La maravillosa historia de Henry Sugar: Wes Anderson llega a Netflix con una pequeña obra maestra que es, también, un manifiesto artístico
La maravillosa historia de Henry Sugar (The Wonderful Story of Henry Sugar / Estados Unidos, 2023) Dirección: Wes Anderson. Guion: Wes Anderson. Fotografía: Robert Yeoman. Elenco: Benedict Cumberbatch, Dev Patel, Ralph Fiennes, Ben Kingsley. Disponible en: Netflix. Duración: 39 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
La canción “Charmless Man”, de Blur, gira alrededor de un hombre que, si bien goza de una posición económica privilegiada, su falta de tacto natural lo convierte en una suerte de paria entre esos círculos sociales a los que quiere pertenecer. En esa pieza de 1995, Damon Albarn aludía a cierta tradición oral, a la figura del narrador como un guardián de historias que merecen trascender la barrera del tiempo. Claro que el “hombre sin encanto” de la canción no tiene en absoluto una vida extraordinaria, y bien podría ser uno de esos millonarios a los que Roald Dahl describe en su cuento La maravillosa historia de Henry Sugar, como alguien que “no tienen verdadera importancia, porque simplemente forma parte del decorado”. Y justamente esa es la descripción que el autor hace de su propio Henry Sugar, otro millonario que, consciente de su posición irrelevante, encuentra una forma de resignificar su fortuna. Y desde la óptica de Wes Anderson, ese relato se convierte en una pequeña épica visual.
Basado en el cuento homónimo de Dahl, La maravillosa historia de Henry Sugar hace foco en el hombre del título, un millonario de esos que viven obsesionados con generar más y más dinero trabajando lo menos posible. Y su vida probablemente hubiera sido todo menos trascendental de no haber conocido la leyenda de Imdad Khan (Ben Kingsley), quien era capaz de ver sin usar sus ojos. El relato de Khan, se revela a través de los textos del Doctor Chatterjee (Dev Patel), que lo conoció y quiso dejar testimonio sobre el origen de esa técnica. De ese modo, Henry Sugar (Benedict Cumberbatch) se entrega a la misión de estudiar también el cómo ver sin los ojos, para utilizar ese recurso en casinos y amasar fortunas en mesas de Black Jack. Pero lejos de satisfacerlo, ese dinero termina por aburrirlo, hasta que el breve encuentro con un oficial de policía terminará por redefinir su destino, y llevarlo a idear un plan mucho menos mezquino.
Con La maravillosa historia de Henry Sugar, Anderson se muestra pleno en esa dinámica narrativa de cajas adentro de cajas, del relato que parte desde el interior de un relato, y que a su vez esconde un tercer relato. Y le brinda celeridad a esa tradición oral, a esos cuentos dentro de cuentos que no permiten un segundo de distracción por parte del espectador. Tomando fragmentos textuales de Dahl, los personajes (y en consecuencia los intérpretes) recitan con precisión quirúrgica y velocidad crucero todos los detalles de esos hombres ordinarios que ganaron extraordinariedad mediante el don de ver sin utilizar sus ojos. Y es justamente ese condimento fabuloso en el que Anderson encuentra la razón de ser de su mediometraje.
Cuesta pensar a este director por fuera de la pantalla grande. Como uno de los autores prodigio de su generación, Anderson busca potenciar cada vez más la naturaleza artificial de sus historias, con puestas en escena de casas de muñecas gigantes y personajes que se mueven con emocionalidad inesperada en entornos subrayadamente plásticos. Y en la televisión, el autor refuerza ese aspecto. Desde el streaming, que en los últimos años sirve para consumir series de éxito descartable, Anderson exclama que no, que su obra no se ve con Tik Tok en mano (costumbre que trágicamente también se instaló en el cine), sino que sus relatos no dan descanso y exigen atención total.
Como enseña el propio Henry Sugar, la única forma de alcanzar el nirvana es mediante la entrega absoluta a una única tarea. Ese personaje necesitó varios años para dominar su técnica, pero Anderson pide apenas cuarenta minutos para disfrutar de su pieza. Solo de esa manera, el público podrá dimensionar la grandeza de este relato, que trafica cine en donde suele haber ficciones chatas, y que revela a este director como la trinchera perfecta para combatir eso que tanto se pregonaba en La historia sin fin: el desligarse de la realidad (el celular, en estos tiempos) para refugiarse en la fantasía. Lo hizo Roald Dahl a lo largo de su obra, y lo repite Wes Anderson en una filmografía que, en pantalla grande o chica, no deja de celebrar el artificio como forma de dinamitar el cinismo de esos espectadores que rechazan la magia de las vidas extraordinarias.