Mel Brooks, de los secretos del Súper Agente 86 a los pañuelos para tapar carcajadas en sus películas
Al inicio de la pandemia, en marzo de 2020, se hizo viral en Estados Unidos un vídeo en el que el escritor y guionista Max Brooks urgía a mantener la distancia social, especialmente con los ancianos, y a autoconfinarse.
Lo hacía desde el jardín de la casa de su padre, la leyenda de la comedia Mel Brooks, que aparecía en el interior de la casa y saludaba a través de una puerta de cristal antes de apremiar a su hijo pequeño a que se fuera. Sí, el director de Los productores, El joven Frankenstein o La última locura (Silent Movie), el creador de Superagente 86, uno de los pocos EGOT (artistas que han ganado los cuatro grandes: Emmy, Grammy, Oscar y Tony), estaba vivo. Y no solo protagonizaba vídeos: aprovechaba el confinamiento para escribir sus memorias, “All About Me!”, que se editaron en su país el pasado mes de diciembre.
Los efectos de una infancia feliz
“All About Me!” es Mel Brooks para lo bueno y para lo malo. Hijo pequeño de una familia de inmigrantes judíos, los Kaminsky, del barrio de Williamsburg, en Brooklyn, el neoyorquino reconoce que hasta los cinco años no recuerda “haber pisado el suelo”. “Me lanzaban al aire, me besaban y me volvían a lanzar al aire”, rememora. Su padre había muerto de tuberculosis, y sus hermanos mayores, su madre y sus numerosos tíos se volcaron plenamente a él. Esa sensación de infancia feliz se proyecta en las 460 páginas del libro.
Brooks cumplió el pasado junio 95 años, pero tras presentar a los lectores a algunos de sus mejores amigos y colaboradores (otras leyendas de la comedia como Carl Reiner, intérpretes geniales como Madeline Kahn o Gene Wilder), poco habla de sus fallecimientos. “La risa es un grito de protesta contra la muerte, contra el largo adiós”, escribe.
Y por ello prioriza el humor antes que sentimientos más complejos. Ni siquiera menciona a su primera esposa, Florence Baum, madre de sus tres hijos mayores. O pasa de lejos por la muerte de Anne Bancroft, el amor de su vida, su pareja durante 45 años. A veces Brooks se escuda en ese niño de cinco años para no ahondar en sus dolores.
En Brooks anida un único mandamiento: todo vale para hacer reír, y cuanto más grande sea la carcajada, mejor. Ahí se proyecta su necesidad de sentirse querido, de mantener el estatus de centro de atención que disfrutó en su infancia. Él no esperaba menos de la vida, y su talento le ha permitido ese triunfo. Talento y trabajo. Solo valen los mejores chistes.
Cuando en 2001 convirtió en musical de Broadway su película Los productores -la historia de un productor teatral y un contable timorato resueltos a hacerse ricos con una artimaña financiera creando el peor espectáculo, Primavera para Hitler, que jamás se haya visto-, Brooks aprovechó la gira previa en Chicago antes de estrenar la obra en Nueva York para pulir chistes y eliminar bromas según la reacción del público. Solo vale “lo que les impulsa de la butaca al suelo, a reírse hasta que les duela la tripa”, afirmaba.
Será un amante y genuino defensor de todo tipo de bromas salvajes (cuenta que emboscó-de verdad- dos veces a un colaborador en su etapa televisiva solo porque los sitios por los que paseaban eran óptimos para ello), pero también de trabajar arduamente en pos de la excelencia cómica.
Su “All About Me!” no es tan divertido como “A propósito de nada”, las memorias de Woody Allen, otro prócer del humor neoyorquino, pero levanta acta de la metódica labor de toda una vida dedicada a la risa. Y de la apuesta de su autor del trabajo en equipo.
Su infancia, feliz, no estuvo exenta de privaciones de la Gran Depresión de 1930. “Todo fue muy bien hasta que cumplí nueve años y empecé a hacer deberes escolares”. Su hermano mayor decidió que Mel no estudiara mecánica de aviación de adolescente porque sabía que “tenía algo especial”. Y aunque su primer impulso fue ser baterista (lo que le sirvió para absorber la importancia del ritmo y preferir las películas musicales a las comedias), acabó en el Borscht Belt, el circuito de resorts para judíos en las montañas Catskill, al norte de Nueva York, como reponedor de crema agria en el bufé, como pool tummler (el tipo que despertaba con humor a los clientes de la siesta vespertina en la piscina de los hoteles) y, finalmente, como cómico.
