La nueva película de Anya Taylor-Joy esconde más que una crítica culinaria macabra
No hay proyecto donde Anya Taylor-Joy no se luzca, pero si hay un género que le viene como anillo al dedo ese el terror. Tras La bruja, Múltiple, Marrowbone o Última noche en el Soho, la actriz vuelve a impresionar con su carisma en una película como El menú, relato que vuelve a posicionarla como reina del horror gracias a una crítica macabra al mundo de la alta cocina repleta de ingredientes muy afilados. Pero, más allá de lo mucho que ella luzca en pantalla y de la visión tan estrambótica de lo culinario, se trata de una cinta repleta de muchas capas y sorpresas cuyo discurso va mucho más lejos de lo esperado.
Su propuesta nos pone en la piel de un grupo de comensales que, tras pagar un precio elevado por encima de los 1.000 dólares, se aventuran a una experiencia culinaria en una isla a manos de un aclamado chef. Pero el menú que deberán catar no será precisamente una rica y suculenta comida, puesto que se enfrentarán a un giro de los acontecimientos que les pondrá frente a la vida y la muerte.
Como digo, la historia se centra en poner en entredicho el valor de la alta cocina, donde lo minimalista y conceptual se impone a lo rico y sabroso. Es decir, una idea elitista que este thriller de terror lleva al extremo para mostrarnos su lado absurdo en un espectáculo de sangre y giros de guion. Pero, en medio de esta macabra idea, también surge un afilado análisis de toda la hipocresía que ronda en la sociedad, especialmente en esas altas esferas que, lejos de saborear los placeres de la vida, andan perdidos en la superficialidad de las apariencias y del poder económico sin alcanzar la felicidad.
Esto lo consigue a través de un plantel de personajes donde caben roles de todo tipo, desde el chef obseso con alcanzar logros profesionales cada vez más extremos, dado vida por un intenso Ralph Fiennes, hasta el contrapunto de la joven proveniente de entornos humildes, que se come la pantalla gracias al carácter arrollador de Anya Taylor-Joy. Y entre medias, ricachones blanqueadores de dinero, parejas de apariencia idílica con una vida lejos de serlo, o estrellas de cine no tan estelares como cabría esperar. Todo un festín para desgranar la vida elitista que, sumado a la comedia negra y al toque macabro, nos deja una película única en su especie con mucho por decir.
Además, siento que su discurso de lo culinario también se aplica a cualquier disciplina artística, a esa obsesión de los artistas de llenar un sentimiento de perfección que nunca va a darse por satisfecho, al entredicho de dar valor a cualquier simpleza, al absurdo de ver a la crítica especializada prestarse al juego de dar valor a lo banal o a lo preocupante de que la gente de a pie acaba cayendo en el engaño, como bien demuestra el secundario de una crítica gastronómica con aspiraciones exageradas de grandeza o los cocineros que acompañan al chef.
No obstante, una vez que arranca la función, creo que centra tanto el foco en el espectáculo, las sorpresas y en resaltar la excentricidad de la propuesta que llegado el momento de relucir a sus personajes estos no destacan todo lo que podrían. Hay situaciones muy peliagudas para cada uno de ellos, siguiendo (a su manera) la estructura de un slasher de terror mientras pone por delante el mensaje crítico a sus perfiles, pero el problema es que la diversión del show culinario es tan grande que estos no te importan todo lo necesario. Además, que Taylor-Joy y Fiennes se lleven toda la atención ante la ausencia de estrellas potentes entre los secundarios tampoco ayuda. De ahí que crea que muchas de las capas que tiene El menú están más escondidas de lo que deberían.
Pero no es un inconveniente que impida disfrutar de la película en todo su esplendor, solo un detalle que la elevaría a un nivel mayor que el de un divertimiento ameno, macabro y con un toque negro extremo. Y es que, al final, su mayor baza es el tener un desarrollo alocado e impredecible que te mantiene pegado a la butaca, que te hace vibrar con cada uno de sus giros y que te incita a querer escarbar dentro de cada una de las muchas ideas que desfilan por pantalla.