Perdí el embarazo, el matrimonio y las perlas

A LOS 18 AÑOS, NO QUERÍA SER LA CONDUCTORA DE MI DESTINO. CATORCE AÑOS DESPUÉS, LO DESEO Y LO SOY.

Mi primer trabajo después de la universidad fue como agente de ventas de temporada en Macy’s en mi ciudad natal, Joplin, Montana. Ya había trabajado allí en dos ocasiones distintas antes de mudarme para estudiar. Ahora estaba de regreso, invariablemente escondiéndome detrás de los mostradores de joyas para evitar que me vieran mis viejos compañeros de clase.

Estar en casa y trabajar en Macy’s no era exactamente mi plan. Cuatro años antes, a los 18, me gradué de la escuela preparatoria un semestre antes, acepté una beca completa para una universidad privada y rompí con mi novio para comenzar de cero.

Pero mi nueva libertad no duró mucho: durante ese embriagador y solitario verano, me encontré de nuevo con mi ex y quedé embarazada. Nuestro pastor nos aconsejó que nos casáramos. Ese tampoco había sido mi plan, pero era un plan, y acepté ese nuevo futuro, de pronto aliviada de no ser la conductora de mi propio destino.

Me inscribí en una escuela estatal local y obtuve mi primer puesto en Macy’s, en el departamento de artículos para el hogar, donde pasaba mi tiempo libre eligiendo artículos para nuestra mesa de regalos de boda: un juego de ropa de cama, toallas de baño, tazones para mezclar apilables.

Seis semanas después, una ecografía reveló que había tenido un aborto espontáneo. Mis familiares y amigos parecían estar aliviados de que pudiera volver a mi vida, pero yo no me creía capaz de volver. Demasiado cansada para revertirlo todo, y poco dispuesta a aceptar que el embarazo y su pérdida no tenían un significado mayor, seguí adelante con la boda.

Mi segundo periodo de trabajo en Macy’s comenzó cuando llevaba cinco meses de casada y dos semanas de separada. Ya no me interesaba el ámbito doméstico, así que pasé a la joyería, donde podía admirar cajas de objetos superfluos y bonitos.

Era noviembre. En enero, tras conseguir mi traslado a una escuela más grande, dejaría por fin mi ciudad natal: dieciocho meses más tarde de lo previsto, pero más vale tarde que nunca. Ese aterrador “nunca” fue el que me dio valor para pedir el divorcio, lo cual desconcertó a mi marido, quien creía que seríamos propietarios de una vivienda y, en determinado momento, padres de familia.

Macy’s mantenía un horario extendido desde el Viernes Negro hasta la Navidad, lo que quizá tenía sentido en las ciudades más grandes. Pero Joplin era una ciudad somnolienta, y seguramente los ingresos de los pocos compradores insomnes apenas cubrían el costo de mantener las luces encendidas. Aun así, me deleitaba en la tranquilidad silenciosa y me ofrecía para hacer turnos de noche, desenredando collares y limpiando las huellas dactilares de los espejos, sintiéndome como un maniquí que cobraba vida.

También pasé esas noches enviando mensajes de texto a un antiguo enamorado que se convirtió en un nuevo enamorado. Habíamos pasado más tiempo juntos desde que dejé a mi marido, y aunque no había ocurrido nada notable, la posibilidad de volver a tener una pareja me animaba. No sabía cómo estar sola, y no estoy segura de que hubiera encontrado la fuerza para acabar con mi matrimonio sin la idea de huir con otra persona.

Llegué a imaginar cómo sería nuestra boda, un evento con más clase, sin duda, que mi primer esfuerzo frugal. Mi solicitud de divorcio seguía pendiente durante los treinta días requeridos —no fuera a ser que entrara en razón y cancelara el proceso— y ahí estaba yo, soñando ya con volver a hacerlo todo.

Afortunadamente, mi enamorado no tenía intenciones similares. Después de muchas noches llenas de lágrimas, decidí que el despecho estaba pasado de moda y decidí quedarme soltera. Me lancé a mi nueva vida fuera de casa y, aunque salí en citas de forma intermitente durante los tres años siguientes, me acostumbré a no ser la pareja de nadie. Al cabo de un tiempo, incluso lo prefería así.

Y ahí estaba de nuevo, a los 22 años, pasando otra temporada navideña detrás del mostrador de joyería de Macy’s, trabajando en el turno de noche porque prefería el silencio inquietante de la tienda vacía a estar rodeada de compradores clamorosos.

Como trabajadora temporal, estaba relegada a la bisutería, y a menudo orbitaba hacia los estuches de joyería fina para contemplar los diamantes que brillaban mucho más que mis artículos de circonio cúbico. Una noche, mientras se escuchaba el álbum navideño de Frank Sinatra en la tienda vacía, me encontré con las perlas.

Colocadas artísticamente sobre un busto sin cabeza, eran de color rosa oscuro y estaban acomodadas en un collar que formaba tres bucles concéntricos rematados por pendientes a juego. Todas las noches daba vueltas a la caja, dando mi mejor actuación de indiferencia, frenando cuando llegaba a las perlas y fingiendo mirar un anillo o una pulsera cercana. Era una mujer obsesionada.

