De las odaliscas a las mujeres dolientes, Almodóvar vuelve a levantar revuelo en Venecia
“Soy el muchacho aquel, el de Calzada de Calatrava; ¿se acuerdan?”, podría decir Pedro Almodóvar a modo de saludo, cuando el miércoles 1º inaugure la 78ª Mostra Internacional del Cine de Venecia ¿Cómo no van a recordarlo, los vénetos, después del alboroto con que sacudió a la Serenissima la última vez que concursó allí, 33 años atrás? Estuvo una vez más, hace dos años, pero sólo para recibir un premio especial. Ahora sí vuelve a competir; será, entonces, por tercera vez, y lo hará con su flamante Madres paralelas, y parecería que la Biennale le está tirando un módico pero elocuente changüí en la consideración del jurado al confiarle la pole position en la largada del certamen.
La ventajosa adjudicación no sorprende: el rapport entre el realizador y la Mostra se remonta a 1983; ese año, su film Entre tinieblas marcaba el debut del español en la Laguna, pero por poco no quedó fuera de concurso: el influyente crítico democristiano Gianluigi Rondi (curador de la sección que poco después ascendería a director artístico del festival) no podía concebir que en el venerable certamen –el más antiguo del mundo– aterrizaran una monja sadomasoquista o una madre superiora heroinómana, entre otros especímenes incómodos exhibidos en el film. El cineasta, que aún no había cumplido los 34 años, trasuntaba con su film la fiebre del destape posfranquista, algo que en 1983 y para Italia sonaba raro: en su icónico festival se seleccionaban films de autor pero, además, “serios”.
La última vez que Almodóvar compitió en el festival de Venecia fue en 1988 y tampoco entonces se llevó algo significativo; fue con Mujeres al borde de un ataque de nervios, una comedia entre el teatro del absurdo y el puro disparate que, sin embargo –eso se comprobó después– marcaría un antes y un después en la copiosa producción de un realizador que acumula 22 largometrajes. La película obtuvo un modesto premio al mejor guion de la competencia, una recompensa decepcionante si se la confronta con la ruidosa pirotecnia que había desplegado. De todos modos, ya sólo por comparecer con tanto jaleo, Mujeres al borde de un ataque de nervios iba a dejar una marca indeleble en la historia de la Biennale.
Treinta y tres años después, y con las certezas de una experiencia vivida allí, resulta tentador evocar algo de aquella ruidosa participación. El “jaleo” (que devino alboroto, como en la canción tradicional) atendía no sólo a cuestiones cinematográficas; lo imborrable de esa edición del certamen fue la irrupción de una actitud y un porte desafiantes ante el jurado y la prensa, tanto por la irreverente pero atractiva formulación estética que el cineasta proponía en su comedia como por la mise-en-scène y el gesto para presentarla. Es decir, la provocación como una forma de las bellas artes. Es decir, el sello Almodóvar.
Genio y figura en ascenso
Almodóvar, exoscuro empleado de Telefónica, fue desarrollando y madurando un discurso que le ha dado un carácter único -¿quién lo duda?- en la estética de la cinematografía europea, sea la de culto cuanto la de consumo masivo; las suyas son historias en apariencia cotidianas (y, a veces, hasta de cierta vulgaridad) que de pronto involucran al deseo, a la irreverencia religiosa, a la transgresión de normas sociales y hasta el crimen. Todo eso y más, a través de códigos que oscilan entre lo naif y el kitsch, con un aire a los melodramas de Douglas Sirk o de Fassbinder. En ese sentido, en su galería no faltan personajes femeninos que, a la manera de las heroínas maduras de aquellos melodramas (como Leo, la sufriente autora de novelas románticas que compuso Marisa Paredes en La flor de mi secreto), colman de glamour la trama o –al contrario- acentúan el grotesco de la propuesta.
