Mario Siperman: el parentesco con Daniel Barenboim, su lugar en Los Fabulosos Cadillacs y por qué en la música “la infidelidad está bien vista”
La casa de Mario Siperman tiene colores. Pero no beigecitos ni granates sino arcoiris. Sillas de colores, vasos de colores, posters beatlemaníacos, murales psicodélicos, cuadros pop, selectivamente distribuidos en un PH cálido cuya única ostentación es la vibración cromática. Mucho antes de convertirse en el tecladista de Los Fabulosos Cadillacs, su padre lo llevaba a visitar a sus únicos amigos “hippies”, el fotógrafo Leone Sonnino y la bailarina Ana Kamien, del Instituto Di Tella, que habitaban un pequeño departamento lleno de discos (de vinilo, claro) con tapas y sonidos extraordinarios para un nene a la búsqueda del asombro.
“Era una casa en colores mientras mi casa era blanco y negro. En realidad, el mundo empezó a ser en colores con los Beatles. Antes era blanco y negro, incluso con Elvis”, dice Siperman, un privilegiado si por tal se entiende a quien recibe la temprana epifanía de saber qué quiere. “Me crié entre dos formatos: por un lado, una educación muy formal, con la impronta de mi papá abogado, medalla de oro del Colegio Nacional Buenos Aires y de la UBA y, por otro lado, cierta libertad, influencia del Mayo francés y de toda la atmósfera años 60 y 70, siempre y cuando no dejaras tus estudios. Por tradición judía de la posguerra, mi viejo solía decir que su único capital era su intelecto, lo que nadie podía sacarle. Así que, en resumen, me dejaron hacer música mientras me fuera bien en el colegio”, cuenta Mario, exegresado del Buenos Aires y arquitecto recibido de la UBA.
Miembro fundador de Los Fabulosos Cadillacs (fue en la casa de veraneo de los padres en Mar del Plata donde se cocinó la primera presentación), músico y productor con carrera propia, su nombre es mucho menos reconocido que el del cantante Vicentico e incluso que el de Flavio Cianciarulo (bajo y segunda voz), ambos además compositores y partícipes históricos. Acerca de esa cuestión, Siperman responde con su estilo, un caballero de fina estampa: “El instrumento que tocás tiene que ver con tu personalidad. Soy un tipo introvertido y el teclado te protege; estás en un área protegida, de confort. Mientras que los que cantan tienen el rol principal y aún más si son los compositores. Personalidad e instrumento van de la mano”.
–¿Qué se escuchaba en tu casa?
–Mucho jazz, Beatles hasta Jimi Hendrix, nada de rock nacional. Había muchos discos de Harry Belafonte, la música de la película Morir en Madrid, sobre la Guerra Civil Española, el guitarrista brasileño Baden Powell.Tengo un recuerdo muy raro de chico. A la hora del almuerzo, en la radio de música clásica que se escuchaba, siempre pasaban la Sinfonia Del Nuevo Mundo, de Antonín Dvorák; todos los días comía con eso. Tango, folklore, música popular como Sandro, por ejemplo, en mi casa era considerado “grasa”. Podía ser hasta un Theodorakis, el de Zorba el griego, que estaba de moda; o Joan Manuel Serrat, el disco de los poemas de Machado, después ya no.
–¿Mirabas televisión?
–Sí, pero medida porque, como decía el papá de Mafalda, era “la caja boba”. Telenovelas jamás. Olvidate de Canal 9. Sí las películas en los Sábados de superacción. Y series como Tarzán, El túnel del tiempo, Yo soy espía, Viaje a las estrellas, Ladrón sin destino, aprobados; Olmedo, si, aprobado.
–¿Mucho Les Luthiers, por ejemplo?
–Sí, íbamos todos los años. El papá de Daniel Rabinovich fue el obstetra que me trajo al mundo. Fuimos a ver a Ravi Shankar, el músico, no el “gurú”; al Colón a ver a Rudolf Nuréyeb; también al San Martín, ese tipo de cosas. Algo impresionante que compartí con mi hermana, la única que tengo, fue un recital de Joe Cocker, en el 77, en el Luna Park.
–¿Puede decirse que eras un cheto de esa época?
–¡No! Un cheto clásico escuchaba Gilbert O’Sullivan, o Electric Light Orchesta -que ahora me encanta pero, en ese momento, no-, o a Barry Manilow...
–¿Cuándo empezaste a estudiar música?
–A los 11 o 12 años empecé piano. En el primario tenía un amigo con quien ya fantaseábamos con ser músicos de rock y tocar en el Luna Park. Escuchábamos mucha música. Además de Leone que confiaba en mí y me prestaba sus discos, mi amigo tenía una hermana mayor que tenía muchos discos de Spinetta, de Almendra, que en la casa de mis viejos no estaban.
