Obra del demonio: una maquinaria escénica atrapante que reivindica a la danza en su constante evocación de Pina Bausch
Performers: Celia Argüello Rena, Pablo Castronovo, Hernán Franco, Iván Haidar, Bárbara Hang, Josefina Imfeld, Alina Marinelli, Margarita Molfino, Andrés Molina, Quillen Mut, Rodolfo Opazo, Florencia Vecino y Diego Velázquez. Concepto escenográfico: basado en la obra de Eduardo Basualdo. Música original y en escena: Ulises Conti. Diseño escenográfico: Cecilia Zuvialde en colaboración con Eduardo Basualdo. Diseño de vestuario: Damasia Arias. Diseño de iluminación: Alejandro Le Roux. Colaboración artística: Damiana Poggi. Coreografía, dramaturgia y dirección: Diana Szeinblum. Sala: Teatro Cervantes. Duración: 3 horas, con en intervalo.
En los 101 años del Teatro Nacional Cervantes es la primera vez que produce una obra coreográfica. El dato delata el nulo protagonismo que ha ocupado la danza contemporánea en la única sala que depende del estado nacional. En esa línea, apenas comienza esta maquinaria escénica cargada de sentidos son los mismos 12 performers de esta propuesta los que hacen referencia al rol secundario que de las artes del movimiento dentro en el panorama actual. Como si fuera un manifiesto, un punto de partida o una declaración, al inicio leen un texto de la escritora Amy Fusselman. “Desde nuestra esquinita, declaramos que seguimos tratando de resucitar a la danza en el teatro. La danza para nosotros es un objeto sagrado: hay que devolverla a su legítimo lugar en el panteón de la materialidad”, dice la autora en el libro “Idiófono”.
La materia es una de las tantas claves de este montaje que se la pasa abriendo puertas, asociaciones, derivas. La obra del artista Eduardo Basualdo, con sus objetos escultóricos y esa especie de papel de aluminio de un negro intenso (foil) que manipulan los mismos performers, tiene un real protagonismo en todo el entramado. De hecho, en la escena final, su obra verdaderamente “respira” en medio del enorme escenario logrando un efecto cautivante, de quietud extrema. Pero, habría que empezar por la génesis de este proyecto atravesado por ángeles y demonios. Este verdadero acontecimiento en el mapa de la danza contemporánea local es parte del ciclo Invocaciones. Fueron sus curadoras y gestoras las que le propusieron a la exquisita bailarina y coreógrafa Diana Szeinblum trabajar a partir del legado de la gran Pina Bauch, figura clave de la escena del siglo pasado, la que introdujo el concepto de danza-teatro, la señora adorada por otros grandes del arte. El vínculo entre esa gran dama de la escena fallecida en 2009 y Szeinblum no es caprichoso: la bailarina argentina bailó en varias oportunidades con la creadora germana cuando estuvo viviendo en Alemania.
A la invocación o la evocación, con todas sus derivaciones, Szeinblum la llamó Obra del demonio. El título, extraído de esa especie de manifiesto que leen al principio, es perfecto por las varias acepciones del término que abarca lo extraordinario y lo tremendo como a esos fantasmas que incitan el mal. La obra está compuesta por fragmentos que, con el correr de las escenas, van acumulando sentidos en medio de un tránsito cargado de citas, referencias, datos autobiográficos, gestos irónicos, micro escenas o reflexiones sobre el teatro en las que se articula lo mínimo con lo grandilocuente, lo solos con lo coral. Y es tan desconcertante que, en algún momento la gran sala tradicional con sus dorados y sus palcos se transforma en un set electrónico de una especie de pinapalooza que cuenta con música original de Ulises Conti.
Obra del demonio no copia (aunque también lo hace, a su manera) a las grandes coreografías de Pina. Están las polleras en los cuerpos de los bailarines hombres, el humo de un cigarro, las sillas desparramadas en el espacio escénico como esa gestualidad que remite a su impronta y a su producción artística; pero en todo el recorrido de la propuesta se impone el sello propio que incluye siempre destellos de la personalidades de cada uno de los intérpretes que habitan ese enigmático espacio en constante mutación.
Esta obra endemoniada y angelical tiene algo de aquellos grandes montajes coreográficos alemanes o belgas (algunos de ellos, dirigidos por creadores argentinos radicado en Europa) que en otros tiempos lejanos llegaban al FIBA. Claro que, por motivos diversos, eso ya no sucede. En ese marco, que Sebastián Blutrach, ex-director artístico del Cervantes, haya programado un espectáculo de estas características tiene algo de reparación histórica. Obra del demonio es un festival en sí mismo de la danza-teatro a cargo de estos 12 seres que alumbran el asombro, que habitan una casa tomada por la contante transformación. En su tránsito, tiene algunos momentos en los que redunda en lo que hace a las tensiones con ciertas formas de la representación teatral que parecen innecesarias por la misma potencia expresiva de esta maquinaria. Pero una foto no es la película completa de este tremendo engranaje onírico, de este manifiesto artístico a cargo de estos intérpretes que todo lo pueden.
Dura tres horas contando el intervalo. En tiempos de consumo cultural dominado por lo breve, el dato puede generar en el potencial espectador cierta aprehensión. Sugerencia: no habría que dejarse llevar por esas cuestiones. Tal vez lo mejor sea dejarse llevar por este viaje como lo hicieron Diana Szeinblum y su dream team de intérpretes que se tomaron todas las libertades para crear esta fiesta hipnótica dominada por el misterio, lo lúdico, lo críptico, lo sensual, lo expansivo. En su exceso como en su síntesis, el manifiesto escénico de Diana Szeinblum y todo su “endiablado” equipo no se guardan nada. Lo cual, en tiempos de achiques, se agradece.