Mónica Villa: el recuerdo de Esperando la carroza, el proyecto que la reunirá con una finalista de Gran Hermano y su particular relación con China
Mónica Villa ya era una actriz prestigiosa cuando la convocaron para protagonizar Esperando la carroza, película que marcó su destino. En diálogo con LA NACIÓN, en la intimidad del estudio donde da clases de teatro desde hace muchos años, la actriz recuerda anécdotas del film de Alejandro Doria, analiza el camino recorrido, revela que pronto va a debutar como directora de teatro y cuenta su experiencia en China, donde estuvo durante seis meses dictando clases en la universidad.
En el último año, filmó cuatro películas, de las cuales solo se estrenó La extorsión, con Guillermo Francella, y las otras tres son de cine independiente. “Hay una que es hermosa, Crónicas de una santa errante, una producción americana que ganó el primer premio en el festival de cine independiente de Austin. Y otra es una coproducción con México sobre una problemática social. Supongo que van a estrenarse este año. Nunca paré de trabajar. Por ahí, cuando no me ven, es que estoy ensayando algún trabajo independiente, como cuando hice Isabel de Guevara, la carta silenciada, que ensayamos una vez por semana durante un año y medio; son procesos largos porque todo es a pulmón ”, detalla la actriz.
-Alternás trabajo independiente con comercial, ¿cómo fue la experiencia de hacer La extorsión?
-Ya había trabajado con Francella en Historias de un trepador, en 1984. Seguimos carreras totalmente distintas, pero trabajamos muy bien con Guillermo. Interpreto a una fiscal, por lo cual hablé con algunas personas de la justicia para ver cuál es el comportamiento. Investigo bastante sobre los personajes, pero también le abro la puerta a mi imaginación y mi intuición y, en general, no me falla.
-¿Qué se viene ahora?
-Una obra en teatro comercial. Me llamó Carlos Rottemberg para hacer Coqueluche con Betiana Blum y Julieta Poggio [la finalista de la última edición Gran Hermano], con dirección de José María Muscari. En estos días empezamos los ensayos para estrenar en la segunda mitad del año. Y además estoy esperando que me lleguen los derechos de una comedia muy hermosa que quiero dirigir. Es un proyecto comercial muy bueno.
-¿Será tu primera experiencia como directora?
-Sí. Doy clases desde hace muchos años, dirijo los trabajos de mis alumnos, y de alguna manera, hace tiempo que empecé a transitar y a experimentar ese camino. Estos últimos quince años de carrera los hice al lado de María Esther Fernández, gran maestra y directora de teatro con quien aprendí muchísimo. Me sentí con ganas y con fuerzas, y respaldada para dirigir. Y, por otra parte, sigo con mis clases de teatro en el Taller de Artes y Oficios Lima, en Florida.
-¿Recordás por qué decidiste ser actriz?
-Empecé a estudiar teatro a los 17, aunque tenía clara mi vocación desde los 14 años. Estudiaba guitarra y un día tocando una pieza muy linda, que me encantaba, empecé a llorar y llorar. Si bien mi profesor decía que tenía talento, yo pensaba que la guitarra tenía que llorar y no yo. Y que si yo era quien lloraba, tenía que ser actriz. De todas maneras, desde muy chica hacía mis espectáculos para la familia (risas). No quería dejar guitarra, sino que quería estudiar teatro, además. Mi papá era muy exigente y decía que podía elegir cualquier profesión y no tener talento, e iba a tener trabajo igual; en cambio, que no hay nada más triste que un actor o un músico mediocre. Yo le discutía y le pedía que me dejara probar, y hasta le prometí que si me decían que no tenía talento, me dedicaba a otra cosa. Mi maestra Hedy Crilla dijo: “Esta chica es un gran talento”. Y eso me tranquilizó, porque estaba un poco asustada. El primer recuerdo que tengo es ver la obra Israfel, con Alfredo Alcón, a los 12 años. Lo vi y me enamoré, quería subir al escenario con él. Y no me llevaron más al teatro (risas).
-Esperando la carroza fue una bisagra en tu carrera. ¿Te gusta o te fastidia que sigan recordando la película, a 38 años de su estreno?
-Me gusta porque es una bendición ser parte de Esperando la carroza y agradezco que me haya tocado. Me acuerdo que teníamos mucha letra y si bien yo había hecho mucho teatro independiente, era prácticamente desconocida y todos mis compañeros eran estrellas. Estaba asustada, y en uno de los primeros días de filmación, antes de una escena colectiva, les pregunté si podíamos pasar letra. Estaban China (Zorrilla), (Luis) Brandoni, Julio De Grazia, y me miraron como diciendo “que boluda” (risas). Y siguieron hablando. Nunca más les pregunté. El primer día que vino a filmar Antonio Gasalla, que tenía cuatro horas de maquillaje para transformarse en Mamá Cora, me dijo: “Ay Mónica, qué suerte que te encuentro, ¿no querés que pasemos letra después que me maquillen?”. (Risas) Lo abracé y le dije “te quiero”. Y no solo pasamos letra, sino que improvisamos. Me acuerdo que le ponían látex en la cara, el cuello y los brazos, para simular una vieja, y me daba miedo tocarlo por si se le salía. Y él me decía: “Tocame porque no pasa nada, no se va a salir”. Empecé a tocarlo, a abrazarlo, y los técnicos hacían silencio y nos miraban trabajar, improvisando la vida cotidiana de Susana y mamá Cora. Fue muy lindo.
