Mirar a una desconocida y verme a mí misma

UNA COINCIDENCIA DE ADN REVELÓ QUIÉN ERA MI MADRE BIOLÓGICA. NUESTRA HISTORIA EMPEZÓ CON UN SACRIFICIO Y TERMINÓ CON UN EXULTANTE HOLA.

Para protegerme a mí y a mi familia, utilicé un alias. En mi perfil de Ancestry, me hice llamar “Pearl”. Luego me hice la prueba de ADN.

Cuando se publicaron mis resultados, me sorprendió descubrir con cuántas personas estoy emparentada genéticamente en este mundo. Pero no me importaba cuántas eran; yo solo buscaba a una y ella no estaba allí.

Sin embargo, había una coincidencia que tenía la clave. Era con una tía que tenía la esquela de su padre en su perfil. Recorrí los nombres de los sobrevivientes, incluyendo a sus hermanos, y luego utilicé Google para hacer un cálculo rápido de la edad y reducir la búsqueda. Después miré las fotos de todos esos niños creciendo a lo largo de los años. Por primera vez en mi vida, miraba a una desconocida y me veía a mí misma.

Había encontrado a mi madre biológica.

Se llamaba Rose. Gracias a Google, me enteré de que era administradora de un hospital de Louisville, Kentucky. Se había casado y divorciado dos veces, y no tenía más hijos. Además, era hermosa. Tenía una sonrisa radiante en todas las fotos: sus hermanos y ella alineados del más alto al más bajo en unas vacaciones familiares en los años sesenta; en un retrato con mi misma cabellera abundante con permanente en los años ochenta; en el Derby de Kentucky con su vestido de flores y su sombrero de ala ancha cubierto de rosas, y con su insignia y su bata de laboratorio en el sitio web del hospital. Estaba muy orgullosa de ella.

Pero como la había encontrado a través del perfil de su hermana y no del suyo, no estaba invitada a ponerme en contacto con ella directamente, así que no lo hice.

Poco después, recibí un mensaje en Ancestry de una prima de Rose. La mujer estaba muy interesada en la investigación genealógica, así que imagínense su sorpresa cuando le apareció de repente como pariente cercano alguien a quien no conocía con un nombre que no podía identificar.

Me preguntó quién era.

Le respondí con mi historia: que había nacido en 1972 en una pequeña ciudad del suroeste de Minnesota, hija de una joven de 18 años que había venido de algún lugar de la costa este para pasar su embarazo y tenerme. Luego había cruzado las fronteras estatales y me habían adoptado en Sioux Falls, Dakota del Sur. Le dije a esa mujer, Susan, que si mi historia coincidía con la de alguna de sus primas, hiciera con la información lo que mejor le pareciera.

Ella armó todas las piezas del rompecabezas.

Afortunadamente, su ética coincidía con la mía. Sentía empatía por las decisiones tomadas tantos años atrás y un profundo respeto por los límites. Juntas decidimos que no le diría a Rose que ella y yo nos habíamos contactado, a menos que Rose le diera una oportunidad evidente de hacerlo.

Meses más tarde, Rose fue a visitar a Susan a Pensilvania. La madre de Susan había muerto hacía poco, y Rose y ella habían sido muy unidas. Rose le preguntó a Susan por Ancestry y le dijo que siempre había querido hacerse una prueba de ADN, pero que le daba miedo. Para Susan, aquello fue una señal, y estaba preparada.

Cuando Rose estaba a punto de marcharse, Susan le dio un pequeño regalo envuelto. Le dijo que no lo abriera hasta que estuviera de vuelta en su casa, en Louisville, estuviera sola y se hubiera servido una copa de vino.

Cuando Rose abrió aquella cajita, encontró una nota adentro. Susan había escrito que aquel regalo era a la vez una muestra del amor que su madre sentía por Rose y un mensaje que creía que su madre quería que le llegara. Luego le habló a Rose de mí.

Dijo que yo le agradaba mucho, pero que no sabía mucho de mí porque había estado utilizando mi alias. También le dijo a Rose que yo era madre de una niña de 10 años a la que llamaba “pequeña Pearl”. En esa caja había un par de pendientes de perlas de la madre de Susan.

Rose llamó a Susan y, en un arrebato catártico, le contó su historia, una que durante cinco décadas casi no había compartido con nadie, ni siquiera con sus maridos o amistades más íntimas. Rose le dijo que siempre me había querido y que había tratado de encontrarme, pero que como había sido una adopción cerrada, siempre acababa en callejones sin salida y luego había perdido el valor de continuar.

