Pieter Wispelwey, un músico superior, que navega con soltura y arte por todas las aguas
Recital de Pieter Wispelwey (chelo) y Paolo Giacometti (piano). Programa: Schubert: Sonata en La mayor, “Gran Dúo”, D.574; Ravel: “Kaddish”, de Dos melodías hebreas; Brahms: Sonata para chelo y piano Nº1, op.38; Kodály: Sonata para chelo solo en sí menor, op.8. Mozarteum Argentino. Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente.
Hace poco más de tres décadas, Pieter Wispelwey adquirió una enorme celebridad y un gran reconocimiento por su registro discográfico de las Suites para chelo solo de Bach con una mirada y una aproximación historicista. A diferencia de todas las grabaciones anteriores de los más afamados chelistas, desde Casals en adelante, aquella lectura y aquella realización que contemplaban las prácticas y los modos del pasado eran diferentes y, paradójicamente, novedosas. Al mismo tiempo, aquel registro devino en una pesada sentencia que, a su modo, subvaloró sus inmensas cualidades y talentos. La igualación más matemática que musical Wispelwey = Bach todavía sigue vigente y no deja de ser una desvalorización inmerecida habida cuenta de que este chelista neerlandés es un músico superior, capaz de navegar con soltura y arte por todos los terrenos. En este recital, demostró esas idoneidades al darle sonido y vida a cuatro obras de distintos tiempos y estilos.
En el comienzo, casi como una introducción o una formalidad un tanto anodina, Wispelwey y ese formidable pianista que es Paolo Giacometti ofrecieron una correcta interpretación de la Sonata Gran Dúo, de Schubert, originalmente escrita para violín y piano. La mudanza al chelo y piano no parece lo más pertinente para con las texturas clásicas que atraviesan esta obra compuesta cuando Schubert tenía 20 años. La opulencia sonora del chelo, obviamente mayor que la del violín, dejó en un segundo plano al piano de Giacometti que, como corresponde, tocó su parte muy clásicamente. Como fuere, tras esta obra que no generó gran entusiasmo en el público, lo que vino después fue verdaderamente antológico.
Como si de cualquier segunda obra el asunto se tratara, Wispelwey y Giacometti trajeron Kaddish, la primera de las dos Melodías hebreas que Ravel escribió en 1914. La inclusión de esta obra tuvo un altísimo sentido simbólico, dado que el recital tuvo lugar el 7 de octubre, exactamente un año después de la horrenda masacre sobre población civil llevada adelante por Hamás en el sur de Israel. Es menester recordar que el Kadish es la plegaria fúnebre judía que se pronuncia en los funerales o en los rituales de duelo. En concordancia con la dispersión propia de la diáspora judía, la oración es llevada adelante, musicalmente, con distintas melodías. Ravel tomó la que era habitual en Francia y la escribió para voz y piano. Wispelwey, al llevarla al chelo en esta oportunidad le dio una hondura dolorosa conmovedora. Giacometti tocó los acordes sutiles y ocasionales que Ravel agregó como complemento, con una levedad admirable. La obra concluyó rodeada de un silencio intenso que nadie osaba interrumpir. El aplauso brotó sólo cuando Wispelwey dio a entender que el ritual había terminado.
La maravilla continuó, luego, con una interpretación consumada de la primera Sonata para chelo y piano de Brahms. Wispelwey y Giacometti, un dúo con largos años de trabajo compartido, y ahora sí en un plano de igualdad sonora irreprochable, se pasearon por los tres movimientos atendiendo tanto a las cuestiones generales como a las peculiaridades de cada uno de ellos. Tras pasar por todas las profundidades, los misterios y las espesuras del primer movimiento, fueron capaces de hacer aflorar el mejor refinamiento y el más pulcro donaire para darle vida al segundo. Y no solo eso. La feroz fuga inicial del Allegro final fue un remolino salvaje, contundente y de una exactitud extraordinaria. Brahms estuvo en las mejores manos.
Con todo, de tener que escoger lo mejor de la noche, sin lugar a dudas, habría que quedarse con la Sonata para chelo solo en si menor, de Zoltán Kodály. Con el piano desplazado hacia un costado, Wispelwey, sentado sobre una tarima ubicada en el centro de la inmensidad del escenario, sólo con su alma y su instrumento, se adentró en una de las obras más complejas y dificultosas jamás escritas para chelo solo. La Sonata, que se extendió por unos 30 minutos, es un largo monólogo en tres movimientos a través del cual Kodály recorrió todo tipo de senderos que exigen destrezas técnicas descomunales a quien se aventure a caminar por ellos. Sin embargo, lo más espinoso es qué decir y cómo expresar lo que Kodály sembró en esta obra. Wispelwey un virtuoso insuperable, se sobrepuso a los infinitos inconvenientes técnicos con soltura, a pura música. De una interpretación sobresaliente de principio a fin, es imprescindible destacar, especialmente, el Adagio, el segundo movimiento, un momento sublime, un éxtasis que se prolongó por algo más de 10 minutos.
La ovación final fue atronadora. Hubo gritos, zapateos y chiflidos tribuneros. Fuera de programa, con la solvencia y el arte que ya se le conocen, Wispelwey tocó, primero, la Sarabanda y, luego, el Preludio de la Suite para chelo solo Nº1, de Bach. Lo único que podía venir después de ese Kodály de ensueño era Bach. Y Wispelwey cerró así una noche inolvidable.