Netflix: en Godzilla Minus One, los verdaderos monstruos no son producto de una catástrofe atómica
Godzilla Minus One (Japón/2023) Dirección y guion: Takashi Yamazaki. Fotografía: Kôzô Shibasaki. Edición: Ryûji Miyajima. Música: Naoki Satô. Elenco: Yuki Yamada, Minami Hamabe, Kamiki Ryunosuke, Munetaka Aoki, Sakura Ando, Hidetaka Yoshioka, Shinsuke Kasai, Kuranosuke Sasaki, Eisuke Shinoi. Disponible en: Netflix. Duración: 125 minutos. Nuestra opinión: excelente.
Mientras que Godzilla se transforma en un juguete estadounidense dispuesto en producciones digitales como una especie de superhéroe monstruoso, mientras esos colores flúo y esas tramas que combinan lo engorroso con lo lineal sin que nos importe más -y nos empache hasta el punto de de que ya no nos interese- que se agarre a las trompadas gigantes con King Kong o cualquier otro monstruo salido de las computadoras más perezosas del mundo, los japoneses hicieron una película que puede, sin ningún problema, figurar dentro de lo más selecto de su filmografía. Esa película -que nadie nos puso en la pantalla grande, por ceguera quizás de los distribuidores- está en Netflix y se llama Godzilla Minus One. Un éxito comercial, además, en los afortunados territorios donde se estrenó. En fin, no nos quejemos: tiene la oportunidad de verla en la plataforma. Algo es algo.
El film es una “de monstruos”, sí, y solo hay uno “físico”, pero alcanza y sobra. La historia es la de un joven kamikaze que desertó y no cumplió con el deber de morir por el emperador; uno que, en un acto de cobardía o de miedo paralizante en el comienzo de la película, tiene la oportunidad de acabar con Godzilla y cuya inacción deja un tendal de víctimas y a un hombre resentido. Ese joven, vuelto a una Tokio destrozada por las bombas incendiarias estadounidenses, se encuentra con el desprecio y con una familia ensamblada por puro azar. Y con un trauma de culpabilidad que tiñe toda la película.
Pero aquí no termina todo: ese trauma es, un poco, el de todo Japón, el de una guerra que no se podía ganar, el de una locura suicida. Lo maravilloso de Godzilla Minus One es que tales elementos no aparecen ni declamados ni colocados de tal modo que el espectador comprenda la metáfora con cara de iluminado, sino que naturalmente surge como un elemento necesario de la historia. También lo es el trasfondo político: los japoneses deben enfrentarse sin ayuda a una criatura ahora más peligrosa a causa de un ensayo atómico estadounidense, de modo de no incrementar la tensión entre soviéticos y americanos. En gran medida, esta Godzilla Minus One recuerda sobre todo los films irónicos y un poco trágicos de Shoei Imamura, películas de la posguerra como El hijo menor, La mujer insecto, Lluvia negra o incluso Dr. Akagi, donde el realismo social está imbricado en las miserias y pequeños triunfos de los personajes de a pie. El entusiasmo y la belleza de este film proviene de la solidez de un guion que combina la épica fantástica con ese realismo social para derivar poco a poco, en las últimas instancias, en algo así como un cuento de hadas familiar.
Hay algo más importante: esta película se llevó en marzo el Oscar a los efectos especiales. Pero no solo porque son perfectos, sino porque están colocados de tal modo que las malandanzas del monstruo generan, en esas secuencias de destrucción masiva, un aliento trágico. Los rostros, los movimientos de cada persona, los gritos, la joven colgando de un caño a punto de caer al vacío mientras la maravilla terrorífica destruye una ciudad dejan de ser un espectáculo morboso para convertirse en pruebas tangibles del dolor y, en última instancia, de la perseverancia. Porque de lo que se trata es de vivir y sobrevivir, de no dejar que la muerte y la desesperación se adueñen de la puesta en escena aunque el mundo se venga abajo, aunque alrededor reine la sensación de un universo terminal.
Puede el lector desconfiar: ¿todo esto en una película sobre un lagarto sobredimensionado con ganas de aplastar todo lo que se le cruza en el camino? Justamente, lo que vuelve excepcional este film que ha generado reseñas positivas en todas partes, es que regresa el gran espectáculo a la dimensión humana de la que se ha alejado en las últimas dos décadas. No importa si aquí no están los otros cientos de megamonstruos que llenaron el álbum de la creación de Ishiro Honda en los últimos setenta años; no importa si tiene relación o no con el resto de las películas o series que se han realizado alrededor de este mito japonés con mayor o menor suerte.
Lo que sucede aquí es que hay un guion pensado alrededor del mecanismo más tradicional del cine fantástico: la pregunta “¿Qué pasaría si..?”, la posibilidad de que algo que no forma parte de nuestro universo interfiriera en nuestra vida cotidiana. Y en este caso, en los dolores de un país destrozado por una guerra cruel cuyas consecuencias no dejan de estar presentes. Por otro lado, es un gran homenaje a gran parte del cine (hay alguna cita, por ejemplo, a Tiburón, pero más como respuesta que como homenaje o chiste; hay planos aéreos que recuerdan la fascinación de Miyazaki por los aviones), pero sobre todo es el recuerdo de que la pantalla grande no es un velo que nos aleja de la realidad, sino una lupa, un cristal que la distorsiona y la agiganta para que la podamos comprender mejor.
Tanto nos conmueve esa mujer que ha perdido a sus hijos en un bombardeo incendiario y recrimina al protagonista no sacrificarse como kamikaze, como el desconcierto de unos marinos heroicos ante la invencibilidad del monstruo. Y una cosa nos permite comprender la otra, algo que -es necesario subrayarlo- el cine de gran espectáculo de Hollywood parece haber olvidado. Es una verdad poderosa y simple: que el gran drama de la pantalla no vale por su tamaño sino por la humanidad que lo sufre, esos seres tan parecidos a nosotros, acosados por otros monstruos quizás más sutiles pero no menos destructivos.