Pieter Wispelwey vuelve al Colón con un hito en la historia del chelo: “Es una de esas piezas que se aman con locura desde la primera nota”
Dos años después de una impactante performance de las seis Suites para cello de Johann Sebastian Bach —probablemente el mayor monumento para el arte de estas cuatro cuerdas—, regresa al Teatro Colón, otra vez de la mano del Mozarteum Argentino, el encumbrado chelista neerlandés Pieter Wispelwey. Interpretando en esta oportunidad un programa en dos partes: la Sonata Gran Dúo, de Franz Schubert, el Kaddish de las Dos canciones hebraicas, de Maurice Ravel y la Sonata para cello y piano op. 38, de Johannes Brahms, en la primera parte, acompañado por el reconocido pianista Paolo Giacometti, con quien conforma un virtuoso dúo de larga y exitosa trayectoria. Continuando en solitario con la joya del programa: la Sonata para cello solo op. 8, del compositor húngaro Zoltán Kodály.
“La pieza ícono del concierto será la Sonata de Kodály, composición que está considerada un verdadero hito en la historia del chelo, una obra enorme que data de comienzos del siglo XX —explica el mundialmente aclamado músico en diálogo con LA NACIÓN desde Ámsterdam—. Una creación gigante por su magnificente escala, por la belleza, la intensidad y el dramatismo con que combina una atmósfera típicamente húngara con una expresión universal.
–¿Qué cualidades han puesto a esta sonata en ese lugar de privilegio?
–El hecho de que es una música poderosa y una pieza única dentro del repertorio para chelo también en el sentido de la innovación que aportó en su momento. Kodály inventó una serie de recursos técnicos que no eran utilizados en su época, pero que comenzaron a utilizarse después de la ejecución de su Opus 8. Esta sonata es un caso único, representativo por el hito que marcó en la historia y el repertorio para el instrumento. En cuanto al contenido si bien es una música romántica, es también íntima y personal, es conmovedora y apasionante a la vez, intensa y hasta diría salvaje. Una composición monumental en tres movimientos de diez minutos de duración cada uno. De esos tres movimientos, especialmente en el Finale Allegro molto vivace, se respira un aire húngaro, un perfume a música folclórica, no en el sentido literal del término ni en el uso específico de un tema o una fuente melódica, sino en un cierto clima, una influencia, un matiz que sabe a música húngara, a fiesta de pueblo, a energía vivace, a danzas populares, algo animado y concurrido, algo rapsódico y gitano. El segundo movimiento Adagio con gran espressione se torna hacia la atmósfera de un lugar misterioso y lejano. Mis asociaciones me llevan a Mongolia, por ejemplo, o al Medio Oriente, a un lugar que está claro que ya no es lo que conocemos. No es Europa porque en cierta forma se convierte en algo universal. El primer movimiento Allegro maestoso de carácter heroico, no tiene ese toque atmosférico del segundo Adagio, sino un tono fuerte y poderoso con momentos verdaderamente exquisitos. Una particularidad para señalar es la afinación con que se interpreta esta obra: las dos cuerdas agudas mantienen su altura acostumbrada mientras que las dos más graves se afinan un semitono por debajo de lo habitual, expandiendo los límites expresivos hacia una oscuridad tremenda, algo que se acerca al gemido de un animal. Esta Sonata es una de esas piezas que se aman con locura desde la primera nota.
–En el caso de las cuerdas, más que ninguna otra familia de instrumentos, no solo se aprecia en los conciertos la belleza de la música, sino también la del propio objeto como una reliquia de siglos pasados, ¿cuál es la historia de su Guadagnini?
–¡Tuve la enorme suerte de poder comprarme este cello hace veinte años! Por muchísimo tiempo, unos setenta años más o menos, había pertenecido a un farmacéutico suizo, un chelista amateur que lo había comprado en los años 30. Ningún profesional sabía de su existencia, pero felizmente lo había conservado en perfecto estado. ¡Y es una maravilla cómo florece en el espacio el sonido de este bellísimo instrumento italiano!
Pieter Wispelwey adquirió su Guadagnini 1790 en una subasta de la casa Christie’s de Londres en 2004, luego de recibir una llamada de la casa de remates, probablemente informados sobre el interés del músico, que había iniciado la búsqueda de un ejemplar italiano como este del siglo XVIII para reemplazar su francés anónimo. “Un violonchelo grave, cálido y profundo —según la descripción del maestro—, viril de timbre y carácter por cuanto mayor es la sala de conciertos, mayor es la riqueza y esplendor de su sonido.”