Le contó a Susan que aún tenía la manta de bebé en la que me habían envuelto después de nacer, y que su madre había convencido a los trabajadores sociales, en contra del protocolo, de que dejaran que Rose me sostuviera en sus brazos, lo cual hizo en aquella pequeña habitación de hospital durante tres horas, hasta que llegó el momento de dejarme ir.

Después de procesar eso, me puse en contacto con Rose por correo electrónico. Empecé presentándome como Marit, mi verdadero nombre. Marit significa Perla. Para Rose, yo siempre había sido la “perla de gran valor”, el extraordinario y preciado tesoro al que tuvo que renunciar, pero por el que también sacrificó mucho.

Le dije a Rose que todavía no estaba preparada para hablar por teléfono. Quería que tuviéramos todo el tiempo que necesitáramos para pensar, sentir y cuidar de nuestros corazones. Sugerí que respondiéramos “Las 36 preguntas que conducen al amor”, que se publicaron en esta columna, porque esas preguntas no son solo para parejas.

Estuvo de acuerdo, y empezamos nuestra correspondencia. Hicimos las preguntas de tres en tres y nos tomamos nuestro tiempo, y fue perfecto.

Aquel otoño, le envié a Rose la foto del primer día de escuela de mi hija. No respondió.

Su trabajo era importante y estaba ocupada. En ocasiones, había tardado días en contestarme, así que no le di importancia. Pero pasaron semanas. Cuando por fin respondió, se disculpó. Me dijo que no se había estado sintiendo bien y que, de hecho, le habían diagnosticado un cáncer de páncreas en estadio cuatro.

La llamé en ese momento.

La primera vez que hablé con mi madre biológica fue cuando me dijo que se estaba muriendo.

A nuestra manera, estuve con ella a lo largo de todo el proceso. Le escribía todos los días y ella respondió hasta que ya no pudo hacerlo. Y se enfermó más.

El 1.° de mayo recibí una llamada de su hermana. Me dijo que si quería conocer a Rose, había llegado el momento. Yo me había ofrecido a ir a verla varias veces, pero Rose quería volver a estar bien antes de conocernos. Ahora “estar bien” ya no era una opción. Sabía que la decisión era mía.

Al día siguiente, cuando me estaba registrando en el aeropuerto, su hermana volvió a llamar. Me dijo: “Rose no va a pasar de esta noche”, y me preguntó si aun así quería hacer el viaje.

“Dile que voy en camino”, le dije. “Ella me esperará”.

Me fui directo al hospital del aeropuerto y llegué poco después de medianoche. Su hermana y su pareja estaban allí, en su habitación oscura, y yo la vi en la cama, casi desvaneciéndose bajo los pitidos de los centinelas electrónicos. Las finas líneas del monitor, de color verde, azul, rojo y amarillo, formaban una suave y cálida luz dorada y blanca, como la de una vela. Rose era a la vez cuerpo y espíritu, estaba despierta y dormida, una paciente justo de este lado de la frontera entre la vida y la muerte.

Desde la puerta, pronuncié su nombre. Al oír mi voz, todo cambió como por arte de magia, y aquella mujer diminuta que no reaccionaba levantó el cuerpo de la cama, alzó la voz y extendió los brazos hacia mí.

Me coloqué junto a su cama y tomé su mano. Empecé a hablar. Le dije lo orgullosa que estaba de ella, y lo agradecida que estaba con ella.

No tardé en darme cuenta de la ineficacia de hablar en voz alta. Las palabras habladas no eran necesarias en ese momento. Ella no podía hablar, pero podíamos escuchar nuestros pensamientos. En esa silenciosa amplitud integrada, me comunicó que tenía miedo. En silencio, compartí con ella lo que sé de la muerte.

Le dije que estaba a salvo y que todo estaría bien. Le describí la suave liberación de los confines de su cuerpo, aún más exquisita por la liberación de su enfermedad. Le aseguré que dejarse ir no sería un adiós, sino un inmenso y exultante hola.

Como una niña, se relajó en el alivio de mi seguridad.

Mientras se iba desvaneciendo de esta vida, le dije que la amaba.

La habitación se enfrió. Sentí las almas de sus familiares a nuestro alrededor; levanté la vista y los vi. Luego oí en la liminalidad compartida que era hora de soltar su mano, puesto que ella no moriría mientras yo la siguiera sujetando. Así que lo hice.

Su cuerpo se iluminó desde dentro mientras exhalaba su último aliento.

Al igual que ella había hecho conmigo 50 años antes, la sostuve en mis brazos en aquella pequeña habitación de hospital durante tres horas, hasta que llegó el momento de dejarla ir.

c.2025 The New York Times Company