En Una muerte silenciosa, Joaquín Furriel se empeña en descubrir qué hay detrás de un aparente accidente fatal

Joaquín Furriel protagoniza Una muerte silenciosa
Joaquín Furriel protagoniza Una muerte silenciosa

Una muerte silenciosa (Argentina/2025). Dirección: Sebastián Schindel. Guion: Matías Lucchesi. Elenco: Joaquín Furriel, Soledad Villamil, Alejandro Awada, Sol Wainer, María Marull, Víctor Laplace, Gonzalo Garrido, Ramiro Pintor, Patricio Contreras, Camila Peralta, Javier Pedersoli. Fotografía: Guillermo Nieto. Música: Sebastián Escofet. Edición: Rosario Suárez. Duración: 90 minutos. Calificación: apta para mayores de 13 años. Distribuidora: Star. Nuestra opinión: buena.

El primer estreno argentino del año llega en clave de thriller policial, tan frío e implacable como el entorno que le sirve de escenario. En algún lugar de La Patagonia vive Octavio (Joaquín Furriel), un hombre de pocas palabras y un pasado marcado por la muerte de su hermano en un accidente de autos. Junto a su vecino y amigo Klaus (Alejandro Awada) trabajan como guías para turistas aficionados a la caza. En la zona viven también su excuñada Bea (Soledad Villamil) con su sobrina Sofía (Sol Wainer) y la esposa de Klaus, Ingrid (María Marull), junto al hijo de ambos, Max (Ramiro Pintor).

Una noche, una imprudencia de los adolescentes en torno a un arma termina con la muerte de Sofía. Ni su novio Julio (Gonzalo Garrido) ni Max, últimos en verla con vida, saben qué pasó. Octavio, golpeado nuevamente por una tragedia familiar, se obsesiona en averiguar por su cuenta qué pasó esa noche, desentrañando en esa búsqueda una sucesión de tensiones y secretos que sacuden a una comunidad rural pequeña, pero colmada de silencios.

Lo mejor que se le puede pedir a una película como Una muerte silenciosa es honestidad. Es decir, que su historia no se pierda en un laberinto de confusión donde cualquiera puede ser culpable. Tanto el sólido guion firmado por Matías Lucchesi como la puesta de Sebastián Schindel ofrecen la suficiente cantidad de información (dosificada y a su debido tiempo, como debe ser) como para que el espectador atento, de a poco comience a imaginar una posible resolución. Al mismo tiempo, claro, la construcción de la historia es lo suficientemente sólida para permitirle al espectador dudar de primeras impresiones (aunque quizás se equivoque), impulsando a una avidez por conocer el desenlace. En cuanto a asignaturas pendientes, habría sido interesante ver un mayor desarrollo de algunas subtramas que aparecen apenas esbozadas. Igualmente, nada lo suficientemente sustancial como para que afecte el devenir del relato y de sus giros dramáticos.

Alejandro Awada en Una muerte silenciosa
Alejandro Awada en Una muerte silenciosa

En relación al elenco, el director se decantó por un conjunto de nombres cuyos personajes les fueran a la medida. Joaquín Furriel (con el que ya había trabajado en El patrón, radiografía de un crimen), Soledad Villamil, Víctor Laplace, todos se complementan con el relato, con los escenarios y con el registro que traza el film. Además es particularmente gratificante volver a ver en pantalla grande a dos monstruos de la escena como son Alejandro Awada y Patricio Contreras (este último en una pequeña pero impecable participación).

El frío patagónico -destacado y aumentado por la excelente fotografía de Guillermo Nieto-, hace lo suyo para despojar de alma a los personajes, enfrentándolos a la más oscura esencia de su ser. El entorno, por su parte, potencia la soledad y el aislamiento, caldo de cultivo para promover un estado de tensión permanente, que funciona muy bien en concordancia con la psicología y rasgos del protagonista. Un hombre que se obsesiona por descubrir “la verdad”, como una forma de anestesiar sus propios demonios del pasado.

En esta película las muertes silenciosas son más de una y bañan de sangre las manos, incluso de aquellos que uno supondría libres de pecado. Porque, como si se tratara de un juego de espejos infinito, las consecuencias de un secreto siempre darán pie a otro que quedará expuesto. O tal vez escondido hasta que llegue el siguiente para, ahí sí, salir con toda la fuerza de la venganza, el dolor o la desesperación.