El poder del pensamiento “negativo” y cómo usarlo a tu favor en tiempos difíciles

Una parte importante de mi familia ha muerto de cáncer. Sé que es posible que lo que queda de ella también se vaya así. Y estoy consciente de que en mis genes habita esa enfermedad, también.

Podríamos morir de cualquier otra cosa, claro, pero como sea, el cáncer se eleva sobre mi historia familiar como una profecía en tragedia griega: un juicio evitable sólo por otras formas de la muerte.

La maldición genética está ahí y aunque hemos procurado un estilo de vida relativamente saludable, sobre todo estos últimos años, la enfermedad es ingrata: no podemos hacer nada para garantizar que no llegue, tan sólo seguir los consejos médicos y psicológicos del momento y esperar. Las cosas son así y no hay mucho que se pueda hacer al respecto.

No escribo esto con tristeza. Reconozco que no es fácil leerlo (y, pa’l caso, tampoco es fácil escribirlo). Pero no creo que sea triste. Acaso sería más sencillo pensar “bueno, quizás a mí no me va a pasar” o “si como suficientes verduras seguro puedo evitarlo” o “si hago ejercicio diario no tendría por qué ocurrirme”.

Sobre la actitud superoptimista y el “pensamiento positivo”

Ciertamente parece una buena estrategia para mantener alejado al estrés que me podría provocar la noción de la enfermedad. Pero la verdad es que nunca me ha venido bien eso del “pensamiento positivo”, de creer que si mantienes una actitud permanentemente alegre y optimista frente a la vida, la vida lo pagará de regreso.

Y es que el pensamiento positivo, llevado al extremo, es una forma muy particular de disociación de la realidad. Es mirar al cielo, ver un meteorito e intentar taparlo con un dedo.

Es ignorar que la enfermedad no tiene agenda, ni moral, ni conciencia. Es pensamiento mágico para mantener la ilusión de control donde no existe el control.

“Tan pronto como calificamos la palabra pensamiento con el adjetivo positivo excluimos aquellas partes de la realidad que nos parecen ‘negativas’. Así es como la mayoría de las personas que defienden el pensamiento positivo parecen operar”, explica el célebre doctor Gabor Maté en su libro sobre la relación entre estrés y enfermedad, The Body Says No.

Quizás por eso nunca he sintonizado muy bien con las metáforas de guerra que se usan frecuentemente para describir a pacientes con cáncer.

“La idea es que con suficiente voluntad puedes controlarlo, con suficiente voluntad puedes expulsarlo”, explica la oncóloga canadiense, Karen Gelmon.

No pretendo ser insensible con personas que hayan sobrevivido el cáncer y se hayan beneficiado de esta narrativa, o con familiares de personas que lo padecieron o padecen.

El estrés de enfrentar una enfermedad posiblemente terminal es brutal y el pensamiento positivo y las metáforas de guerra aparecen como un recurso para intentar lidiar con esa angustia.

Es sólo que, a nivel personal, no me parece un recurso útil o, al menos, no pienso que lo es en mi caso.

No quiero ver como una lucha algo que no lo es con tal de evitarme el estrés de enfrentar lo desconocido.

No sólo me parece un pensamiento horrible creer que la mitad de mi familia ha muerto por no ser lo suficientemente fuerte sino que, además, la evidencia médica no sostiene esa hipótesis.

(AP)
(AP)

“¿Échale ganas?”

Sucede lo mismo con otros malestares. No ha habido día de estas últimas seis semanas en el que no haya leído a alguien expresar culpa por no ser lo suficientemente productivo, como si la ansiedad durante una pandemia fuera una cosa a resistir y no una emoción que conecta a nuestra conciencia con nuestro cuerpo para indicarnos una situación tan obvia como necesaria de asimilar: estamos en medio de una pinche crisis mundial de salud.

Tengo pacientes que pasaron años en depresión creyendo que quizás si le echaban tantitas más ganas, si se despertaban un poco más temprano, si hacían quince minutos más de yoga, si veían más comedias en la tele, se iban a recuperar.

Personas que niegan que podrían haber sufrido algún trauma durante la infancia y aseguran que todo está bien y se vuelven esclavas de los efectos del trauma.

Personas que se sienten enfermas y creen que con mantener una actitud positiva van a poder recuperarse, en vez de con descanso y medicamento. Personas que, como el resto, se enfrentan al descontrol y al miedo.

Personas que, como todas, sólo quieren sobrevivir y estar bien. Y, para hacerlo, intentan llevar al límite esa idea: estar bien.