–¿Había algún músico en la familia?
–El primo de mi mamá es Daniel Barenboim. Lo vi una sola vez en mi vida, en París, en 1977 o 78. El piano que estaba en mi casa había sido, hacía mucho, usado por él (ese piano ahora está en Brasil, en casa de una tía). Esa influencia está buena pero, a la vez, genera un exigencia a la que no puedo estar a la altura ni en pedo. Por suerte, Dios inventó el rock and roll para que los seres humanos “normales” pudiéramos dedicarnos a la música. Porque la música clásica es para una elite muy chiquita con un talento y una disciplina enormes que los rockeros podemos evitar. Gracias a Dios existieron los Beatles y pudimos zafar de esa exigencia. El jazz está en el límite de ambas.
–¿Tuvo alguna influencia el secundario en tus elecciones?
–La pasé mal en el Buenos Aires, los seis años durante la dictadura, una exigencia desmedida, arbitrariedades e injusticias. Pero, a su vez, tuve amigos muy copados con la música y eso fue un muy buen refugio para volar la cabeza en momentos de cosas horribles. Después me tocó el servicio militar y era lo mismo. No le tengo ni un poco de cariño al colegio, solo rescato a ese grupo de amigos con los que fuimos a ver a Hermeto Pascoal, (Egberto) Gismonti, (Astor) Piazzolla, a los 14 o 15 años.
–¿La arquitectura cuenta solo como “cumplir con papá”? ¿O ahí conociste a quienes formarían los Cadillacs?
–La arquitectura me gusta y era una forma de tener un plan B por si el A fallaba. Previsión o falta de confianza, ponele el nombre que quieras. Nunca ejercí, salvo los arreglos de esta casa. Y mis padres se quedaron tranquilos y felices cuando la terminé. Pero no fue ahí donde nos conocimos con los chicos; fue antes, alrededor de los 15 o 16 años. Pero coincidimos en la misma facultad. El otro que se recibió fue el Vaino (Aníbal Rigozzi, el primer guitarrista y ahora manager). Gabi (Gabriel Fernández Capello, no lo llaman Vicentico) y Flavio (Cianciarulo) duraron unos meses.
Antes de los Cadillacs, a principios de los 80, Mario tuvo su debut a los 16 años con Los Encargados, la banda de Daniel Melero y Luis Bonatto, a la que ingresó para suplantar por un tiempo a Hugo Foigelman. Todas las noches ensayaba, con permiso y conocimiento de sus padres: el adolescente iba en el colectivo 92 de Palermo a Flores donde estaba la sala de ensayo y volvía a la medianoche. “Los Encargados, muy influenciados por la new wave, eran pibes de pelo corto, con camisitas lindas, imagen que tranquilizó a mis viejos, supongo, y me dejaron hacerlo”, dice Mario, el más chico del grupo. De aquella experiencia quedó la anécdota de los naranjazos y piedrazos que recibieron al presentarse en el festival BA Rock 1982, donde sólo duraron medio minuto. “Hoy en Lollapalooza pueden estar Pulp con la Mona Giménez y Trueno, antes no. La buena onda del rock era muy discutible”, reconoce.
–Sin ánimo de repetir lo tantas veces contado pero, ¿de dónde salen los Cadillacs?
–Porque con amigos te juntabas a jugar al fútbol o a hacer música. Futbolero nunca fui. Mi papá era fanático de San Lorenzo y fuimos una sola vez a la cancha juntos, cuando volvió a Primera A. De chico me llevó el portero a ver a River. Y fui a ver un partido del Mundial 78 porque alguien me regaló una entrada. Pero nunca me interesó.
–¿Por qué ska?
–Alguien trajo unos discos de Europa y empezamos a escuchar y nos pareció que podíamos tocarlo, nos gustó mucho.
Siperman, Cianciarulo, Vicentico, Rigozzi es el núcleo fundador al que poco después se sumó el saxofonista Sergio Rotman y otros nombres y recambios. Debutaron en Mar del Plata en un pub y siguieron el entonces caminito de las bandas: conseguir fechas en lugares, consolidar un público, tener a mano algún hit y esperar que cayera un productor para grabar disco. El pasaje fue muy rápido. Desde la primera aparición hasta el primer disco (Bares y fondas, 1986) apenas pasó poco más de un año.
–¿A qué le adjudicás esa velocidad?
–Varias cosas. Era un música que casi nadie hacía y tenía potencial; además, eran los primeros años de la democracia, había mucha movida y ganas de hacer cosas, y a la suerte, sí, la empujamos con persistencia. Ensayábamos mínimo dos veces por semana, no existía faltar porque tenías que estudiar.
–El primer Obras, show consagratorio en aquel momento, ¿cuándo llegó?
