“No pagas tus pecados en la iglesia”: la película en la que un grande del cine reveló sus obsesiones religiosas y creó un estilo aún vigente
A los 12 minutos de Calles salvajes (Mean Streets, 1973), la tercera película de Martin Scorsese como realizador –de cuyo estreno acaban de cumplirse 50 años– somos testigos de un nacimiento. En un bar atestado de Little Italy, probablemente un viernes por la noche, se ven caras anónimas que conversan, se escucha música y ruido de fondo: salvo por el rojo intenso de la iluminación que sugiere bajos fondos infernales, no hay nada que escape de lo habitual. Pero de pronto algo cambia. A un volumen anormalmente alto, irrumpen los primeros acordes de “Jumpin’ Jack Flash” de los Stones. La cámara deja de ser un testigo invisible de los movimientos de los personajes y comienza un lento travelling desde un plano general hacia la cara de Harvey Keitel (Charlie, en la película), vestido de impecable traje oscuro y bebiendo al final de la barra. En contraplano, caminando hacia él, también en cámara lenta, se acerca Robert De Niro (Johnny Boy), quien lleva a dos mujeres colgadas de sus brazos, riendo. La música neumática y galopante de los Stones contrasta con el ralentamiento artificial de la escena: no refleja su ritmo sino su intensidad. La conjunción de cosas que no solían cuajar juntas magnetiza este primer encuentro entre estos personajes centrales, que bajo diferentes nombres reencontraremos en la filmografía del realizador. La cámara y el audio se distancian del registro del mundo para crear uno propio. El nacimiento que presenciamos en este momento, una forma nueva, es hoy inconfundible: el estilo de Martin Scorsese.
La escena es una suerte de big bang que ya contiene los elementos esenciales de la cosmología de realizador. Aunque algunos ya habían surgido antes en su cine, incluso en los primeros minutos de este film, como el virtuoso plano secuencia que sigue a Keitel mientras baila “Tell Me” -también de los Stones-, no llegan a fraguar en la perfección del momento descripto. Tal cosa en gran parte se debe a la aparición galvánica de Robert De Niro. Cada vez que Johnny Boy, ese pequeño gánster autodestructivo, anarquista sin teoría ni agenda política, entra en escena, aumenta la presión sanguínea del film y sucede algo imprevisto: no solo en el relato sino en el modo en que el intérprete “doma” la escena.
Este feliz encuentro entre el actor y el director, surgido de que Jon Voight decidiera no hacer esta película, creó un lazo crucial para la historia del séptimo arte: De Niro contribuiría su talento a diez films de Scorsese, algunos de ellos entre los más importantes del siglo XX, como Taxi Driver (1977) o El toro salvaje (Raging Bull, 1980) hasta la reciente Los asesinos de la luna, actualmente en cartel. Gracias a estos trabajos, el actor produciría un impacto similar al que Marlon Brando había tenido 20 años antes. Keitel, por su parte, estuvo en seis títulos del director, incluida su ópera prima, ¿Quién golpea a mi puerta? (Who’s That Knocking at My Door?, 1967), que puede considerarse la primera parte de un díptico autobiográfico junto con Calles salvajes, en el que, por más que Keitel sea un judío de ascendencia polaca se convierte en un irrefutable alter ego del director católico italonorteamericano.
Precisamente por los méritos del mencionado debut, Roger Corman, el legendario realizador y productor de films de bajo presupuesto que contribuyó al lanzamiento de las carreras de James Cameron, Francis Coppola, John Sayles y Jonathan Demme, contactó a Scorsese para que dirigiera una especie de secuela de El clan Baker (Bloody Mama, 1970), una realización del propio Corman sobre una familia de gánsteres de los años 30, rodada exclusivamente para capitalizar el éxito de Bonnie and Clyde (1967). En ese momento, Scorsese trabajaba ocasionalmente como montajista de documentales (fue uno de los editores de Woodstock) tras ser despedido de la producción de The Honeymoon Killers por excederse en el tiempo de filmación. Desde su ópera prima no había vuelto a completar una película, de modo que aceptó la propuesta sin dudar. Según cuenta en el libro de entrevistas editado por David Thompson (Scorsese por Scorsese, Cuenco de Plata, 2021) para 1971 estaba tan necesitado de dinero que tuvo que mendigar trabajo a su amigo y mentor John Cassavetes, quien lo hizo editor de sonido de su film Minnie and Moskowitz. Cuando recibió el llamado de Corman, estaba viviendo en el set de filmación.