Así, en las tres décadas que siguieron a aquel punto de inflexión que fue Mujeres al borde de un ataque de nervios, Almodóvar evolucionó, asombró y emocionó (y a veces decepcionó) con títulos que en algunos casos se convirtieron en clásicos contemporáneos. Carne trémula (1997), Todo sobre mi madre (1999) y la más reciente Dolor y gloria (2019), sin olvidar aquella elegíaca meditación sobre la posibilidad del milagro que fue Hable con ella, de 2002, son sólo algunas de las muestras de la madurez y versatilidad con que transitó por el melodrama, la farsa y otros géneros, como la comedia negra, el thriller o el esperpento.
Hace dos años, la cúpula de la Biennale acabó por admitir que Pedro merecía algún reconocimiento, algo que estaba recibiendo en otros ámbitos: el premio al mejor director en Cannes, varios Goya –incluido el de mejor película- en Madrid, y hasta un Oscar. La lista consigna un montón de galardones más, pero baste con los mencionados: nadie, desde Buñuel, había logrado tantos trofeos internacionales para el cine español. Y entonces Venecia, que hasta entonces no le había dado lugar en el podio principal, lo coronó con el prestigioso León de Oro a la trayectoria, estatuilla emblemática que reproduce la columna, con el león en la cima, de la no menos emblemática plaza San Marcos.
Fue en la 76ª edición, la de 2019, en una celebración en la Sala Mayor, con discursos emocionados, con lágrimas en la platea (notoriamente, las de Marisa Paredes) y frases reivindicatorias, como “¡Necesitamos a Almodóvar en este momento más que nunca!”, según profirió Lucrecia Martel, presidenta del jurado de ese año. Es que La ley del deseo había desentrañado, 35 años atrás y con rasgos explícitos, alternativas de la diversidad sexual integradas a la cotidianeidad de la cultura urbana; con lenguaje directo, el manchego narraba desde la pura experiencia. Es significativo que, por la misma época y en el campo teórico-crítico, ensayistas de la talla de Pierre Bourdieu se esmeraran en decodificar “los misterios de la identidad sexual”.
Volvamos a Venecia 2019. La del León de Oro fue una ceremonia con exaltaciones y énfasis: todo al límite, como en un film del cineasta premiado. Pero el tozudo creador de Castilla-La Mancha no quedó conforme, a juzgar por la sonrisa escéptica con la que agradeció los fastos de esa exultante jornada. Y tenía razón: no es un figurón que anda coleccionando galardones honoríficos sino un guerrero cuyas armas pasan por el talento y el ingenio.
Viejos escándalos, nuevo escenario
Ahora, con un título que invoca una vez más a la madre (“las madres”, en este caso, pelea con el algoritmo de Instagram por su afiche mediante), el inefable Pedro apuesta sus fichas en una mesa en la que este año se sientan a jugar varios pesos pesados. Y pesadas, porque entre los favoritos comparece Jane Campion, una conspicua guerrera de festivales que supo eliminar a contrincantes top (especialmente en Cannes) con piezas demoledoras del calibre de La lección de piano (1993); la neozelandesa se hará sentir con The Power of the Dog, una producción que se verá Netflix. También pretenden alguna estatuilla ese sagaz urdidor de thrillers que es Paul Schrader y los franceses Stéphane Brizé y Xavier Giannoli. Y, además, el temible italiano Paolo Sorrentino.
No se puede soslayar que el cuadro de situación de la 78ª Mostra, la que abrirá pasado mañana, luce sustancialmente distinto delos que el otrora enfant terrible español enfrentó hasta ahora, y además –es obvio- él tampoco es el mismo. Entre otras cosas, porque después de sus atrevimientos de antaño despuntaron signos de disrupciones de otra índole, como las del napolitano (ex Oscar) Paolo Sorrentino, otro de sus adversarios de este año, alguno de cuyos títulos (La grande belleza, seguramente, o la implacable Le conseguenze dell’amore) dispararon lances expresivos no conformistas. Y ni hablar de la revelación que encarnó el coreano Bong-Joon-ho cuando la rompió con su premiada Parasite, aunque –por suerte para Pedro– si bien estará en Venecia, este año no compite: será el presidente del jurado.