El humor neoyorquino
Después de la Segunda Guerra Mundial los cuatro hermanos Kaminsky volvieron milagrosamente a casa sanos y salvos y Mel se sumó, con apenas 21 años, al equipo de guionistas de Sid Caesar y sus programas, especialmente Your Show of Shows, durante una década el más visto de la televisión estadounidense. Al final de esos años televisivos entraron como escritores de sketches otros dos grandes: Neil Simon y un adolescente superdotado para las navajadas verbales, Woody Allen. Brooks aprovecha para explicar: “No creo que mi humor sea judío. Es neoyorquino, que va más allá del humor judío. Tiene un ritmo, una intensidad y una cadencia muy determinada. Lenny Bruce, Rodney Dangerfield, Jackie Mason, y los cómicos del stand-up como yo no somos simplemente judíos. Somos neoyorquinos. Y hay una gran diferencia”.
La carrera de Brooks ha sido un continuo in crescendo. Cuando la estrella de Caesar se apagó, grabó con Carl Reiner “2000 Year Old Man”, una serie de discos que lo hicieron famoso por sí mismo. El 5 de febrero de 1961 tuvo su primera cita con Anne Bancroft. Y se lanzó a ganar dinero como fuera, con carambolas tan estupendas como poner voz a The Critic, un corto de animación que ganó el Oscar. En 1965 creó la serie Superagente 86, un terremoto que cambió la televisión. “Hay una gran diferencia entre las películas y la televisión. El cine te permite como escritor todo el tiempo necesario para desarrollar personajes e historias [...]. Y los filmes perduran para siempre, mientras que la tele se olvida a la semana de su emisión”, decía por entonces, sin imaginar que su Maxwell Smart permanecería hasta hoy en la memoria y el corazón del público.
El cine, ese gran amor
Al poco tiempo nació el Mel Brooks director de cine, el triturador de géneros y triunfador de taquillas con películas como Los productores (1967), que iban a protagonizar Zero Mostel y Dustin Hoffman. Pero Hoffman una noche le llama y le implora que rompa el contrato: le han llamado de Hollywood para protagonizar una película con un gran amigo de Brooks, Mike Nichols, y su esposa, Anne Bancroft: El graduado.
Su sustituto se convertirá en el actor fetiche de Brooks: Gene Wilder. Así llegaron El misterio de las doce sillas (1971), Sillas de montar calientes (1974), El joven Frankenstein (1974) -compra pañuelos para que los técnicos se los metan en la boca y dejen de arruinar las tomas con sus carcajadas-, La última locura (1976) -parodia del cine mudo en la que solo una persona habla: el mimo Marcel Marceau-, Máxima ansiedad (1977), La loca historia del mundo (1981)...
Dirigió once comedias. En todas prima dinamitar el género satirizado y hacer reír a toda costa. “All About Me!” deviene en colección de anécdotas hollywoodienses, en relato de sus luchas contra productores reticentes de grandes estudios. Brooks es también generoso en nombrar a todo el que participa en el esfuerzo colectivo que supone una película. Y confiesa que rodó Soy o no soy (1983), remake de clásico de Lubitsch Ser o no ser, para por fin compartir pantalla con su esposa. Y para volver a burlarse de Hitler, el personaje al que ha dedicado más tiempo y esfuerzos en su vida.
Hay una faceta del cómico poco conocida y de la que se enorgullece con justicia: su labor como productor con la empresa Brooksfilms. Con ella levanta proyectos más arriesgados: Fatso (que dirigió la propia Anne Bancroft), Francés, El hombre elefante, La mosca (de David Cronenberg) o La carta final. Y por supuesto, su pasión por la composición musical, que le lleva a aceptar el reto de convertir Los productores en un musical para Broadway, el inicio de su etapa teatral en la que se ha enfocado en este siglo XXI, junto a sus variados y merecidos homenajes. “A veces me preguntan: ‘Mel, ¿cuál es el secreto de una vida larga?’. Siempre respondo: ‘No morir”.