Nadia Muzyca: “No es fácil ser primera bailarina: si estás mal dejás mal parado a todo el talento que hay atrás”
Como un mojón en el camino, varios bailarines proyectan desde temprano una meta a los 40 años. Así lo hizo Nadia Muzyca cuando visualizó el final de su carrera en las mejores condiciones. Imaginó muchas veces el último día: su familia con ella en el escenario, la lluvia de pétalos, los aplausos. Ahora es el momento: con Giselle se despedirá del Teatro Colón la noche del martes 19 de abril. Y si llega un poco tarde a la cita –en mayo próximo cumplirá 42- es sólo porque la pandemia no le permitió ser más puntual.
“¿Nos encontramos a las 16.45, en la puerta de Cerrito? Vamos en auto”, propone un viernes, después de una jornada de ensayos. En dirección a Quilmes –donde vive desde chica, adonde levantó su propio estudio de danzas–, Nadia maneja y hace memoria. Se ríe mucho, se emociona. No hay escenas dramáticas. “Todo fluye”, como es su lema. Recuerda la cara de nena que tenía a los 14 años, cuando estaba en el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón (ISA) y Julio Bocca la eligió para el Ballet Argentino. “Ahí comenzó todo. Por eso cuando me dicen, ‘¿ya te vas a retirar?’ explico que empecé a muy jovencita a vivir de manera intensa la carrera profesional. No sé la cantidad de funciones hacíamos por año, giras de tres meses. Fue una experiencia increíble. Julio estaba en la cresta, lo que generaba era una locura. Como un rockstar, en el Luna Park salía en bata a saludar y se venía el estadio abajo, y después de pronto no estaba más, se escapaba, como una estrella. Fuera de eso, el resto del tiempo era uno más, iba con su gorrita para que nadie lo reconociera. Todo eso me abrió las puertas para aprender un montón de cosas; yo no sabía ni siquiera maquillarme.
-¡Y salir al mundo!
-Claro, no había viajado nunca en avión. Tener mi sueldo, ganábamos bien. Nos trataban como profesionales siendo tan jóvenes. Siempre voy a estar agradecida de que en mi época hubo un Julio Bocca. Encima el Ballet Argentino en el que yo entré era el de Herman y Erica Cornejo, Luciana Paris, Darío Franconi, todos hicieron un carrerón afuera. Yo elegí quedarme acá. Pero después de cuatro años quise dejar, no podía ni ver una valija; tenía 19 años y ya quería bailar un ballet completo, un Lago de los cisnes o Giselle. Fue una decisión difícil porque yo a Julio lo amaba.
-¿Habías dejado el colegio?
-Intenté llevarme los libros para estudiar, pero era imposible, porque si tenías un día libre estabas en Venecia, por ejemplo. Lo terminé más tarde, en una nocturna de Quilmes, cuando ya era bailarina del Argentino de La Plata. Era genial. Me acuerdo perfecto un día que estaba en un ensayo con [Vladimir] Vasiliev, en Paganani, y me había hecho assemblé al hombro [un salto que termina con la bailarina sentada en el hombro de su partenaire]. Yo estaba enloquecida: ¡Vasiliev me había hecho un assemblé al hombro! Y de ahí me iba a la escuela donde mi compañera de banco era enfermera, el de atrás taxista, la escuela me bajaba a tierra. Por eso les aconsejo a mis alumnas terminar de estudiar y estar con otro tipo de gente, no hablar siempre de ballet, del ensayo y de las puntas.
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-Si decís que “elegiste” quedarte en tu país es porque tuviste la oportunidad de irte afuera.
-En 2000 viajé a Europa con la fantasía de irme. En el país había mucho lío: me había comprado mi primer auto y me lo habían robado. Tenía ganas de probar. Agarré mis ahorros y pasé un mes en Madrid, Viena, Zurich; tenía arreglada una audición para el English National Ballet, pero antes de llegar me ofreció un contrato Víctor Ullate. Así que estuve una semana con ellos y me di cuenta de que me quería volver, que si me quedaba me iba a enamorar allá y no iba a regresar, y yo soy muy de mi lugar, de mi familia. Pensé en mi abuela. Era muy caro el precio que tenía que pagar. Ese viaje me sacó los pajaritos de la cabeza, me demostró que si quería, podía, pero que yo elegí estar acá. Volví al Teatro Argentino a hacer mi primera Giselle, con Iñaki Urlezaga. Fue mi debut en un rol protagónico. ¡Qué fuerte! De 1999 a 2005 estuve seis años en La Plata, pero mi corazón y mi sueño siempre fue ser primera bailarina del Teatro Colón, mi primer amor. Así que cuando hubo audición me presenté al concurso internacional y entré. Tuve que hacerme mi lugar de primera bailarina.