Una vez, le pregunté casualmente a mi compañera de trabajo el precio, con el pretexto de comprarlas para mi madre, demasiado avergonzada de admitir que quería algo tan extravagante para mí, solo para enterarme de que era una suma astronómica. Después de varias semanas de verme atraída por su canto de sirena, la agente de ventas suspiró y me preguntó si había considerado mi descuento de empleada.

Asentí con la cabeza, fingiendo que así podría pagarlas.

Aunque ya llevaba tres años soltera, seguía pensando en usar las perlas en mi segunda boda. Esta vez, el papel del novio no se había asignado, y la fecha estaba oculta en un futuro nebuloso y lejano.

Todo lo que imaginaba eran esos hilos rosas alrededor de mi cuello, las perlas en mis orejas, aseñoradas e infantiles a la vez, indicando que ya no era una niña casada que intentaba parecer adulta, sino una adulta con suficiente sabiduría como para embarcarse en su segundo matrimonio. Y quería decir que yo misma me había comprado las perlas, cuando estaba soltera, sin tener siquiera el salvavidas de un enamoramiento.

Finalmente, me decidí, y cargué la compra de las perlas a mi tarjeta de Macy’s. Mi compañera de trabajo las puso en una caja forrada de terciopelo que deslizó en una elegante bolsa de cuero. Puse las perlas en un contenedor de mi armario, con la intención de dejarlas intactas durante varios años —tal vez una década— hasta que se las revelara a mi futuro prometido.

En enero, cuando empaqué mi habitación para mudarme a mi primer departamento de soltera, gracias a mi nuevo trabajo como empleada hipotecaria, solo toqué el contenedor una vez.

Pero varios meses después, durante una noche tranquila y solitaria, me asaltó la necesidad de ver las perlas, y no las encontré en el contenedor. Empecé a buscarlas de manera frenética: abrí todos los cajones, hurgué en cada gaveta, esculqué todos los bolsillos, hasta que me convencí de que aparecerían la próxima vez que me mudara.

Desde entonces, me he mudado cinco veces y nunca han vuelto a aparecer.

Durante años, lloré por esas perlas: el gasto inútil, la pérdida irresponsable. Me imaginaba a alguien en una venta de objetos de segunda mano que se topaba con la bolsa de cuero mientras clasificaba mis bolsas de ropa no deseada, deleitándose con el pequeño tesoro. Espero que encuentren un buen hogar, tal vez incluso en el cuello de una novia feliz.

Por supuesto, cometí otros errores después de los 22 años. Durante la mayor parte de mis años de soltería, me acosté con hombres con los que no quería tener relaciones sexuales porque me resultaba más fácil que decir no —y a menudo lo hacía ebria, para mitigar el dolor físico que había experimentado desde el aborto— hasta que descubrí la terapia del suelo pélvico, que cambió radicalmente mi vida sexual y mis relaciones sentimentales.

Trabajé en una serie de empleos que no me interesaban, reprendiéndome por haber perdido el rumbo de mi supuesto “camino”, antes de encontrar, en la escritura y el periodismo, un trabajo que me apasionaba. Y pasé el tiempo suficiente en terapia para perdonar a mi yo de 18 años por precipitarse hacia el embarazo y el matrimonio, por estar cansada y dispuesta a soltar las riendas de su vida por un tiempo. Ahora intento no agarrar esas riendas con demasiada fuerza, sino dejarlas descansar en mis manos.

Hoy, vivo en un pueblo de montaña de Montana que no tiene un Macy’s. Tengo 32 años y pienso volver a casarme el año que viene, aunque técnicamente no estoy comprometida; mi pareja y yo hemos hablado de nuestras intenciones, imaginando cómo queremos que sea nuestra vida. Cuando empezamos a salir, estábamos desilusionados con el matrimonio, así que nos ha sorprendido descubrir que, después de cuatro años, nos agrada la idea.

Después de superar crisis familiares y una pandemia, nos gustaría celebrar la alegría que hemos encontrado juntos con una pequeña ceremonia festiva. Estamos bastante seguros de que no tendremos hijos, y nos planteamos revisar nuestro contrato matrimonial cada cinco años y decidir conscientemente si queremos renovarlo. Tal vez eso se opone a todo el concepto, pero nos gusta la idea de hacer nuestra la institución.

Una amiga que vende ropa de época incluso me regaló un vestido de novia: antiguo y decorado, me queda perfecto. No puedo evitar preguntarme quién lo usó primero: alguien que cometió sus propios errores, cambió de opinión y volvió a intentarlo. Tal vez yo sea la última de una larga lista de novias, cada una de las cuales ha llegado al altar con su propio pasado y sus propias esperanzas, como pequeños ramos existenciales.

Resulta que el vestido es de cuello alto, así que no necesitaré un collar.

© 2022 The New York Times Company