-¿Cómo te llevaste después con el resto del elenco?
-¡Bien! Me aceptaron, claro. Con la que más contacto tuve siempre fue con Betiana Blum porque venimos, de alguna manera, de la misma escuela. O quizá porque era más joven. Con ella pasábamos letra, nos poníamos de acuerdo y trabajamos muy bien.
-¿Cómo fue seguir trabajando después de una película tan icónica como esa?
-Seguí filmando personajes muy chicos y no me empaqué en querer protagonizar porque es cerrarse puertas. Hay personajes muy lindos protagónicos y también otros más chicos que son más lindos todavía. Y muchas veces dije que no a trabajos porque me llamaban para hacer de gritona, de histérica. Decía que no porque ya bastante te encasillan en esta profesión, y traté de desencasillarme lo máximo que me permitía el bolsillo, porque tenía que seguir trabajando .
-Tuviste que poner tus propios límites…
-Sí. Y después pensé: “En el mundo comercial me ofrecen esto. Yo sé que puedo abordar personajes de mayor complejidad y compromiso, entonces los hago en teatro”. Y eso hice.
-Sos una persona de perfil muy bajo, ¿cómo se conforma tu familia?
-Tengo un hijo que es diseñador gráfico y se llama Francisco. Y un marido de toda la vida que se llama Jorge, y es licenciado en lengua inglesa.
-En el 2017 te fuiste a China para dar clases de teatro, ¿qué podés contar de esa vivencia?
-Fue maravillosa. Estudié durante 9 años chino mandarín, porque me encanta. Me gustan los idiomas, también sé hablar inglés y algo de italiano. Mi historia con China empezó hace a mis veinte años, en el ‘74, cuando me dieron una beca para estudiar en la Opera de Beijing y luego escribir un libro sobre mi experiencia como joven americana viendo trabajar a los chinos. Pero con el golpe militar no se pudo concretar. Hoy estoy grande para una beca pero no para ir a trabajar, entonces hice un primer viaje en el 2016 en el que ofrecí conferencias y fui a tres universidades. Me contrataron en la universidad de Nanjing y di clases de literatura comparada y un taller de teatro. Estuve seis meses en el 2017 y me ofrecieron quedarme varios años, pero se me complicaba. Sin embargo, me di el gusto.
-¿Qué es lo que más te atrajo y lo que menos te gustó?
-Me gustó la organización que tienen, y no me gustó su verticalidad frente a la autoridad. Por ejemplo, les decía a mis alumnos que si no les interesaba el material podía cambiarlo y nadie me decía nada; no te refutan y lo que dice el profesor es palabra santa. Son muy estructurados. De vez en cuando me escriben los chicos, me piden alguna recomendación para alguna universidad. Somos muy diferentes. Allá estudian todos, y si les decís que preparen algo, lo preparan. Son muy responsables. Se reían cuando les hablaba en chino, supongo que por el acento (risas).
-¿Volverías?
-Sí, volvería a China porque es un país interesante. Sobre todo con esta combinación que tienen ahora de capitalismo y comunismo. En el 2016 fui a visitar un centro de teatro popular de las universidades Jiaotong, que es como Harvard en los Estados Unidos. Allá las mejores universidades son públicas, y es difícil entrar. Me acuerdo que el chico que hacía de intérprete me contó que era comunista y que China era lo más extraordinario del mundo porque era hijo de campesinos y había podido acceder a esa universidad, a pesar de ser pobre. Hay que rendir examen de ingreso y si sos rico y no aprobás, no entrás. Este chico estaba fascinado por recibirse de intérprete en la mejor universidad de China, por sus propios méritos. No dan subsidios a nadie, pero si presentás un proyecto y lo llevás a cabo, el gobierno te subsidia y después tenés que devolver el dinero. Y si no lo devolvés, vas preso. Si descubren a un funcionario público en un acto de corrupción y reúnen las pruebas, le hacen una corte marcial y lo juzgan por traición a la patria; y si es culpable hay pena de muerte, a tal punto que la familia le lleva el veneno para que se suicide porque le sacan todo y la familia se queda en la calle, y los hijos no pueden estudiar en una escuela pública por cinco generaciones, salvo que se suicide. Conocí bastante y me gustaría volver para seguir conociendo porque es apasionante.
-¿Estás estudiando algún idioma ahora?
-No, me llamé a sosiego (risas) porque si voy a hacer una obra y dirigir otra, no voy a poder con todo.