-Y fortalecerte para que después no te devore ese lugar.
-Es fuerte ser primera bailarina. Cuando se abre el telón está ahí, con tu cuerpo, con tu mente, con tu alma. Es fácil criticar. Tenemos días mejores y peores, a alguien le puede gustar como bailás y a otros no, pero uno siempre trata de darlo todo. Yo creo que la vida es así. “Que fluya” es mi frase. Y encontrar un equilibrio.
-¿Qué cosas te preparan para eso?
-Es tanto el esfuerzo de preparar una obra que cuando llega el momento hay que salir y disfrutarlo. ¿Los nervios? Correrlos, que no sirven para nada, solo hacen que te salgan mal las cosas. Yo no hago terapia, trato de pensar cosas que me bajen a tierra: que tengo que buscar a mis hijos en la escuela, que mañana me puedo ir a comprar una remera o que a la noche voy a pedir una pizza. Tonterías absolutamente, tan a tierra, tan comunes, que me calman. No es fácil ser primera bailarina: tenés toda una compañía atrás en esa función, sos la figura de la noche y si estás mal dejás mal parado a todo el talento que hay atrás.
-¿Cómo se reparte el peso de esa responsabilidad?
-Sabés cuando estás haciendo las cosas bien y cuando estás zapateando. Yo no me lo permito, no la voy a zafar; siempre respeté mucho estar a la altura de las circunstancias, del lugar de una primera bailarina. Es parte de la disciplina y si no lo hacés así, no llegás o te come el título, no aguantás. Es muy difícil, por ejemplo, hacer el adagio de Giselle. Estás ahí solita con las luces, el declive, la orquesta, el imprevisto del vivo (siempre en esa parte alguien tose). Para una escena tan sublime y tan difícil tenés que estar preparada. Por eso sos primera o no lo sos, y la experiencia es muy importante porque hay cosas que solo te las da el paso de los años.
-Hace tiempo ya que decías que a los 40 te retirabas, un mojón que aparece muchas veces a esa edad en la vida profesional de los bailarines.
-Y me agarró la pandemia, así que si descontamos esos dos años, tengo cuarenta [se ríe]. No es un drama. Muchos ni se sorprenden. Otros me dicen: “Nadia, ¿por qué te vas si todavía podés bailar más’”, pero yo quiero dejar a la bailarina, no que la bailarina me deje a mí. Me voy bien, con las piernas altas, saltando, plena. Quería irme contenta, con sobra, no con lo justo. Veintiocho años de carrera, por suerte no tuve lastimaduras importantes; soy una privilegiada con el cuerpo, soy mamá, tengo dos varones. Siento que ya está.
-¿También tenías pensado que fuera con Giselle?
-Lo sorprendí a Mario [Galizzi, el director del Ballet Estable]; “No, Nadia, quédate un poco más”, me decía. Pero Giselle es especial para mí. Lo bailé mucho, me siento cómoda. Puedo jugar con Giselle. Seguramente ese día voy a estar muy emocionada. Irme así es también ambicioso, porque es un ballet difícil. Me voy como quiero, con un titulazo.
-¿El partenaire también lo elegiste vos?
-¡Con Fede [Federico Fernández] vivimos tantos momentos! Nos amamos y nos odiamos. Una vez estuvimos como dos años sin hablarnos. Nos miramos y ya sabemos todo. Es un partenaire perfecto: vos te tirás de cabeza y sabés que él te va a levantar, te va a girar, no hay dudas.
-En lo formal, del Teatro Colón ¿Cómo te retirás?
-No me jubilo. Dejo mi lugar de primera bailarina porque el momento es ahora, pero estaré desde otro lado, ya verán qué me proponen. En el Instituto me encantaría, creo que puedo enseñar mucho, las cosas que marcan la diferencia. Seguramente voy a poder aportar un montón. Soy muy trabajadora.
