Murió la actriz italiana Monica Vitti, musa de Michelangelo Antonioni
La actriz Monica Vitti murió en su Roma natal a los 90 años, según anunció su marido, Roberto Russo. Llevaba años alejada de la vida pública, desde 2002, a causa del Alzhéimer que padecía. Vitti logró un equilibrio impresionante al aunar el cine de autor con comedia y a lo largo de su carrera estuvo alejada de los estereotipos del “divismo” que ha caracterizado a los actores.
Fue la musa de Michelangelo Antonioni, pero también la colaboradora de Alberto Sordi, una intérprete capaz de transitar por igual por la tragedia y la comedia, y convertirse incluso en un ícono de estilo gracias a su personalidad y su imagen poderosa. De devenir en referente de la mujer italiana emancipada y liberada. Y la recitadora de diálogos casi obtusos (“Me duele el pelo”, en El desierto rojo) o frases chistosas intraducibles (como cuando canta “Ma ‘ndo hawaii se la banana non ce l’hai”, en Polvo de estrellas).
Nacida Maria Luisa Ceciarelli, debutó con 14 años en el teatro una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, encarnando a una mujer cuyo hijo había muerto en el frente bélico. Los escenarios fueron su primera gran pasión y en 1953 se diplomó en l’Accademia Nazionale d’Arte Drammatica. En esos años hizo obras de Shakespeare, Molière y Brecht, confirmando el talento inmenso que albergaba.
Tras un salto titubeante al cine, los papeles con peso le llegaron gracias a Antonioni, que además se convirtió en su pareja sentimental: empezó, gracias a su voz profunda y singular, doblando al personaje de Dorian Gray en Il grido (1957). El cineasta la vio y dijo: “Tiene una nuca bonita. Podría hacer cine”. Después llegaría la trilogía de la incomunicación de Antonioni: La aventura (1960), La noche (1961) y El eclipse (1962), un mosaico de sentimientos y silencios con el que llegó al extranjero. Con Antonioni también colaboró en El desierto rojo (1964) y en, aunque para televisión, en El misterio de Oberwarld (1980).
Su presencia en el cine de autor nunca desapareció —gracias a esa imagen de alta burguesía, neurótica, enigmática e incapaz de relacionarse con otros—, pero a finales de los años sesenta desembarcó, poderosa, en la comedia italiana —y así sacó partido a su alegría contagiosa, a su cara más popular—, en títulos como La ragazza con la pistola (1968), de Mario Monicelli; El demonio de los celos (1970), de Ettore Scola y El cinturón de castidad (1967), Amor mío, ayúdame (1969), Esa rubia es mía (Polvo de estrellas) (1973) o Lo so che tu sai che io so (1982), de Alberto Sordi, con quien encontraría un cómplice en ese género.
Vitti, además, por esta ambivalencia, trabajó con todos los grandes actores italianos como Vittorio Gassman, Ugo Tognazzi, Nino Manfredi, Marcello Mastroianni y, obviamente, el mismo Sordi. Lo fascinante de Vitti fue esa dicotomía: de los más profundos misterios anclados en su mirada hasta las más sonoras carcajadas nacidas de su risa cálida.
Con Luis Buñuel trabajó en El fantasma de la libertad (1974), una serie de secuencias surrealistas sobre la moral en la sociedad. En 1990 debutó como directora en el cine con Escándalo secreto. Había tenido una experiencia previa en televisión como realizadora de La fuggiDiva (1983). Escándalo secreto se convirtió, además, en su último trabajo como intérprete en la gran pantalla, porque más tarde sólo actuó en el telefilme Ma tu mi vuoi bene? (1992). Con su pareja desde los setenta, Roberto Russo, también colaboró en las dos películas de ficción que dirigió él: Flirt(1983), con la que ganó el Oso de Plata a la mejor actriz de la Berlinale, y Francesca è mia (1986).
Entre 1993 y 1995 publicó los dos volúmenes de su autobiografía. Primero llegó Siete sonatas y después La cama es una rosa, un libro más introspectivo, en el que hablaba de sus problemas oculares (era astigmática, miope, hipermétrope y sufría de presbicia), confesaba sus cuatro intentos de suicidio, sus dudas profesionales y vitales.