–Con el segundo disco (Yo te avisé!), en 1988. Hicimos tres.
–¿Te cambió la vida?
–A los 21 o 22 años no te cambia la vida porque esa fue mi vida. Que un tipo de clase media gane la lotería le cambia la vida. En mi caso, a los 20 años empezamos y nos fue bien, era lo que yo hacía y es la vida que se armó así desde el principio.
–¿Por qué te llaman Tío Spiker?
–A ciencia cierta, no lo sé. Tío, supongo, porque ser el más serio; Spiker, no lo sé.
–En los 80, ¿a qué tribu pertenecían los Cadillacs?
–A ninguna, pero sí estábamos cerca de algunos grupos. A Virus y a Los Abuelos íbamos a verlos muchas veces. Pero de quienes estábamos más cerca era de Sumo.
–¿Soda Stereo o Los Redondos?
-A los Redondos los fui a ver un par de veces, cuando recién empezaban. Todavía estaba en la secundaria y tenía una compañera cuya hermana era novia de Willy Crook y conseguía entradas gratis. No es una banda que me haya interesado demasiado. Soda más o menos lo mismo, me gustaban algunas cosas pero no era fan, por más que (Gustavo) Cerati era muy amigo de Melero y teníamos contacto con el grupo en salas de ensayo y estudios de grabación. Creo, sí, que Gustavo tenía muy claro lo que quería con su música y contaba con la energía para llevarlo adelante.
–¿Tenés alguna teoría acerca de por qué músicos como Melero, por dar un ejemplo ya que vos fuiste parte de Los Encargados, no alcanzaron popularidad y a otros, como los Cadillacs, les llegó rápido?
–Melero es un genio y supermúsico. Y no estoy tan seguro de cuánto él hizo por explotar, no tiene mucha importancia, tiene una carrera discográfica que todos respetan. El ser o no popular es solo un accidente. Es la magia de la música, nadie lo sabe.
–Es del 63 igual que vos y también tecladista, ¿qué te parece Fito Páez?
–Me gusta más ahora que antes. Prefiero sus canciones menos rockeras, cuando se pone rockero me gusta menos.
–¿Viste su serie autobiográfica?
–Sí, muy buena, me encantó. Fito tiene canciones increíbles y yo conocía muchas de las historias que aparecen en la serie. Aunque debe ser raro prender la tele y ver a alguien que actúa de vos.
La banda que ganó el primer premio internacional para el rock argentino, el Grammy como Mejor artista de rock alternativo latino, en 1998, se tomó unas largas vacaciones con el nuevo siglo, período en que cada uno hizo sus propios pasos. En ese lapso, Siperman -que había producido el primer disco de Turf en 1997 y ya tenía su sala de grabación, Loto azul- grabó los primeros discos de Mimi Maura, compuso la música del film Tesoro mío y trabajó con bandas como Mambrú y Bandana, entre otras muchas cosas.
Desde que regresaron, en 2008, los Cadillacs no pararon. El año pasado hicieron 30 shows mientras que en este completaron alrededor de 20, incluidos México y Chile. Hacen constantes giras y no tocan mucho en la Argentina. “Cuando nos presentamos acá, ya no hace falta publicidad como antes. Se anuncia en el sitio oficial y se agotan rápido. Si no estás al tanto, te lo perdés”, avisa el tecladista. Efectivamente, en 2023 llenaron dos Movistar Arena y una cancha de Ferro con gente enterada. El último disco publicado es La salvación de Solo y Juan, de 2016. Nunca pueden faltar, en cada presentación, los temas más populares. Pero, dice Siperman, eso no le cansa ni le aburre: “Para nada, cada show es distinto, hay improvisaciones, pasan cosas, no son shows armados. Lo disfruto y creo que soy mejor músico ahora que cuando empecé”.
Para el próximo año, la ruta marca la continuidad de la “nave nodriza” en varias presentaciones (habrá Cadillacs en Colombia, Perú, el Quilmes Rock, España y Ecuador, desde febrero hasta mediados de año). Y para Siperman, además, la continuidad de un proyecto muy especial que se empezó a gestar hace más de una década, junto con el guitarrista y amigo Gustavo Roca, y que acaba de sacar su tercer volumen. Se trata de versiones en español de las canciones de Leonard Cohen (músico y escritor canadiense que murió en 2015), cantadas por distintos artistas invitados.
“La idea fue rescatar la lírica, la poesía, algo que se dejó de lado en la música los últimos años. Al estar cantadas en español permite al público en general disfrutar de lo que se dice y que es muy variado en la discografía de Cohen”, dice sobre el artista a quien conoció, igual que a Bob Dylan, gracias a la influencia de su querido Leone.
–¿Esto lo habían pensado para Vicentico?
