La lección que dejó el desastre del Challenger hace 30 años

El 28 de enero de 1986, el transbordador espacial Challenger estalló en el aire poco después de su despegue, provocando la muerte de sus siete tripulantes. 30 años han pasado desde que ese desastre sacudió al país y a todo el programa de vuelos tripulados de la NASA. Y el próximo 1 de febrero se cumplen también 13 años de la destrucción en 2003 del transbordador Columbia durante su reingreso a la atmósfera de la tierra y la pérdida de toda su tripulación.

Actualmente, desde que los restantes transbordadores espaciales fueron retirados de servicio, no existe un programa estadounidense propio de viajes tripulados al espacio en operación. Pero se avanza hacia ello con miras al gran y tremendo próximo reto que se ha propuesto la NASA: llevar astronautas a Marte.

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El estallido del transbordador espacial Challenger de la NASA, el 28 de enero de 1986. (Wikimedia)

Aún hacen falta varios años para que ese tipo de misiones se hagan realidad (al menos unos 10 o 15 años) y por lo pronto la NASA depende de cohetes y vehículos espaciales extranjeros para llevar astronautas y provisiones a la Estación Espacial Internacional, en lo que se afina la nueva nave Orión, propulsada por cohetes Delta IV, que podría tener su primera misión tripulada no antes de 2023.

Pero, al recordar la destrucción del Challenger y el Columbia, la cuestión de la seguridad de los vuelos espaciales tripulados es un factor enorme a considerar. Nada en la exploración espacial es a prueba de riesgos, y en realidad éstos son inmensos, pero las conclusiones del análisis de los desastres de 1986 y 2003 muestran que incluso los más pequeños detalles pueden ser origen de problemas graves y lo fácil que es no prestarles suficiente atención.

En el caso de la tragedia del Challenger, la explicación dada en su momento por el renombrado físico Richard Feyman es reveladora. Feyman, ganador del Premio Nobel, fue parte de la comisión especial (llamada Rogers Commision) que investigó las causas de la destrucción de la nave. Como lo recuerda el periódico The Washington Post, Feyman ilustró con un sencillo experimento una sutil pero contundente causa del desastre del Challenger: el material de anillos de goma usados en los cohetes impulsores del transbordador se volvía más rígido y menos duradero a bajas temperaturas, justo lo que sucedió ese fatídico 28 de enero de 1986, que fue inusualmente frío.

Como se ve en un video, Feyman colocó material de esos anillos en agua fría y les aplicó presión. El resultado fue que no recuperaron su forma original. Eso mismo habría sucedido a una escala mucho mayor: por el frío, esos anillos no cumplieron su misión, dejaron escapar combustible y provocaron el estallido del Challenger.

Richard Feyman muestra con un sencillo experimento la falla del material que habría causado el desastre del Challenger.

Y el problema fue más allá de un material que no funcionaba bien en ciertas condiciones. En realidad, la NASA tenía entonces un límite de temperatura debajo del cual no era permitido hacer un lanzamiento: 31°F.

Ese 28 de enero la temperatura en Cabo Cañaveral, donde se efectuó el lanzamiento, era cercana a esa cifra (y durante la noche anterior había sido aún más baja). Antes de que se ordenara el despegue en efecto ingenieros y directivos de la NASA discutieron las inquietudes sobre los anillos de goma y su comportamiento a bajas temperaturas. Los ingenieros se inclinaron por posponer el lanzamiento, pero los directivos de la NASA decidieron seguir adelante con él. Como Feyman identificó después tras realizar numerosas entrevistas a personal de la NASA, la diferencia de opinión se debió, entre otras cosas y confusiones, a que los administradores calculaban el riesgo de una falla catastrófica en el transbordador como 1 en 100,000, pero muchos ingenieros de la NASA la entendían tanto como 1 en 200.

El sencillo experimento de la goma y el vaso con hielo de Feyman iluminó, así, las tremendas incertidumbres, peligros y necesidades de precauciones a enorme nivel que se requieren para dar seguridad a los vuelos espaciales tripulados. Y aún así no existe seguridad completa.

Eso se comprobó trágicamente en el siguiente gran desastre de los transbordadores de la NASA. Antes de la destrucción del Columbia en 2003, la NASA ya había registrado casos de caída de escombros del material tipo espuma usado en el recubrimiento térmico del tanque principal de combustible en al menos cuatro misiones anteriores, pero sin que eso hubiese afectado la misión. Al parecer, el fenómeno había sido ya asumido como algo que podía pasar, y no era considerado entre los riesgos de seguridad mayores que debían ser resueltos de modo urgente o prioritario.

Pero ese 1 de febrero de 2003 un bloque de ese material se desprendió del tanque de combustible durante el despegue, impactó contra el ala izquierda del transbordador y dañó su cobertura térmica. El problema no fue encarado y cuando el Columbia reingresó a la atmósfera, el calor extremo penetró y destruyó la nave. La investigación posterior mostró, nuevamente, que el análisis de riesgos y los criterios de seguridad que se usaban en la NASA eran inapropiados.

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Un modelo de la nave Orion, en la que astronautas viajarán al espacio en futuras misiones de la NASA. (Wikimedia)

Así, cuando la NASA se propone emprender en los próximos años nuevas y más ambiciosas misiones espaciales tripuladas –como la captura de un asteroide y su redirección hacia la luna y la aún más compleja travesía hacia Marte– el asunto de los criterios y protocolos de seguridad salta como una prioridad mayor. Y como se indicó en la revista Wired, la NASA estaría incurriendo nuevamente en riesgos y actitudes que, en aras de reducir costos y tiempos, podrían estar abriendo huecos en la seguridad de sus misiones. Y cabría revisar también lo correspondiente en las actividades de los nuevos consorcios privados de lanzamientos y naves espaciales tripuladas que están ya dando sus primeros pasos importantes en el sector.

Eso no quiere decir que se está incubando ya el siguiente desastre espacial, pero sí que es necesario, atendiendo las enseñanzas de 1986 y 2003, prestar especial atención a los criterios y análisis de riesgos de las misiones espaciales tripuladas y a los modos de reducir los peligros al máximo, en el entendido de que, en todo caso, se trata de epopeyas enormes con incertidumbres que no pueden disiparse por completo.

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