El proyecto tenía asignados un presupuesto de medio millón de dólares y 24 días de rodaje, condiciones que en esta ocasión Scorsese respetó a rajatabla. Basada en la supuesta biografía de una pareja asaltante de trenes y bancos durante la Gran Depresión, esta producción de Corman se estrenaría en 1972 bajo el título Pasajeros profesionales (Boxcar Bertha), con los protagónicos de Barbara Hershey y David Carradine. Aunque, como su predecesora, se trata de una película de explotación con escenas de sexo o violencia cronometradas a intervalos de 15 minutos, el film fue un moderado éxito de crítica y de público. Además, hizo posible que Scorsese se afiliara al gremio de realizadores (Directors Guild of America, DGA), es decir: lo convirtió en un director profesional.
Poco antes del estreno, Scorsese proyectó una primera edición del film para Cassavetes, el más irreductible de los cineastas independientes norteamericanos, que no se mostró impresionado: “Pasaste un año de tu vida haciendo esta mierda”, le dijo. “Nunca trabajes para el mercado, intentá hacer algo diferente”. Cassavetes lo instaba a que abandonara su recientemente obtenida “profesionalidad” y volviera a hacer películas personales como su debut. ¿Acaso no había una historia que estuviera desesperado por contar? En verdad, no había una sino muchas pequeñas historias reales de la vida cotidiana en Little Italy, que el mismo Scorsese había experimentado junto a sus amigos y que en ese momento consideraba mucho más amenas y cautivantes que cualquier cosa que pudiera inventar.
Dado este origen, no sorprende que Calles salvajes no tenga una trama fuerte y se vea, más bien, como una acumulación de momentos, todos protagonizados por pequeños delincuentes neoyorquinos. Charlie es el sobrino de un mafioso temido y aspira a obtener de su tío el control de un restaurant venido a menos. También es un católico practicante acosado por la culpa y el temor a ser castigado por sus actos. “No pagas tus pecados en la iglesia: lo haces en la calle, en tu casa. El resto son patrañas y lo sabes”, dice en off (en verdad es la voz de Scorsese) al comienzo del film. Charlie intenta expiar sus culpas cuidando de su amigo Johnny Boy, que acumula deudas de juego y suele comportarse de modo cada vez más irracional y autodestructivo: un día revienta un buzón con explosivos; en otro, sube a una terraza para disparar contra el Empire State. Ocasionalmente, Charlie se acuesta con Teresa, la prima de Johnny, pero esta relación también está mediada por la culpa, dado que la chica padece epilepsia y él se avergüenza de ella pero no puede dejarla. Charlie está paralizado por el remordimiento: encarna una moralidad particular y la tentación del pecado, mientras que Johnny es el caos, la ausencia de límite o control. Son el yin y el yang, el superyo y el ello, en conflicto permanente. Este argumento mínimo se desgrana en medio de fiestas en un bar, partidos de pool, borracheras, idas al cine, peleas callejeras, pequeñas estafas y la eterna mediación de Charlie entre Johnny y el prestamista Michael, que nunca puede cobrar su deuda. Más que un desarrollo narrativo, hay una circularidad en escenas que se repiten como se repiten los días de una vida. Scorsese afirmó que su objetivo era representar sus recuerdos y los de sus amigos con máximo realismo. “Si mis amigos me hubieran dicho que no muestro las cosas tal como sucedieron habría sentido que fracasé”, afirma el director en el minidocumental Back to the Block, registrado durante la filmación.
Scorsese completó el guion junto a su colaborador Mardik Martin, con quien había trabajado en su primer film. El entonces periodista y futuro guionista Jay Cocks, que tenía una larga amistad con el cineasta, sugirió titularlo “Mean Streets” según una cita de Raymond Chandler tomada del ensayo El simple arte de matar (“Por estas calles malvadas debe caminar un hombre que no es malo en sí…”). Eventualmente, el libro llegó a Corman, quien se mostró interesado en producirlo pero, dado que acababa de tener un éxito con un plagio de Mientras la ciudad duerme (The Asphalt Jungle, 1950) en clave blaxploitation con actores negros, pretendía que Scorsese reescribiera su película para un cast de afroamericanos. Considerando el peso que la religión católica tiene en la historia, lo que pedía Corman resultaba imposible.