-A propósito de enseñar, tenés un estudio lleno de alumnas que quieren bailar.
-Me siento plena, la carrera me sorprendió con todo lo que pude bailar en mi país, que no es poca cosa. Hice Lago, Manon, Giselle, Corsario, todos los clásicos que me imaginaba de chiquita, producciones enormes, Rodin. Trabajé con gente superimportante. Está muy bien dejar ahora. Y sí, me gusta mucho enseñar. Lo que no podría entender o vería como algo traumático es dejar de bailar y cortar con la danza, pero yo tengo mi estudio con un montón de chicas que bailan hermoso, algunas son alumnas del ISA. Me gusta prepararlas para concursos, ver que les va bien, armar la función de fin de año. Disfruto mucho hacer bailar a los demás. Bailarina voy a ser siempre, pero las puntas ya está bien dejarlas ahí. Voy a tener los pies más lindos: me voy a poder comprar esas sandalias. Toda la vida escondiéndolos debajo de la arena, eso ya no va más [risas].
Con la última carcajada la camioneta dobla. “En esa esquina esperé toda la vida el colectivo para ir a capital”, señala. El estudio de Nadia Muzyca está abierto hace seis años en el de barrio de su infancia, pero el mayor esfuerzo vino antes, cuando tiraron abajo un chalet para levantar de cero el edificio. Cada preciado dólar o euro que le pagaban por una contratación en Brasil o en Grecia, por ejemplo, se convertía rápidamente en bolsas de cal, cemento y arena. “Vendimos un auto, pasamos varios años sin vacaciones, fue mucho esfuerzo, pero estamos contentos”, dice.
En la planta baja, una puerta comunica con su casa familiar, donde vive con Mauro, su pareja [él es platense, técnico en el Teatro Argentino], y sus dos hijos: Valentino y Francesco. El más chiquito, de tres años, se queda al cuidado de Sonia, la mamá de Nadia, que atiende el local de ropa de danza mientras ella da clases todas las tardes cuando vuelve del teatro. La sala principal lleva el nombre de la abuela Cora, que no llegó a ver la placa dorada brillando en la puerta pero se fue orgullosa de su nieta. Enseguida el lugar se puebla de unas veinte nenas de impecable rodete. Las más chicas, de 9. Entre las más grandes, Victoria, de 13, participa como refuerzo del Ballet Estable en las próximas funciones de Giselle; altísima, Morena, también es alumna del Colón; y más allá, en la misma barra, está Lucía, que acaba de ingresar al Taller de Danza Contemporánea del Teatro San Martín.
“Van a venir cosas lindas. Ya quiero estar del otro lado, que transpiren los otros –sigue Nadia-. ¡Y me voy a acostar tarde! Cuando sos primera bailarina, no te podés quedar hasta las dos de la mañana viendo películas. Así que digo que voy a trasnochar como cuando Julio avisaba de las cervecitas que se iba a tomar”. La suya no fue una carrera de estereotipos ni resignaciones: “Tomo mi copa de vino todas las noches, como lo que quiero, tengo mi familia. Trabajé mucho, pero nadie me regaló nada”.
Otro día, en el camarín 311 del tercer piso del teatro, Nadia abre la puertita que da a la 9 de Julio y avisa: “Esta ventana es mía”. Su ubicación será codiciada entre sus compañeras ahora que libera la posición con vista al Obelisco. Rodeado de fotos de sus chicos, el espejo le devuelve la imagen fresca que tuvo siempre, con la mirada chispeante y la sonrisa grande.
-¿Qué es esa casita que tenés ahí, en blanco y negro?
-Una vez soñé con una casa que era mía, tenía un cerquito, así, como ese. Y tiempo después encontré esta foto antigua de la que había sido la casa de mi abuela. Es igual a la de mi sueño. Mi abuela era todo, siempre la tengo presente.
Otra noche, Nadia soñó que se retiraba: estaba con Mauro y dos nenes en el escenario. Su hijo menor no habían nacido todavía, pero siempre supo que serían dos. El martes 19 de abril, los tres estarán allí. Habrá lluvia de pétalos y el calor de los aplausos que una primera bailarina merece abrazar antes de sacarse las puntas para siempre.