–Le ha dedicado una especial atención a Kodály ¿qué podría destacar respecto de la primera parte del concierto?
–De Schubert, una sonata compuesta originalmente para violín y piano “transportada” al chelo que, por la tesitura demasiado alta del violín, le da un color mezzosoprano. Es la típica música vienesa con una melodía genial, increíblemente refrescante. Schubert en la superficie suena lírico, suave y elegante, pero en su música siempre está pasando algo por debajo de esa superficie. El concierto se inicia con esta música amable y placentera, probablemente la mejor melodía de todo el programa. La Sonata de Brahms, en cambio, tiene más el color de un cello abaritonado. Y el “Kaddish” [plegaria por los difuntos del judaísmo y la pieza que, junto a “L’ enigme éternelle”, conforma el op. 22 de las Dos canciones hebraicas, de Maurice Ravel]. Este kaddish que fue concebido como una pieza vocal en 1914, lo presento en un arreglo propio, no imitando la belleza de la voz humana ni la estética de un canto perfecto, sino al contrario, la crudeza real de la voz cuando habla y se lamenta. Es una pieza realmente especial y trascendente para mí porque cumple una función litúrgica, un lamento que se canta en los funerales. Es una melodía con el más profundo significado personal debido a la muerte de mi hijo Dorian, de dieciséis años, fallecido en un trágico accidente a comienzos de 2022. Yo nunca dejé de hacer música porque de alguna manera entiendo que es lo que me mantiene conectado con él. Para mí, es el único camino posible: permitir que la música me sane y me reconstruya. Por eso, a poco de su muerte, grabé un disco con su Schubert favorito, un compositor que significó algo importante en su corta vida, y porque no concibo un modo mejor de homenajear a mi amado Dorian.
En la serie “In Memoriam I y II: The Scordatura Album”, Wispelwey hace referencia al arte de modificar la entonación de las cuerdas. Incluye en el primer volumen las finísimas Introducción y Variaciones sobre el tema de Las Flores Secas y otras perlas dignas de la sensibilidad schubertiana junto al pianista Paolo Giacometti. En el segundo volumen, un álbum para chelo solo, la referida Sonata de Kodály y la Suite nº 5 de Johann Sebastian Bach, la más apesadumbrada y sombría del famoso ciclo. “Aquí otra vez el punto de la afinación, como el caso de la Sonata de Kodály con las cuerdas graves afinadas un semitono por debajo, simboliza los colores de la vida cuando se vuelve más honda y oscura, porque al fin de cuentas es nuestra propia vida la que ha sido reafinada y tenemos que aprender a convivir con eso, encontrar en ese nuevo lugar una inspiración para poder seguir. A mí no me alcanzan las palabras para describir una música tan rica en emociones y atmósferas, para contar lo que es ese desborde de creatividad, energía, vulnerabilidad, resiliencia y desesperación.
–¿Toda música contiene en el fondo un mensaje de concordia para brindarle al mundo? ¿Tiene el ser humano en estos momentos de convulsión y extremismos, el tiempo y la capacidad de recoger ese mensaje?
–Creo que efectivamente tenemos motivos para preocuparnos por lo que está sucediendo en Europa y en el resto del mundo. Creo que las polarizaciones son peligrosas, que no ayudan a la cohesión de una sociedad porque no sirve alimentar el extremismo de ciertos grupos ni poner a unas personas en contra de otras. Al contrario, tenemos que tender a ir juntos, como hacen los músicos en un concierto, como hace la música que busca unir y armonizar. Ese es el ideal que deberíamos tratar de reflejar en nuestro mundo. Y tenemos que ser un poco menos pesimistas porque la experiencia a lo largo de décadas de carrera me demuestra que el contacto directo, cercano y vivo con el sonido de un instrumento musical, provoca una emoción muy profunda, y que esa emoción, esa confrontación con algo tan real, es testimonio del sentido y del valor que tiene la música en la vida del ser humano.
Para agendar
Concierto del Mozarteum Argentino. Pieter Wispelwey (cello) y Paolo Giacometti (piano). Obras: Sonata en La mayor “Gran Dúo”, D. 574, en versión para violonchelo y piano, de Franz Schubert; “Kaddish” de las Dos melodías hebraicas op. 22 de Maurice Ravel; Sonata para piano y violonchelo n.º 1 en mi menor op. 38, de Johannes Brahms, y Sonata para violonchelo solo en si menor op. 8, de Zoltán Kodály. El lunes 7, a las 20, en el Teatro Colón.