Visto desde la perspectiva de la crónica, el film que aporta el manchego en su nuevo avatar en la Serenissima genera una inevitable intriga por su vínculo con el prestigioso Festival, una historia que se asemeja a un folletín por entregas, pero su presencia difícilmente provocará, ya, escozores y sorpresas como las que se sucedieron en su anterior participación en concurso, en 1988.
Y aquí, necesariamente, la rememoración impone lo anecdótico. Almodóvar, que en aquella ocasión venía a competir –como se dijo- con Mujeres al borde de un ataque de nervios, desembarcó, literalmente, en el Lido, flanqueado por una patrulla de aguerridas mujeres que, de pie en la borda de la embarcación, enfrentaban sin inmutarse a la multitud de cámaras que aguardaban en el muelle, un show que ningún paparazzo se quería perder. Eran no menos de cinco (es lo que asoma, virado al sepia por el tiempo, en la evocación): Carmen Maura, Julieta Serrano, Rossy de Palma, María Barranco, Kiti Manver. Esto es, las semidiosas (nerviosas) de su film: las llevó a todas.
Las esgrimió como un ariete de aquellos que derribaban los portones de las fortalezas medievales. Con un arribo semejante, el realizador ratificaba que el título de su obra en concurso refería cuitas urticantemente femeninas, con la convicción de un lema implícito: estas lides –parecía decir- se ganan con mujeres. A partir de ahí la delegación circuló como un bloque homogéneo, conducido por un DT excepcional. Verlos circular juntos por el restaurant all’aperto del Hotel Excelsior, por el secular Caffè Quadri o frente a la catedral de San Marcos era un espectáculo.
La misma alineación, como un disciplinado team de la NBA, respaldó al director en la conferencia de prensa celebrada en la mañana del día de la exhibición del film. En una sala desbordada, sobre todo, de corresponsales de la Stampa Estera (prensa extranjera), la delegación enfrentó al auditorio: el “jefe”, en el proscenio; detrás, las actrices, sentadas a una larga mesa. Las mujeres de Almodóvar ornaban la escena, envueltas en una luz extraña, quizá demasiado sofisticada para una ceremonia matinal.
El cineasta, de pie, abrió la conferencia saludando a los presentes con una boutade que condicionó (y tiñó) el tenor de toda la sesión: “Quiero anticiparles –dijo, sin inmutarse– que estoy abierto de piernas a todas las propuestas”. Y volviéndose hacia la intérprete, le ordenó: “Tradúcelo tal cual”. La traductora, tan azorada como incómoda, miró a los hispanohablantes más próximos al escenario en busca de auxilio: ¿cómo transmitir a otra lengua el sentido irónico y picante de esa expresión hispana? Un intrigado silencio se impuso durante varios segundos mientras las cinco actrices sonreían e intercambiaban chismes por lo bajo.
Cuando la intérprete, por fin, pronunció en inglés el desafío de Pedro, en la enfervorizada platea estallaron risas, gritos y hasta alguna expresión grosera en italiano. El habitual moderador –por entonces– de esas sesiones, Maurizio Costanzo (padre del talentoso realizador Saverio Costanzo, quien este año será parte del jurado) alzaba los brazos y, a viva voz, imprecaba: “Le domande, le domande! Prego, un po’ di ordine!” (Las preguntas, las preguntas, por favor, un poco de orden), con la misma firmeza con la que –por ejemplo- un político podría exigirle a su Primer Ministro, “¡Fulano, poné orden!”.
La rueda de prensa pudo continuar, por fin, sin que en su transcurso y también matizadas con exclamaciones de variada extracción, dejaran de deslizarse otras filosas (y, por supuesto, divertidas) incorrecciones del manchego y de sus chicas.
La fiesta inolvidable
La recepción con la que la productora El Deseo (la compañía que lideran Pedro y su hermano Agustín) celebró la participación española en la Mostra tampoco iba a pasar inadvertida. Los hispanos consiguieron el abandonado palazzo del antiguo casino de Venecia. El Casinò, en realidad, con acento agudo: lo llaman así para diferenciarlo de “casino”, a secas, vocablo que en italiano equivale a un descontrol (una avenida congestionada es una strada incasinata).