Al mismo tiempo, la actriz Verna Bloom, que estaba casada con Jay Cocks, puso en contacto al realizador con un tal Jonathan Taplin, que resultó ser el manager de Bob Dylan y The Band y estaba interesado en meterse en el mundo del cine. Si bien fue Taplin quien encontró el financiamiento, Corman aportó el equipo técnico con el que se había rodado Pasajeros Profesionales, que no estaba sindicalizado y podía filmar jornadas más largas para terminar el rodaje en menor tiempo y dentro del magro presupuesto. Esta película hoy emblemática de Nueva York solo necesitó ocho días de exteriores en la Gran Manzana. Todos los interiores se filmaron en Los Angeles. Como reconocimiento a Roger Corman, Scorsese incorporó a su película una escena de La tumba de Ligeia (The Tomb of Ligeia, 1964), uno de los títulos del “rey de las clase b” basado en un cuento de Edgar Allan Poe, cuyo final trágico acaso anticipa el de Calles salvajes.
Otros dos films son citados en la película de Scorsese. Al promediar la historia, tras una estafa menor, los protagonistas van a la cine a ver Más corazón que odio (The Searchers, 1956), la obra maestra de John Ford. El vínculo con esta película es evidente ya que ambas se ocupan de la redención de su protagonista. En el caso de la de Ford, se trata de un soldado deshumanizado por la violencia que rescata una joven blanca cautiva de los comanches. La obsesión de Scorsese con este clásico va más allá de esta cita ya que puede considerarse a Taxi Driver una suerte de remake, en la que también un exsoldado alienado rescata a una joven, en este caso de la prostitución y del proxeneta interpretado por Harvey Keitel (con una peluca negra, que le da un revelador aspecto de indígena).
La tercera cita es la más breve, apenas unos segundos vistos en una pantalla de TV de Los sobornados (The Big Heat, 1953) en los que Glenn Ford recupera de un automóvil el cuerpo de su esposa muerta, en una postura que evoca La piedad, de Miguel Angel. Esta referencia no solo predispone para la resolución de la película apenas minutos más tarde, sino que reafirma el carácter devoto y sacrificial que Scorsese impone a su protagonista. En verdad, todo el film está cargado de imágenes religiosas, tanto explícitas –la iglesia de San Patricio o su camposanto– o más solapadas, como las composiciones que remiten a la crucifixión -por ejemplo, el momento en que Charlie está en la cama con los brazos extendidos tras acostarse con Teresa, en una escena que hace pensar en el pecado y el castigo, dado que tal es el conflicto del personaje-.
Por un lado, la película aspira a un realismo como el de la obra de Cassavetes, con actuaciones naturalistas que parecen improvisadas (en verdad las improvisaciones se desgrababan y sobre esos textos se escribían los diálogos que tenían que ser ensayados, aprendidos y respetados). La abundancia de cámara en mano, quizás producto de la necesidad de filmar rápido, y que remite a la urgencia del documental, va en la misma dirección estética. A la vez, esta es también la obra más formalmente innovadora de Scorsese hasta ese momento. Escenas como la borrachera de Charlie, que transmite el estado de conciencia del personaje montando la cámara sobre el cuerpo del actor, algo que produce un movimiento crispado e inestable, toman distancia de la moderación del arsenal técnico del realismo para acercarse al expresionismo. De hecho, la influyente crítica norteamericana Pauline Kael, en un texto muy favorable que probablemente haya definido la recepción que iba a tener este film, afirma que esta es “la única película que logra los mismos efectos del expresionismo sin recurrir la distorsión”. Kael reconoce la fuerte influencia del cine europeo en Scorsese y vincula a los jóvenes protagonistas de Calles salvajes con los jóvenes protagonistas de Los inútiles (I Vitelloni, 1953) de Fellini. Sin embargo, hay un lazo mucho más fuerte con la obra de Jean-Luc Godard, alguien también habituado a usar el cine de gánsteres a su modo. La escena amorosa entre Charlie y Teresa, plagada de jump cuts y juegos con la mirada, bien podría ser parte de Al final de la escapada (A bout de souffle, 1960).
Esta es la película en la que Scorsese abandona la idea de ser un profesional para convertirse en un autor. Contando una historia personal, también encontró su propio estilo. Como su personaje Johnny Boy, pidió prestado por todos lados: un poco a Cassavetes, otro a Godard, un poco a John Ford y otro a Sam Fuller, algo más a William Wellman y también a Kenneth Anger. Sin embargo, su deuda la pagó por completo a lo largo de obra original, cuyo inicio no está tanto en su debut como en este film, que ya tiene medio siglo y envejeció mucho menos que la mayoría de sus contemporáneos.
Calles salvajes está disponible en HBO Max.