inspiración es una pintura, entonces se trata de la luz, los colores y la composición; si es otro film, se trata de actores, gestos, réplicas y comportamientos. De hecho sólo existe un puñado de verdaderas películas. El mundo parece estar lleno de imágenes idénticas”, ha dicho este autor tesonero de un cine que parece obstinado en afiliarse a otro tiempo, en lugar de aquel del que efectivamente brota.

En Hojas de otoño hay huellas de Algo para recordar (1957), clásico del cine romántico con Deborah Kerr y Cary Grant, que curiosamente Leo McCarey filmó dos veces (la primera en 1939, con Irene Dunne y Charles Boyer), y un guiño explícito y cargado de humor a Los muertos no mueren (2019), de Jim Jarmusch. Son señales que refuerzan el temperamento de una historia que pendula entre el melodrama y la comedia, a la vez que ratifican la importancia del universo de referencias del autor: los clásicos de Hollywood y la ironía sensible de un compañero de ruta que, igual que él, es un estandarte del cine independiente de los ochenta hasta el presente.

También hay tango y hasta un bar que se llama Buenos Aires, como para acentuar la tristeza y la nostalgia que son ingredientes tan importantes en la receta de Kaurismaki, un cineasta que a primera vista puede parecer anclado en el pasado pero que en verdad ha consolidado su propia estrategia de resistencia trabajando con sagacidad la dialéctica entre la confrontación y la huida, la abulia cotidiana y la búsqueda de la utopía, la sordidez y lo sublime. El creador de un cine que en lugar de bajar línea para revelar la incomodidad que puede provocar un mundo frenético y despiadado, se mueve de acuerdo a sus propias reglas, buscando más sosiego y protección que batallas que imagina perdidas de antemano.