–Esa fue la idea original que a él le gustaba pero con todo lo que hace y su nivel de compromiso, no podía. Entonces lo diversificamos a distintos cantantes y con eso también ganamos porque cuando tenés un autor con una temática tan diversa podés encontrar la persona perfecta para esa letra y esa melodía. Por ejemplo, para “Chelsea Hotel”, que nos parecía un tema retanguero, llamamos a Hernán “Cucuza” Castiello y para “Famous Blue Raincoat”, que es una canción amorosa, la canta Raul Lavié. El eslogan del proyecto es que con canciones buenas, todo es fácil, porque es una propuesta tentadora. Lo único a convenir son los tiempos y compromisos de cada uno. Ninguno de los que participó me pidió un peso. Yo no gané un peso y puse de mi bolsillo, pero no importa, porque queremos hacerlo. Si en algún momento el proyecto empieza a ganar, los llamaré a todos los que participaron y repartiremos.
Nito Mestre, Víctor Heredia, Teresa Parodi, Silvina Garré, Leo García, Emilio Del Guercio, Antonio Birabent, Andrea Echeverry (Aterciopelados), Beto Cuevas, Richard Coleman, Ariel Minimal (guitarrista que fue parte de los Cadillacs) y el periodista de música Claudio Kleiman, quien también tradujo y adaptó “First We Take Manhattan”, entre tantos otros. Ya realizaron presentaciones en La Trastienda y en Café Berlín, con casi todos los cantantes participantes. Los temas pueden escucharse por Spotify y también se encuentran en CD. Filmaron el mediometraje Ensayos de Poeta, sobre un ensayo, que se proyectó en Paseo Alcorta. En total, grabaron unas 40 canciones pero no siempre con gente famosa. “Si veo por la calle cantando a alguien increíble y que me parece puede ir, lo invito”, dice Mario que pide por favor se nombre a los músicos que los acompañan a Roca (guitarra y voz) y a él (teclados), en el proyecto: Nicolás Fontimpe en bajo, Lucas Becerra en bateria, Guillermo Gómez en guitarra y Marcela Hatsatourian y Mayra Cordonnier en voces.
–¿Cómo ves la música “joven” hoy?
–Te digo la verdad, creo que no me gusta pero debo haber escuchado el 0,0001 de lo que se hace y que es mucho. No la estoy escuchando. Estoy lejos de mis 15 años, cuando me estudiaba las tapas de cada disco, conocía las marcas de los instrumentos, la ropa que usaban, todos los nombres de cada rubro. Hay tanto en las plataformas y todo parece igual pero es porque me faltan los códigos de los pibes de 20 años.
–¿Tus hijos, Teo (25) y Ema (22), qué escuchan?
–No tengo la menor idea, no sé qué escuchan ni qué ven ni quiénes son sus amigos porque están en sus pantallas y con auriculares. Hay algo que pasa -que me hubiera gustado vivirlo cuando yo estaba en el colegio- pero no sé si está bueno. En las clases escuchan a Spinetta, Charly García, Soda, Redondos y cantan esas canciones. Yo tenía que cantar ‘La marcha de San Lorenzo’, que era un bajón. Repito, si en 1977 un profesor de música hubiera traído un disco de Frank Zappa me habría vuelto loco de feliz. Pero, creo, que eso les sacó un poco de sangre, de bronca a los músicos actuales: no tienen rebeldía. Los padres quieren que los hijos sean estrellas de rock, no ingenieros. No hay oposición. Si a Lennon la tía en lugar de decirle que con esa guitarrita se iba a morir de hambre, le decía que estudiara guitarra, que tocara con sus amigos, habría sido mucho peor músico. El 80 por ciento de la música se basa en la bronca generacional. En la música, para que haya progreso, tenés que odiar a la generación anterior. Tendrás que ir al psicólogo tal vez pero vas a tocar mejor. Y eso no está pasando, en el mundo de la música, por lo menos.
–Padre de dos hijos y con la misma pareja, Natacha, hace más de dos décadas, ¿los Cadillacs son familia?
–Si, somos una familia, con las ventajas y desventajas que eso conlleva.
–¿Se critican entre ustedes? Que Vicentico cante boleros, por ejemplo, ¿produjo “reacciones”?
–No, al contrario, cero. Los proyectos de cada uno suman y si no tienen nada que ver con los Cadillacs, más. La curiosidad musical individual es algo premiado. A diferencia de un matrimonio, la infidelidad está bien vista. Claro que a veces nos criticamos: “Che, esta canción tuya tal cosa...”, pero no pasa nada, es un intercambio más.
–¿Cuando Valeria Bertuccelli (actriz pareja de Vicentico) estrena una película van a verla todos?
-A veces vamos todos, a veces no, pero yo creo que las vi todas.