Corrió un espumante cava traído de Barcelona y un genuino champagne de Reims, pero también la birra italiana, muy a tono con las abrumadoras bandejas de pizza manufacturada por maestros pizzaioli de Nápoles. En los salones se veía poco, acaso para que la tenue iluminación ayudara a disimular el deterioro del tiempo que sufrían la boiserie y los muros del suntuoso palazzo ya en desuso. Esa medialuz y algunos efectos de humo deben haber camuflado trapisondas, juegos y excesos de los que uno se enteraría después.
Pero algunas excentricidades eran perceptibles; figuras de delegaciones de indescifrables orígenes (incluso, exóticos), ornadas ya con túnicas, ya con indumentaria de explorador o con ligeros velos de odaliscas, alternaban con las clásicas máscaras venecianas y se recortaban en la penumbra de la sala con una belleza extraña, casi ominosa. Un argentino naturalizado español, Carlos Aztarain, festivalero impenitente, recorría esas especies de burbujas fellinianas para fotografiarlas, sin inmutarse demasiado ni involucrarse, munido de una camarita que estallaba en flashes, una y otra vez.
La noche avanzó, sin el apremio que podía imponer el madrugón de la jornada festivalera del día siguiente. Con el sol del Adriático, las inmediaciones del Casinò lucían como después de un tsunami: botellas, serpentinas, restos de masa con mozzarella, y hasta alguna prenda dejada allí como pista probatoria de una huida o simplemente extraviada. Rastros, en fin, de la movida de la noche precedente.
“Aquello fue un aquelarre”, diría después Aztarain a quien esto escribe al año siguiente, en otro país y en otro festival (Huelva, tal vez). “A propósito –agregó-, tengo una foto en la que te estás besando con María Barranco; salió bonita.” Tras el estupor de quien esto escribe, insistió: “No te preocupes –insistió-; nadie recuerda con quién se vio esa noche. Tampoco se acuerdan quienes se quitaron algunas ropas, mientras bailaban, y sin embargo ahí están las fotos” [N. del R.: vaya a saber con quién me habrá confundido: nunca vi esa foto. Tampoco volví a ver a María Barranco para preguntarle con quién sí se había besado].
En resumen, un premio al mejor guion de Mujeres al borde de un ataque de nervios fue el módico reconocimiento que Pedro y sus mujeres se llevaron por su participación anterior en el Lido, en la edición de 1988. Pero no hay duda de que el jaleo y el alboroto que habían armado merecían, al menos, una medalla de bronce. Canoso, algo más voluminoso y con más mañas que nunca, el jocundo y a veces sufriente Almodóvar, con Madres paralelas irrumpe en Venecia alla riscossa, como caracterizan allí al ánimo de quien vuelve buscando revancha.
Para tranquilidad de quienes miran de reojo a las comedias disparatadas que se presentan en una competencia de autor, la estrategia del realizador hoy pinta más calma, más “seria”. Él mismo parece dispuesto a mostrarse más “maduro”. Lo prueba su reciente y vigorosa zambullida en un clásico del dolor femenino, el mediometraje con el que, guiando a la descomunal Tilda Swinton, plasmó para el cine el texto teatral de Jean Cocteau de La voz humana. Pero Madres paralelas lo devuelve a su materia: “Es otra entrada al universo de la maternidad –ha dicho-, a la familia. Hay muchas madres en mi producción, pero en este momento me inspiran más las madres imperfectas.” El alboroto, parecería, pertenece al pasado; como rezaba la letra original de la canción que, hace exactamente 90 años, grabó La Argentinita acompañada al piano por García Lorca: “Anda, jaleo, jaleo;/ ya se acabó el alboroto / y vamos al tiroteo”.
El miércoles, en Venecia, comienza el tiroteo.
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