Lo “positivo” de las emociones “negativas”

“Si bien es cierto que la satisfacción y alegría verdadera promueve el bienestar físico, los estados mentales ‘positivos’ generados para alejar las molestias psicológicas reducen nuestra resistencia a la enfermedad”, explica el doctor Maté.

¿La razón? Muchas de las emociones negativas que tenemos tienen un propósito: avisarnos de cuando las cosas marchan mal.

El dolor nos informa que el cuerpo está siendo lastimado; la náusea, de un posible agente tóxico; la ansiedad, de una posible amenaza.

Para que el cerebro pueda procesar la información que recibe, tanto del ambiente como de los órganos internos, para luego interpretarla y traducirla en emociones, pensamientos y conductas que promuevan nuestra existencia, necesita poder reconocer con claridad las influencias negativas, peligros o señales de alarma tanto dentro del cuerpo como fuera.

La negación de esas señales sólo producirá estrés en el cuerpo. Y a la larga, ese estrés nos terminará enfermando o, incluso, matando.

En palabras de Maté: “Mientras más se evite la ansiedad usando ‘pensamientos positivos’, negación o fantasías, más tiempo actuará el estrés y más daño provocará. Cuando uno pierde la capacidad de sentir calor, su riesgo de quemarse incrementa”.

¿Cuál es la alternativa? Aceptar la realidad como es.

(Creative Getty)
(Creative Getty)

Ahora sí: usemos el “pensamiento negativo” a nuestro favor

Aceptar que podemos controlar menos de lo que quisiéramos, acaso nada. Aceptar que ante la enfermedad, la depresión, la ansiedad, el conflicto o las crisis mundiales es poco lo que podemos controlar.

Aceptar que quizás estemos más desamparados de lo que creemos, pero que pensar de otra manera no cambiará nada.

Aceptar abrirle un poco de espacio a lo que el doctor Maté llama “pensamiento negativo” y dejar de minimizar nuestras emociones “negativas” para, más bien, integrarlas, comprenderlas, utilizarlas.

En realidad, las emociones “negativas” no son otra cosa más que reacciones de nuestro cuerpo naturales que sirven para protegernos y que, precisamente por eso, se sienten “mal”.

Por eso, su propuesta de “pensamiento negativo” trata de trabajar la capacidad de contrastar cómo se ve el mundo bajo los lentes de la realidad más cruda con los de la realidad más esperanzadora y no negar ninguna posibilidad. Mirar al abismo y dejar que el abismo nos mire de regreso.

(Creative Getty)
(Creative Getty)

Abrirnos a la posibilidad de pensar “negativo” podría tener dos grandes ventajas: la primera es la de poder vivir una vida de aceptación y congruencia.

El genuino pensamiento positivo inicia al incluir toda la realidad. Está guiado por la confianza de que podemos confiar en nosotros mismos para enfrentar la verdad completa, sin importar cuál sea esa verdad.”, explica Maté.

Es dejar de pelear contra lo desconocido y comenzar a aceptarlo, de modo que en vez de concentrar nuestra energía mental en recetas mágicas que nos ayude a mantenerlo lejos, podamos hacerlo en fortalecer nuestra capacidad para enfrentarlo.

Por ejemplo, no pensar “si me mantengo con esta SÚPER ACTITUD no me va a dar COVID-19 ni a mí ni a nadie en mi familia”, para pensar, “¿qué necesito para enfrentar la muy real posibilidad de que podría infectarme y de que mi familia podría hacerlo?”.

(Creative Getty)
(Creative Getty)

La segunda ventaja es una posibilidad: la transformación. Sólo podemos transformar la realidad cuando la entendemos profundamente y, para hacerlo, primero tenemos que aceptarla en sus propios términos.

Cualquier persona que haya ido a terapia lo sabe: para poder transformar los patrones que nos llevan a tomar decisiones que después nos lastiman, primero hay que entender esos patrones.

Aceptar que quizás nuestra infancia no fue tan feliz como creíamos. Aceptar que las personas que nos aman pueden lastimarnos. Aceptar que somos capaces de hacer más daño del que nos gustaría. Aceptar que la perfección es ese “aburrido privilegio de los dioses”, como diría Eduardo Galeano.

Aceptar que no tenemos mucho control de las cosas que nos pasan, pero sí tenemos sobre la actitud que tomamos frente a ella, como diría Viktor Frankl.

Aceptar que somos vulnerables, que nos podemos enfermar, que nos podemos deprimir, que podemos fallar y que nada de malo tiene eso. Sólo es.